Manuel Malaver: Boric y la derrota del totalitarismo identitario

Compartir

 

Sería ingenuo -por no decir irresponsable- no buscar los orígenes de la derrota catastrófica que sufrió el domingo pasado la coalición que respalda al presidente Gabriel Boric en el plebiscito donde se le pedía al electorado chileno pronunciarse por un “respaldo” o “rechazo” a la redacción de una nueva Constitución.

Y no es que como dice la letra de un muy celebrado tango  “la historia vuelve a repetirse”, sino es más bien “otro capítulo” en la continuidad de una historia política, económica y constitucional, que en lo que se relaciona con el resto de los países latinoamericanos, tiene sus propios detalles, matices y colores.

Por ejemplo, Chile fue el único país suramericano en derrotar en la guerra de la conquista a los colonizadores españoles y con tal ímpetu, coraje y persistencia que dio origen al estremecedor poema épico, “La Araucana”, del poeta e historiador hispano Alonso de Ercilla.

No sé si aún se mantiene en los pensum de literatura del bachillerato de los países de la región los estudios y referencias al poema de Ercilla sobre la guerra entre españoles y araucanos, si fueron censurados por tantas emociones que genera el nacionalismo, pero si fue así me limitaría a recomendarles que busquen en Internet y lean el glorioso soneto que le escribió Rubén Darío al jefe araucano, Caupolicán: “Es algo formidable que vio la vieja raza, robusto tronco de árbol al hombro de un campeón, salvaje y aguerrido, cuya fornida masa, blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón”.

En lo que quería insistir es que allí, en la Araucania, continuó, se alargó y multiplicó un pueblo, el Mapuche, en lo que se conoce la frontera del Bíobio y que si bien se plegó a la guerra de Independencia contra España, pretendió hacerlo siempre bajo sus propios términos y su particular, rotunda y especial historia.

Los constituyentistas chilenos del siglo XIX, los que forjaron la república democrática y liberal, entre los cuales estuvo un venezolano excepcional, don Andrés Bello (adorado en Chile y poco enaltecido en su país) no desdeñaron ni olvidaron estas “señalizaciones” históricas y construyeron una sociedad consensuada y plural, multirracial y multicultural que derivó hacia un mestizaje donde los chilenos se reconocen por chilenos y no por descendientes de españoles, mapuches, quechuas, alemanes o ingleses.

“Yo nací en la Araucanía” decía recientemente el sociólogo y filósofo Axel Kaiser, defensor de la ideología liberal y de la unidad de Chile en una entrevista en Youtube “y me crie y eduqué entre mestizos, blancos puros y mapuches puros y nunca sentí que era otra cosa que chileno”.

Y ha sido la preocupación por la preservación de esta identidad lo que ha permitido que Chile haya pasado por grandes crisis como la “Guerra del Pacífico” contra Perú y Bolivia (1879-83), la pugna entre parlamentarismo y presidencialismo (1886-1891) que culminó con el suicidio del presidente José Manuel Balmaseda, la de1925 cuando un grupo de militares socialdemócratas capitaneados por el general Marmaduque Grove obligó a renunciar al presidente Arturo Alessandri (“El león de Tarapacá”), quien regresó meses después, promovió la redacción de una nueva constitución y legó el poder a su más obsecuente seguidor, el general, Carlos Ibañez del Campo.

De modo que, una crisis de enormes proporciones, con mucho superior a las que condujeron al suicidio de Balmaseda y al golpe de estado de Grove en 1925, no vino a conocer la República de Chile sino el 11 de septiembre de 1973, cuando una asonada militar comandada por el general del Ejército, Augusto Pinochet, derrocó al gobierno democráticamente electo del socialista Salvador Allende, provocando su suicidio y un baño de sangre que aun sacude conciencias dentro y fuera de Chile por su crueldad y quizá inutilidad.

La gran pregunta es: ¿Por qué el general Pinochet y los militares y partidos políticos que lo secundaron (entre otros el “Demócrata Cristiano” de Eduardo Frei) no buscaron la vía del consenso, de la negociación y la conciliación que tantos resultados provechosos le habían dado a Chile en crisis parecidas y hasta más dramáticas  y se lanzaron a una aventura que es cierto, liquidó a un enemigo temerario como el socialismo, pero sin duda a un costo que no merecía pagar la nación chilena?

Desde luego que, la respuesta más a mano puede estar en el contexto internacional del recrudecimiento de la “Guerra Fría” entre EEUU y la URSS, las naciones democráticas de Occidente y el bloque socialista y totalitario encabezado por China, Rusia y un enclave que ya habían colocado en América: Cuba,

Lo cierto es que estábamos ante la gran ruleta de un gran juego internacional, donde jugaban apostadores como Richard Nixon, Henry Kissinger, Leonid Breznev, Chou En-Lai y un conjunto de militares y civiles Sudamericanos, dictadores de tomo y lomo como Stroessner, Videla, Bordavery y Figuereido.

Tiempos también de “La Operación Cóndor”, entente de dictaduras de la región para traspasarse información, perseguir y vigilar opositores de izquierda y enviárselos a sus aliados o hacerles el favor de liquidarlos en su nombre.

