Aún permanece vigente el fantástico discurso de Eleanor Roosevelt, primera dama de Estados Unidos y gran activista por los derechos civiles, en una Asamblea General de la ONU. Roosevelt había participado en la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DD.HH.) y justo le tocaba presentar en plenaria el texto final para su aprobación. En sus palabras reconoció las diferencias que había en un mundo que empezaba a partirse en dos bloques con proyectos totalmente antagónicos, pero fue enfática al decir que pese a esas discrepancias se habían encontrado el consenso necesario para promulgar lo que sería “la Carta Magna de la Humanidad”. Cuarenta y ocho Estados, a pesar a sus diferencias étnicas, religiosas, políticas, culturales, históricas y sociales, se unieron para apoyar aquel pronunciamiento cuyo propósito era poner en el centro al ser humano. Naciones enteras decidieron poner a un lado los debates sobre las visiones políticas, para por medio de un pacto reconocer que los DD.HH. estaban por encima de cualquier frontera, así como de cualquier ideal político, pues constituían una base fundamental de ese nuevo mundo postguerra.
70 años después somos testigos de una nueva reunión de la ONU, donde el compromiso con los DD.HH. sigue siendo el foco de atención de los Estados. En un ambiente signado por las tensiones geopolíticas, el deterioro de la democracia, el asedio a los DD.HH., las crisis migratorias y el intenso debate sobre el planeta y las energías fósiles se ha desarrollado el 77º Período de Sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York. En este 2022, como era de esperarse, el conflicto en Ucrania ha tenido la mayor atención dentro de la agenda de discusiones, precisamente porque está teniendo un impacto directo en los Derechos Humanos. Millones de ucranianos han salido despavoridos de su territorio, buscando refugio de las bombas que emplea el régimen de Vladimir Putin en una guerra sin precedentes en este siglo.
En medio de esta agenda volcada a la situación de Europa del Este, el tema venezolano se abrió paso, y fue materia de los discursos de varios líderes latinoamericanos. Los presidentes de Chile, Brasil y Ecuador hicieron referencia en sus discursos al drama migratorio por el que atraviesa la región, producto del éxodo de casi 7 millones de venezolanos que han abandonado el país a causa de la crisis generada por el régimen de Nicolás Maduro. Los presidentes de estos tres países denunciaron el incremento de la migración venezolana, así como los desafíos presupuestarios que supone esta crisis sin precedentes para Estados que recién comienzan a recuperarse de los estragos de la pandemia. En medio de la agenda de la Asamblea General, el presidente de Chile, Gabriel Boric, participó en una conferencia en la Universidad de Columbia, donde declaró que le enoja que desde la izquierda no se condenen las violaciones a los DD.HH. en Nicaragua y Venezuela. La posición del mandatario latinoamericano pone el acento en un tema que venimos enmarcando desde hace tiempo: la no ideologización de los temas humanos. El no tener un doble estándar para pararse firme y alzar la voz frente al sufrimiento de millones de personas. Da igual si las violaciones a los DD.HH. ocurren en El Salvador a si ocurren en Venezuela o Nicaragua. Al ser un tema que involucra a humanos no debería tener fronteras, tampoco doble rasero. Los dirigentes de izquierda deberían condenar sin titubeos, dejando atrás el mito de la revolución, que en Venezuela millones de personas padezcan carencias de todo tipo por un modelo político que fracasó estructuralmente, y llevó a uno de los países más prósperos del continente a un terreno de ruina sin paragón, donde 96% de la población vive bajo el umbral de la pobreza.
Para la izquierda democrática deslindarse de Maduro dejó ser una opción para pasar a convertirse en una obligación. Ya no es un tema de interés electoral, sino un asunto de su propia supervivencia moral. La tragedia venezolana no puede seguir viéndose como un conflicto ideológico entre dos partes, menos después del informe de la Misión de Determinación de Hechos de la ONU que mostró cómo la ignominia y la crueldad se han apoderado de quienes ejercen el poder en Venezuela. Se trata de un escrito que aglutina dos dimensiones gravísimas de las violaciones a los DD.HH. en Venezuela. Por un lado, la maquinaria de torturas que reposa dentro de los organismos de inteligencia venezolanos, sometiendo a las víctimas a asfixia con barriles de agua, descargas eléctricas, golpes en las costillas, prohibición de la alimentación, negación de la luz natural, goteo de agua durante toda la noche y violencia sexual para obligarlas a forjar declaraciones autoincriminatorias. Y por otro, el fenómeno del sur de Venezuela conocido como ecocidio del Arco Minero del Orinoco, donde los grupos armados están actuando con total impunidad gracias a la alianza que mantienen con la dictadura para desarrollar la minería ilegal y abusar laboral y sexualmente de la población que reside en dicha zona.
En esta misma línea, la misión de la ONU identificó 832 muertes violentas de personas en manos de fuerzas de seguridad del Estado, 107 víctimas de torturas y tratos crueles, 141 personas que fueron detenidas arbitrariamente y más de 90 casos que suponen desapariciones forzosas. Son números escalofriantes que ameritan un tratamiento serio para comprender que en Venezuela se instaló un régimen que desconoce todos los principios que protegen la dignidad humana, que estamos frente a un régimen que ya se coló dentro de las dictaduras más sangrientas e inhumanas de la historia, al ser la primera en América Latina a la que se le abre una investigación en la Corte Penal Internacional por crímenes de Lesa Humanidad.
Por primera vez en la historia de nuestro país se ha responsabilizado individualmente a miembros de la dictadura como autores intelectuales de estas violaciones de DD.HH. En el informe de la ONU Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Tarek El Aissami y Delcy Rodríguez aparecen reseñados como los cabecillas de un Estado que promueve las torturas y los tratos crueles.
Ante semejante aparato de violación de DD.HH. y ante la falta de un sistema de justicia independiente, la acción internacional constituye un esfuerzo irremplazable. Es un deber de la comunidad internacional renovar el mandato de la Misión de la ONU para continuar documentando los crímenes de la dictadura y así garantizar que los miembros de la cadena de mando del régimen de Maduro rindan cuentas por los atropellos cometidos contra miles de venezolanos. Pero hay que ir más allá de la documentación, hay que lograr que estas prácticas aberrantes terminen y que las víctimas puedan encontrar el camino hacia la verdad, la justicia y la reparación. Para alcanzarlo, hay que unificar la voz de las democracias del mundo, desideologizando la discusión y poniendo al ser humano en el centro. Hay que construir un frente común que presione para lograr un cambio político en Venezuela que permita reinstitucionalizar el Estado y dar al traste con el régimen antiderechos humanos que rige en este momento.