Johanna Cilano: Los silencios de Michelle Bachelet sobre Cuba

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En las últimas semanas, al menos 14 periodistas de Cuba fueron obligados por la Seguridad del Estado a dejar su colaboración con medios independientes. Varios fueron forzados al exilio. Esta arremetida contra los medios es apenas el último capítulo de un año terrible en términos de represión del régimen cubano.

Durante este año, después de las mayores protestas populares en seis décadas, acaecidas los días 11, 12 y en menor medida 13 de julio de 2021, han sido encarceladas, juzgadas y condenadas alrededor de mil personas. La criminalización de la protesta, los juicios sin garantías y las penas ejemplarizantes incluyeron condenas de privación de libertad de más de 25 años.

En el mismo período, el régimen aprobó más regulaciones restrictivas respecto al uso de redes sociales y un nuevo Código Penal que criminaliza el activismo y busca inhibir cualquier posibilidad de articulación ciudadana. En noviembre de 2021 violó los derechos de asociación y manifestación a partir de la campaña de estigmatización en medios oficiales de la iniciativa Archipiélago y la negativa a autorizar la Marcha Cívica por el Cambio, convocada para el 15 de ese mes.

Exilio en vez de retorno

También durante este año se ha violado el derecho al retorno de las activistas Anamely Ramos y Omara Urquiola; y ha forzado al exilio a artistas como Hamlet Lavastida y Katherine Bisquet. Esto por solo mencionar algunos casos. Decenas de miles de personas, incluyendo activistas, periodistas y artistas, han utilizado la migración para huir de condiciones de insoportable precarización de la vida, pero también de un régimen que ha dejado clara la imposibilidad de construir diálogos, aceptar las diferencias y buscar salidas políticas a las múltiples crisis que enfrenta. Un régimen que ha decidido cerrarse aún más ante la pluralidad y diversidad de la sociedad cubana.

Las imágenes de represión de las protestas, los discursos criminalizadores de los medios oficiales, la criminalización de los pobres, los negros, las madres han sido una constante en la denuncia de organizaciones de derechos humanos y de los opositores políticos. Un periodismo independiente cada vez más profesional ha puesto esas imágenes, denuncias y análisis en casi todas las plataformas existentes. Una persona mínimamente interesada está hoy más cerca de saber qué pasa en Cuba que hace dos décadas. Frente a esto, es recurrente la pregunta de qué tiene que pasar para que cierta izquierda ponga los ojos sobre Cuba.

Visión mitificada

La mayor parte de la izquierda tradicional en la región mantiene una visión mitificada de la Revolución cubana. La imagen de una pequeña isla del Caribe capaz de proveer salud y educación a sus ciudadanos tiene calurosa acogida en líderes y movimientos sociales latinoamericanos. La pregonada excepcionalidad de un pequeño país que construye el socialismo a 90 millas de la superpotencia alimenta el antimperialismo regional.

La disputa sobre Cuba sale siempre de los márgenes nacionales para trasladarse a una disputa geopolítica. Las izquierdas en el poder durante este año se han visto atrapadas en esa visión tradicional, quizás con la excepción, cauta y reciente, del presidente chileno Gabriel Boric.

Con características diversas, las izquierdas en el poder han utilizado el tema Cuba en sus agendas nacionales. Ya sea para reforzar sus posiciones independientes frente a Estados Unidos, para contentar sus militancias radicales o para alimentar sus redes de servicios y clientela partir de la cooperación médica o cultural.

Ni Andrés Manuel López Obrador, ni Gustavo Petro, ni Alberto Fernández han condenado la represión del Estado cubano. Tampoco lo ha hecho Lula, candidato delantero en la campaña presidencial de Brasil. En todos los casos se han mantenido o intensificado la cooperación, la solidaridad y la legitimación del régimen.

Alfombra roja

México tendió la alfombra roja al presidente cubano en su momento de mayor cuestionamiento, ofreciéndole un lugar de honor en su celebración patria. El primer viaje que hizo el nuevo canciller colombiano fue a Cuba, para ratificar el rol de esta en las conversaciones de paz, y sirvió para pedir que Estados Unidos retirara a Cuba de su lista de países patrocinadores del terrorismo. Alberto Fernández defendió hace apenas unas semanas al Gobierno cubano en la cumbre de la CELAC, mientras aprovechaba para pedir el levantamiento de «todos los bloqueos».