Y de la aparición de un nuevo credo o filosofía económica, el neoliberalismo democrático y capitalista, que postula que el estatismo económico o keynesianismo que  domina en la mayoría de los países latinoamericanos, es la causa del atraso, la pobreza y las injusticias sociales que corroen la región.

Música para los oídos del general Pinochet y sus acólitos en Chile, quienes, decidieron “refundar” el país, darle una nueva orientación económica, barrer con cualquier vestigio de socialismo y llamar a los empresarios privados para que gestionaran empresas, servicios y todo cuanto tuviera que ver con la producción y distribución de recursos.

“Convoco a los chilenos mayores de 18 años” dijo Pinochet en una alocución donde presentaba el nuevo texto “a un plebiscito para que se pronuncien sobre la aprobación o rechazo del texto constitucional propuesto por la junta de gobierno. Un texto fundado en la libertad personal en todos sus ámbitos, en la propiedad privada de los medios de producción y en la iniciativa económica particular en todos sus ámbitos”.

Y nace así al calor de la más feroz dictadura, entre denuncias de torturas, asesinatos y desapariciones el primer modelo de desarrollo de democracia liberal y capitalista en América Latina, blanco de ataques por los izquierdistas y socialdemócratas de todos los matices y saludado por los partidarios de la economía de mercado y el estado de derecho como la única tabla de salvación de la región.

Pero Pinochet no logra convertirse en dictador vitalicio y es destituido en un plesbicito sobre su mandato realizado el 5 de octubre de 1988, el cual da inicio al proceso conocido como la “Concertación”, pues tres partidos que representan la derecha, el centro y la izquierda gobiernan el país durante 30 años.

Es un proceso controvertido que no obstante todos los rechazos que lo rodean después de la caída del Muro de Berlín y el colapso del Imperio Soviético, hace de Chile una economía desarrollada, en vías de escalar las alturas del “Primer Mundo”, con una reducción dramática de la pobreza, de la desigualdad y picos en los índices de educación, salud e infraestructura.

¿Qué sucedió entonces para que después de 30 años de una sólida paz social, el 18 de octubre del 2019, estallaran violentos conflictos con jóvenes estudiantes y empleados al frente que arrasaron con las más populosas estaciones del Metro, centros comerciales y cualquier signo del lujo y prosperidad que se les apareciera a su paso?

Dicen los manifestantes que protestan contra la explotación, la pobreza y desigualdad que promueve el capitalismo y contra la complicidad de la clase política que permanece indiferente.

Pero lo más sorprendente es que lo que después se llama “El Octubrismo” no es un típico movimiento protestatario de izquierda sino de uno que trae entre sus consignas la defensa de los pueblos indígenas, de las minorías nacionales, la ideología de género, los derechos de la mujer y de los grupos LGTB que tanta bulla hacen en el mundo.

De estos grupos viene el actual presidente de Chile, Gabriel Boric, un abogado no graduado de 36 años nacido en Punta Arenas, fundador de un partido “Convergencia Social” y que el 11 de marzo de este año ganó las elecciones presidenciales al candidato del status quo o derecha, José Antonio Kast con un 10 por ciento de los votos.

Este es el mismo Boric que en un plebiscito  convocado el domingo pasado 3 de septiembre para que el pueblo se pronunciara sobre si “aprobaba” o “rechazaba” la redacción de una nueva constitución sufrió una derrota catastrófica al obtener el “Rechazo” una mayoría del 63 por ciento contra un 38 del “Apruebo”.

En otras palabras que, sigue vigente la Constitución de 1980 de Pinochet pero luego de haber sido reformada 60 veces (incluyendo una ley interpretativa de 1992) siendo modificados 257 artículos del total, y reformada en los años 89, 91, 94, 96, 97,99, 2001, 2002, 2003, 2005, 2007, 2008, 2014, 2021 y 2022.

Un texto que, si bien mantiene el modelo original de la economía de mercado, abierta y competitiva de los tiempos del primer Pinochet, también mantiene espacios donde pueden alojarse algunos de los planteamientos sociales y económicos del llamado “Octubrismo” que respalda a Boric.

Pero no los “identitarios” que llaman a crear repúblicas indígenas con apenas un 1 por ciento de representación en el total de la población nacional y que harían de Chile, no una republica democrática de unidad diversa y plural, sino un “queso suizo” de sabores sin duda amargos, disgregadores y venenosos.

¿Qué espera entonces al nuevo Chile, al irrumpido del Referendo del domingo 3 de septiembre, continuar insistiendo en otra convención constituyente o sentar a sus diferentes fuerzas políticas a buscar consensos para que pueda redactarse una nueva constitución que busque el futuro, reconozca al presente y no borre el pasado?

Boric ha dejado entrever en una alocución a los chilenos, después de la derrota, que una reconciliación y consenso entre gobierno y oposición serían la vía, pero no debe olvidarse que Hugo Chávez, Juan Manuel Santos y Evo Morales dijeron lo mismo después de derrotas parecidas y ya vemos donde están Venezuela, Colombia y Bolivia.

 

Traducción »