Sería una necedad pretender que el pueblo no puede cometer errores políticos. Puede cometerlos, y graves. El pueblo lo sabe y paga las consecuencias; pero comparados con los errores que han sido cometidos por cualquier género de autocracia, estos otros carecen de importancia. Calvin Coolidge.
La Real Academia Española nos señala que equivocarse es tomar desacertadamente algo por cierto. Es menester admitirlo, para tener buen juicio en política, hay que empezar por reconocer los errores.
Reconocer un error propicia a que se olvide. Particularmente en política, donde olvidar es tan fácil. La vida no es un acierto, sino más bien una siembra de errores. Y el no reconocer un error en tales menesteres acarrea más problemas.
De manera permanente, la sociedad penaliza, castiga o critica con dureza el error, más aún si se incurre en el error político. Si para un ciudadano de a pie errar es humano, para un político que se resiste a aceptar sus desaciertos, errar es una contingencia. Son errores que no matan. Pero marcan, postergan, y dividen, por aquello que la humildad es la virtud imprescindible para rectificar los errores, pero escasea en quienes detentan el poder o aspiran tenerlo.
Sin embargo, el filósofo chileno Humberto Maturana – como lo mencionaba recientemente Juan Guaidó – defiende la incorporación a los derechos humanos del derecho a cambiar de opinión; del derecho a irse sin que nadie se ofenda, y del derecho a equivocarse. La argumentación de Maturana se basa en que si uno no tiene derecho a equivocarse, no tiene cómo corregir los errores porque no tiene modo alguno de verlos. “Si nos podemos equivocar, significa que podemos probar infinitamente en vez de quedarnos paralizados en un lugar tan “seguro” como inerte, dónde nunca se genera algo nuevo. Sin equivocaciones, estaríamos condenados a una eterna repetición de lo mismo…”
Pero, para quien ha sido considerado el precursor de la ciencia política- el florentino Nicolás Maquiavelo- las decisiones políticas, para servir de algo, deben regirse por unos principios más implacables que los que son aceptables en la vida diaria, para luego apuntalar aquella sentencia certera: … “El principal error en política es confundir los deseos propios con la realidad”.
Un político que se precie de tal – y que sea considerado un verdadero político- debe evitar que le guie la pasión, y menos las sustentadas por el rencor, el odio, el resentimiento, la vanidad, el orgullo o la soberbia; no debe reaccionar sin reflexión, simplemente movido por el instinto ante las circunstancias que se le presenten. Se espera de él la serena reflexión y la segura objetividad que le permitan, luego de analizar las consecuencias que pudiesen presentarse de las decisiones que habrá de tomar. Que acepte la posibilidad de estar equivocado, que entienda que también los otros pueden equivocarse, pues como humanos, somos algo más que nuestros errores. Y sobre todo, tener siempre presente aquella máxima que nos advierte que quien mucho habla mucho yerra.
Hace muchos años lo advertía el filósofo argentino Mario Bunge que el error es tan común en política como en ciencia, pero la corrección del error es menos frecuente en política que en ciencia, porque al político común le interesa más el poder que la verdad.
Como nación, tenemos los venezolanos el pésimo hábito de meter en el baúl del olvido todos esos aspectos que nos empujaron al barranco donde hoy nos encontramos; malas costumbres las nuestras de obviar, eludir los errores cometidos, sin procesarlos y, por ende, sin aprender de ellos. Se dice que en política la percepción pública lo es todo. Hoy la percepción es que la oposición venezolana está dispersa y fracturada.
Sin embargo parece que se ha transformado en hábito del estamento político pretender hacer coincidir el silencio de la sociedad con sus errores, olvidando que la confianza dista mucho de tal cometido. Tal vez fue la intención pedagógica de Séneca al dejarnos este vigente proverbio: Errare humanum est, perseverare auten diabolicum (Errar es humano, perseverar -en el error- es diabólico).
La sociedad cuenta también con la facultad de tomar la determinación sobre asuntos pertinentes a la política. Se pronuncia en libertad cuando elige a sus líderes. Y frecuentemente se equivoca. Sobre grandes errores se ha soportado el proceso histórico de nuestra democracia, no por el hecho de votar, sino porque se hace creer que las mayorías no pueden equivocarse. ¿Cuántas veces no he escuchado aquello de Vox Populi, Vox Dei? No podemos inferir de esta realidad que tiene el derecho de equivocarse, porque ello de alguna manera implicaría asignar legitimidad a la equivocación. No. Debe procurar no cometer errores. Y cuando los comete, debe empeñarse en enmendarlos; tal como dice el saber popular, equivocarse tiene algo muy positivo: la oportunidad de rectificar. Una vez más se nos presentan oportunidades para rectificar los muchos errores del pasado, equivocaciones y desaciertos que por cierto, no son exclusivos del estamento político.