El 15 de agosto de 1947, el día en el que la República de la India (भारत गणराज्य, Bhārat Gaṇarājya en hindi) declaró su independencia, su primer ministro, Jawaharlal Nehru, pronunció un solemne discurso en el que prometió que la nueva nación, que se extendería desde el Himalaya al extremo sur de la península Indostánica, construiría una sociedad “próspera, democrática y progresista”.
En 1976, una enmienda constitucional añadió que la república –que hasta entonces solo había sido gobernada por el Partido del Congreso, patrimonio político de la dinastía Nehru– era además “socialista y laica”. Muchos escucharon las palabras del pandit (sabio en sánscrito) con escepticismo. Winston Churchill, que escribió que India era un mero “término geográfico”, llamó a Mohandas Gandhi, entre otras cosas, “faquir semidesnudo” y “subversivo malévolo”. El politeísmo hindú creía, era una “religión bestial”, propia de un pueblo bárbaro.
En 1947, India incluía territorios hasta ese momento bajo administración colonial y 565 principados que gobernaban –sobre el papel– maharajás hindúes y nababs musulmanes que vivían en suntuosos palacios, entregados al lujo y el exceso pretendiendo ser soberanos, cuando era el Raj imperial el que mantenía el ejército y preservaba el orden interno.
Churchill no era el único que creía que la balcanización era el sino del subcontinente. El exprimer ministro de Singapur, Lee Kwan Yew, dijo en una ocasión que India no era un verdadero país sino “32 naciones separadas” y unidas solo por las vías y estaciones ferroviarias que construyeron los colonialistas británicos. La constitución reconoce 22 idiomas oficiales: hindi, bengalí, nepalí, sánscrito, tamil, urdu, telugu…
Anarquía que funciona
La historia no le dio la razón a ninguno de los dos. Desde 1947 han desaparecido Estados e imperios multiétnicos –Yugoslavia, la Unión Soviética– y se han partido otros (Sudán, Pakistán). Pero 75 años después, el mosaico indio ha conservado su integridad territorial y sus instituciones parlamentarias y federales pese a las tensiones separatistas en Cachemira, una región de mayoría musulmana.
India es una casi solitaria democracia –la mayor del mundo– en una región dominada por regímenes militares o de partido único (China, Myanmar, Tailandia, Afganistán) o iliberales (Pakistán, Bangladesh). India, sin embargo, tiene un sistema electoral similar al británico (winner takes all) que da un enorme poder a los gobernadores (chief minister), rajás electos de señoríos políticos feudales.
Según escribe Sumit Ganguly en Foreign Policy, los veredictos y sentencias judiciales importantes rara vez se atreven a contrariar al poder. Los medios denuncian escándalos de corrupción y abusos, pero el Estado marca límites estrictos a editores y periodistas con draconianas leyes contra la sedición y el desacato, muchas de ellas de origen colonial.
Pese a sus lastres estructurales –corrupción, desigualdad…– después de ser el embajador de John F. Kennedy en Nueva Delhi, John Kenneth Galbraith dijo que confiaba en India porque su “anarquía funcionaba”. Los analistas suelen oscilar entre diagnósticos que pasan de la “próxima China” a advertir que India es una bomba de tiempo demográfica.
Pero como casi siempre, la verdad es más matizada. Cuando en 2014 inició su primer mandato Narendra Modi, que gobernó Gujarat con mano hierro (2001-2014), India era la 10º economía del mundo. Desde entonces, el PIB creció un 40%, solo después de China (53%) entre las grandes economías mundiales. Este año lo hará un 8%, la cifra más alta de todas ellas, según previsiones del FMI.
A ese ritmo, en 2027 será la quinta economía mundial con un PIB de casi cinco billones de dólares al tipo de cambio y en algún momento de la próxima década será la tercera, por delante de Japón. La capitalización de sus bolsas es ya la cuarta mayor, solo por detrás de las de Estados Unidos, China y Japón.
En la vanguardia tecnológica
India está reduciendo la informalidad incentivando la bancarización por medio de sistemas de pago digitales que canalizan las ayudas estatales: 270.000 millones de dólares desde 2017 en transferencias bancarias directas a 950 millones de personas, lo que los vincula al sistema tributario y financiero. Según The Economist, la mayor recaudación y el desplazamiento de las cadenas de suministro globales fuera de China, dan la razón a los lemas electorales del oficialista Bharatiya Janata Party (BJP), que prometen “gobierno mínimo, máxima gobernabilidad”. Pero el clientelismo tiene un precio.
