En todo este siglo, los gobiernos que hemos sufrido han basado la defensa de sus acciones y omisiones en la negación de la realidad, su ocultamiento, su distorsión y la distorsión de sus causas, y lo han venido haciendo cada vez con mayor ahínco y desfachatez, con un cinismo y agresividad también en aumento. Ya no sólo niegan lo que es más que evidente para todos, sino que amenazan con reprimir y castigar de varias maneras a quienes de alguna forma los contradigan. El reciente fallo de la sala político administrativa del Tribunal Supremo de Justicia, sobre la inexistencia de un instrumento administrativo cuya aplicación es pública y notoria, es un ejemplo meridiano de lo que afirmamos. Y lo es también de cómo se recurre a cualquier argucia para desconocer derechos legítimos, lo que sin lugar a dudas niega la existencia del estado de derecho.
Es inaudito y aberrante que se recurra a dictar un instructivo, obligar a regirse por éste so pena de no pagar los sueldos, pero no firmarlo ni publicarlo de manera que se dificulte constatar su existencia real. Parecen prácticas de leguleyos expertos en la creación de artimañas para gestiones ilícitas, en las cuales estarían involucrados varios ministerios, parte del TSJ y algunos parlamentarios oficialistas, es decir toda una cofradía asociada para delinquir. Pero lo más grave de este caso es que el gobierno está enviando una amenaza a quienes recurran a la vía judicial para defender sus derechos, ya que pueden ser multados, investigados y sancionados penalmente por hacerlo. No se puede protestar en las calles sin miedo a la represión, sin temor a perder el empleo, sin el peligro de ser detenido y juzgado como conspirador o sufrir la misma suerte al ser calificado de “incitador al odio”. Ahora, se acaba también con la posibilidad constitucional de recurrir a los tribunales.
Un instructivo que no existe, pero que es enviado por ministerios y oficinas competentes, que aplana los sueldos, reduce o elimina las primas salariales y viola acuerdos laborales firmados por el gobierno con sus propios sindicaleros. Y que en forma descarada se sigue usando con absoluta sevicia y desvergüenza. ¿Dónde queda el texto constitucional de que no se sacrificará la justicia por la omisión de formalidades? ¿Dónde aquello de lo “público y notorio”? ¿El delito, el terrible delito, no es acaso el que está cometiendo la administración pública al esconder su crueldad detrás de un instructivo legalmente inexistente? ¿No es éste el único hecho punible real y cometido por quienes tienen que hacer cumplir las leyes? Pero los delincuentes somos quienes legítimamente reclamamos la violación de nuestros derechos.
Otro instrumento dirigido a yugular las críticas y las protestas contra el gobierno es la tristemente utilizada “Ley constitucional contra el Odio”, ilegal por partida doble, por no haber sido sometida a referendo aprobatorio, pese a ser propuesta de la Asamblea Constituyente del PSUV, y porque ese organismo adoleció de tantos vicios que ni siquiera una propuesta constituyente elaboró al final. Este instrumento se lo aplican a quienes critican las ejecutorias de funcionarios del Estado, pues ahora todo cuestionamiento se transformó en una incitación al odio. Lo curioso es que cada vez con más frecuencia dicha herramienta comienza a tener partidarios en sectores abiertamente opositores, entre ellos algunos demandantes de derechos y ciertos periodistas, que han pedido se la apliquen a quienes enfrenten sus peticiones o sus opiniones.
Negar la realidad que evidencia tenazmente el desastre gubernamental no es, sin embargo, exclusivo de este gobierno. No lo inventó. Su capacidad creativa es limitada, pero lo han tomado del pasado, el mismo que cotidianamente satanizan, y lo han llevado a ser política de Estado, haciendo una diferencia con los gobiernos adecocopeyanos, a favor de éstos. La respuesta a esta serie de arbitrariedades debe ser la protesta pacífica en defensa de los derechos ciudadanos, sin intenciones golpistas ni desestabilizadoras, que incorpore a todos los afectados por las arbitrariedades, indolencia o negligencia oficial, independientemente de que sean simpatizantes del gobierno.