Más allá de los gobiernos, los movimientos sociales y colectivos académicos que se reivindican de izquierda mantienen un discurso y posicionamiento similar. La ausencia de pronunciamientos de condena de entidades como el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, reconocido por su constante apelación a las diversidades sociales y el pensamiento crítico, es ilustrativa.

El etiquetado elusivo de Cuba como un «asunto complejo», difícil de entender, imposible de conocer, es empíricamente falso. Cuba es cada día un país más parecido a Latinoamérica, incluso en el repertorio de la protesta social, sus causas y las demandas de sus ciudadanos.

Si alguien personifica la postura lamentable de cierta izquierda sobre Cuba, es Michelle Bachelet, alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos hasta el pasado 31 de agosto. Víctima de la represión, exiliada, política socialdemócrata y primera mujer presidenta de Chile. Durante su mandato, Cuba ha vivido uno de sus mayores ciclos de activismo y protesta social.

Ciclo de protestas

En este ciclo se incluyen las protestas de artistas y activistas contra la censura por el decreto 349, la huelga de hambre del movimiento San Isidro, las protestas del 27 de noviembre de 2020 y el 27 de enero de 2021, las condenas injustas y desmedidas a los artistas Luis Manuel Otero Alcántara y Maykel Osorbo, la represión del 11 de mayo de 2019 a los colectivos LGBTIQ+, la detención arbitraria y limitación de movimiento a periodistas y activistas. Durante su mandato el país ha enfrentado una aguda crisis sanitaria y la mayor ola migratoria de su historia, que no deja de desangrar al país. Casi 200.000 cubanos han abandonado la isla en los últimos 11 meses, y al menos 178.000 han ingresado a Estados Unidos. El éxodo no parece detenerse.

Tras el estallido social del 11 de julio de 2021, cuando ya muchas voces públicas se habían alzado, el día 16 de julio Michelle Bachelet emitió un breve comunicado en el que expresaba: «Es especialmente preocupante que haya personas supuestamente retenidas en régimen de incomunicación y personas cuyo paradero se desconoce. Todos los arrestados por ejercer sus derechos deben quedar libres sin demora […]. Insto al Gobierno a abordar los reclamos de los manifestantes a través del diálogo y a que respeten y protejan plenamente los derechos de todas las personas». En el mismo comunicado pidió el fin de las sanciones a Cuba, «dado su impacto negativo en los derechos humanos, incluido el derecho a la salud». Fue todo.

El silencio frente a la represión

A pesar de esto, de lo significativo de las protestas y del saldo de la represión que mantiene hoy a cientos de personas privadas de libertad por manifestarse, Michelle Bachelet no incluyó luego a Cuba en su informe global sobre los países que violan los derechos humanos presentado ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en septiembre de 2021. Sin guardar debida proporción, aludió incluso a protestas ocurridas —sin mayores traumas— en la democrática Europa y a eventos remotos del Sur global. Señaló, incluso, las graves situaciones de Nicaragua y Venezuela, pero nada más sobre Cuba. Ni lo cualitativo ni lo cuantitativo provocaron reflexión pública alguna de la alta comisionada.

Durante todo ese tiempo, una coalición de organizaciones de derechos humanos de la región se mantuvo dirigiéndole comunicaciones, en público y en privado, sobre la crisis en la Isla. Con posterioridad, una delegación de activistas cubanos, varios de estos con una postura ideológica progresista, se reunieron con ella. El silencio y la frialdad de Bachelet contrastó con el respeto dialógico sostenido hacia ella por sus interlocutores.

Las justificaciones esgrimidas por funcionarios de la ONU y simpatizantes de la expresidenta, de que estaba en marcha una política de gestiones discretas, se han visto contrariadas por los hechos. A la postre, Cuba no apareció siquiera en el discurso de despedida de su cargo.

Sea por nostalgia de militancias pasadas, por compromisos de sus formaciones políticas o por temor al chantaje del gobierno cubano y sus redes de simpatizantes, personajes como Michelle Bachelet continúan su vergonzoso silencio, sus susurros incómodos, sus lugares comunes. Semejantes actitudes, en el momento actual, adquieren ya ribetes de complicidad activa para con la represión. No hay argumento ideológico, técnico, jurídico, programático o, mucho menos, ético, que las justifique.

Abogada y politóloga. Doctora en historia y estudios regionales. Investigadora nivel C del Sistema Nacional de Investigadores de México. Miembro de la Red de Politólogas. Fundadora y codirectora de Gobierno y Análisis Político AC (GAPAC). Posdoctorante en la UNAM, ENES León.

 

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