El gasto público ha llevado el déficit fiscal al 10% del PIB y la deuda pública el 87%. India tiene de su parte su potente sector de software y tecnologías de la información, que en la última década ha duplicado su tamaño. Sus ingresos actuales superan los 230.000 millones de dólares anuales, el doble que en 2012.
India es el quinto exportador de servicios digitales, que emplean a cinco millones de indios, buena parte ingenieros informáticos y programadores. La red de autopistas es hoy un 50% más extensa que en 2014. Desde ese año se han duplicado el número de pasajeros de vuelos internos y el de usuarios de telefonía móvil hasta los 783 millones.
India tiene, sin embargo, una asignatura pendiente: la industria manufacturera. Sus exportaciones de bienes suponen solo el 1,9% del total mundial. Las 20 mayores compañías indias –Tata, Adani, Reliance Industries, JSW…–, responsables del 50% de los flujos de caja corporativos, planean invertir 250.000 millones de dólares en los próximos cinco-ocho años en proyectos químicos, de semiconductores y baterías ion-litio. La campaña Make in India ha logrado atraer a los parques industriales de Chennai (Tamil Nadu) a Renault-Nissan, Huyndai, Dell, Samsung y Foxconn, entre otras multinacionales.
Nacional-hinduismo
La nueva India tiene un lado oscuro: el supremacismo hindú del BJP. India alberga a 200 millones de musulmanes, el 15% de la población, pero Modi no tiene uno solo en su gabinete. En el Sansad (Parlamento) solo el 5% de los representantes suelen ser musulmanes. El gobierno quiere imponer en las escuelas públicas el hindi, que solo hablan menos de la mitad de los indios.
Ante las murallas del Fuerte Rojo en Nueva Delhi, el 15 de agosto Modi solo mencionó de pasada a Gandhi y elogió, en cambio, a una docena de líderes y movimientos armados antibritánicos. “Somos el pueblo que ve a Shiva (uno de los dioses de la trinidad hinduista) en cada ser viviente”, dijo para subrayar su religiosidad, que sus críticos consideran oportunista. Según el exprimer ministro Morarji Desai, el hinduismo es una fe que admite múltiples interpretaciones de sus escrituras y diversos caminos para la salvación espiritual, por lo que es absurdo, dice, pretender encasillarla en un dogma.
El nacional-hinduismo es contagioso. RRR (rise, roar, revolt), la película más taquillera de la historia del cine indio, ha arrasado también en Netflix presentando a dos líderes de la resistencia anticolonial en los años veinte con profusión de violencia, tambores y bailarines y banderas.
El gobierno ha prohibido el hijab, el velo islámico, en colegios y universidades y las llamadas a la oración desde los minaretes de las mezquitas. Por las fiestas de la independencia, el gobierno indultó a 11 presos que cumplían condena por violar a una musulmana y asesinar a 14 de su familiares en 2002 durante unos disturbios en Gujarat.
Así, no resulta extraño que los críticos de Modi digan que India es solo el país más populoso que celebra elecciones. El V-Dem Institute de Suecia define su sistema como “autocracia electoral” mientras que Freedom House lo considera un país “parcialmente libre”. En 2019, su 37% de votos dio al BJP mayoría absoluta en el Sansad.
¿Doble juego?
El neonacionalismo hinduista, sin embargo, no ha desviado a la política exterior india de su tradicional no alineamiento. Nueva Delhi no muestra interés en ser como Japón, Corea del Sur o Australia pese a que integra con ellos y Estados Unidos el Quad, una alianza informal para contener a China en Asia-Pacífico.
Modi no ha criticado la invasión rusa de Ucrania ni se ha sumado a las sanciones contra Moscú. Este año India participó con China, Siria, Mongolia, Argelia, Armenia, Laos, Nicaragua, Bielorrusa y otros cinco países en las maniobras Vostok-2022 (1-7 septiembre) en zonas próximas al mar de Ojotsk bajo el mando del jefe del Estado Mayor ruso, general Valery Gerasimov. Los ejercicios desplegaron 50.000 efectivos, 5.000 blindados y 140 aviones y 60 navíos de guerra. Moscú abasteció a las tropas con vehículos, armas ligeras y municiones. China llevó su propio armamento. En octubre de 2018, Modi firmó con Vladimir Putin un acuerdo de 5.430 millones de dólares para comprar el sistema antimisiles ruso S-400.