Gustavo Petro en la ceremonia de toma de posesión, el pasado 7 de agosto. Luisa González | REUTERS
Gustavo Petro se comunica con sus asesores a través de una aplicación de mensajería muy popular en Japón. Ahí recibe información confidencial a la que contesta de manera muy escueta: ok, sí, no, hágase. Apenas utiliza una o dos palabras. En mitad de la campaña electoral que culminó con él envuelto en la banda presidencial, Petro recibió un mensaje misterioso de un enviado de Nicolás Maduro. Solo esa persona, que las partes mantienen por ahora en el anonimato, tuvo autorización para trasladar recados entre uno y otro en el más estricto secreto. Nadie, salvo los tres involucrados, estaban al tanto de este canal de comunicación abierto de manera sorprendente.
Había motivos de mucho peso para no revelar las conversaciones. Venezuela y Colombia no tenían ningún tipo de relación desde 2019. El chavismo consideraba al país vecino un enemigo que se había aliado con Estados Unidos para derrocar al autoritario Maduro. El retrato del sucesor de Chávez colgaba en los cuarteles colombianos como el rostro del enemigo público número uno. Fueron constantes los enfrentamientos dialécticos entre Maduro y el expresidente Iván Duque. Un ambiente hostil, de guerra fría a pequeña escala, se vivía en la frontera. No existía entonces nada amigable que los uniera.
Petro, como los otros candidatos que tuvieron opciones reales de ganar las elecciones, hablaba abiertamente de restablecer las relaciones. La vía de aislar a Venezuela para provocar la caída de Maduro había resultado un fracaso. La presidencia alternativa del opositor Juan Guaidó no ha terminado de imponerse a nivel internacional. A todos los efectos, Maduro ha seguido gobernando el país. Y Colombia no ha sacado ningún rédito de esta estrategia, según los internacionalistas. Las relaciones comerciales están congeladas. Miles de personas que viven en la franja entre las dos naciones han quedado aisladas, sus familias divididas. Los comerciantes dejaron de obtener ingresos, lo que ha hecho que se disparen los negocios ilegales o directamente criminales. Argumentar todo eso durante la campaña electoral era una cosa, pero mantener una vía de comunicación abierta con Maduro era algo muy distinto.
Para media Colombia, Petro representaba a la izquierda violenta que quería asaltar el poder por las armas. Su pasado como guerrillero, pensaban ellos, era la prueba de que era así. No importaba que llevase media vida en las instituciones ni que hubiese participado de manera activa en dos procesos de paz. Las dos veces anteriores en las que se había presentado a la presidencia, sin éxito, sus contrincantes lo habían retratado como un admirador de Chávez y Castro. Esa imagen en Colombia, que ha encadenado gobiernos conservadores desde hace décadas, resultaba fatal. Las puertas de la Casa de Nariño nunca se iban a abrir para alguien con ese perfil.
Es cierto que Petro cultivó ciertas simpatías por esos regímenes en algún punto de su biografía, como muchos de su edad —los nacidos en los sesenta—, vio en bucle la entrada triunfal de los barbudos en La Habana por televisión. Pero en estas últimas elecciones se distanció de una manera contundente de esa generación de gobernantes que sacrificó temas como el medio ambiente, la democracia o los derechos humanos para implementar una sociedad socialista utópica. Él se ha alineado, o así lo ha dicho públicamente, con la nueva progresía que representa Gabriel Boric en Chile.
Revelar que en medio de la campaña ya mantenía un contacto con Maduro hubiera resultado fatal. Sus enemigos lo hubieran triturado. El fantasma del Petro dictador, una idea expandida en los grupos de WhatsApp de todos los colombianos durante años, hubiera resurgido y podría haber dinamitado sus opciones. No fue así. De hecho, el asunto de Venezuela ni siquiera fue un tema relevante durante los debates entre candidatos. Todos estaban de acuerdo en lo esencial, que había que tender puentes con Caracas.
A los pocos días de ganar las elecciones, Petro puso a su mano derecha, Armando Benedetti, al frente de estas conversaciones. Lo comunicó con el contacto secreto y a partir de ahí las conversaciones fueron a varias bandas. El deshielo se hizo oficial la semana pasada, pero la realidad es que Petro y Maduro ya habían dado los primeros pasos de una nueva relación sin que nadie lo supiera.
Benedetti aceptó el encargo, aunque él albergara otras ambiciones. Un proceso abierto en su contra en la Corte Suprema pudo frenar sus opciones de formar parte del Gobierno. Nadie, por ahora, discute las decisiones de Petro, que ha puesto en marcha un plan claro: la búsqueda total de la paz. Un reto para un país que lleva años sumergido en la violencia. Venezuela es clave en ese trayecto, pues en su territorio opera el ELN, la última guerrilla colombiana, y el chavismo muestra simpatía por su causa.
Las conversaciones ya son públicas, pero ha quedado en evidencia que no van a resultar sencillas. Petro quería reabrir cuanto antes la frontera, Maduro no tiene ninguna prisa. Petro quiere comprar y manejar la empresa de fertilizantes Monómeros, propiedad de ambos países, pero el chavismo no se ha decidido todavía. En la distancia corta, el presidente de Venezuela, en el poder después de varios intentos de desestabilización y al frente de un país sumergido en un inmovilismo político que nadie sabe cómo destrabar, se muestra paciente.
Benedetti se reunió con él en su primera semana como embajador. Maduro llevó el peso de la conversación y se mostró contundente en algunos asuntos. Para aligerar el ambiente, eso sí, le dijo que sabía que él había hecho presidente a Petro. Benedetti, que no es precisamente un político de izquierdas, se unió a Petro tres años antes de las elecciones y se encargó de armar un proyecto alrededor de su figura. Pasó de ser un candidato con fama de individualista a liderar un movimiento cívico que quería transformar el país. Maduro le reconoció la astucia a Benedetti, ya sea porque lo piense de verdad o porque quisiera tocar su vanidad. O las dos cosas. El caso es que ya no necesitó de ninguna aplicación de mensajería privada ni de intermediarios en la sombra para hacerlo. Por fin, Venezuela y Colombia hablaban cara a cara.
Juan Diego Quesada