El éxito relativo (25 por ciento de los votos) del partido Fratelli d’Italia en las elecciones legislativas ha provocado una emoción excesiva en todos los medios de comunicación europeos de mentalidad socialista, como si Mussolini hubiera vuelto al poder en Roma. A Giorgia Meloni, líder de esta nueva mayoría denominada de extrema derecha, se la califica de neofascista o posfascista. Al convocar a los fantasmas del pasado, añadiéndoles la acusación de extremismo, los analistas políticamente correctos descalifican a priori al futuro Gobierno italiano. Olvidan mencionar que estará constituido por una alianza frágil, donde habrá veteranos de la política, como Silvio Berlusconi, el magnate de la televisión comercial. No siento especial simpatía por Berlusconi o por Giorgia Meloni, pero me preocupa que se les tilde de fascistas de antemano y se les atribuyan las peores intenciones del mundo. Sabemos, en todo caso, que Giorgia Meloni está a favor de la permanencia de Italia en Europa y en la zona euro y que apoya a Ucrania contra Putin. ¿Es esto realmente un programa fascista?
Dados los débiles poderes del Estado central en Italia, el desprecio de la población hacia la clase política, la no aplicación de las leyes y la fragilidad de todas las coaliciones, este nuevo Gobierno será probablemente ruidoso, pero tan impotente como sus predecesores desde hace cincuenta años. De todos los países de Europa, Italia es ciertamente el único en el que la sociedad se las arregla mejor sin el Estado, y la gente vive bastante bien, mientras se desentiende de pagar sus impuestos.
No, Mussolini no ha vuelto, como tampoco Franco detrás de Vox o el mariscal Pétain a la sombra de Marine Le Pen. En cambio, es innegable que lo que se denomina extrema derecha está en auge en toda Europa, como han ilustrado recientemente las elecciones en Francia, Suecia, Italia, Hungría o Polonia. Es este fenómeno el que debe explicarse, en lugar de demonizar a los votantes y a sus representantes.
Comencemos con el vocabulario. La izquierda ha decidido que esta derecha es extrema; ¿por qué extrema? Nacionalista sería quizás una denominación más acertada, ya que estos partidos anteponen la nación a Europa, la identidad nacional al multiculturalismo y una visión conservadora de esta identidad, que desconfía de los inmigrantes y del multiculturalismo. Esta reacción nacionalista o identitaria es el resorte principal del éxito de estos partidos, abusivamente denominados de extrema derecha.
Este resorte es a la vez psicológico, económico e ideológico. Psicológico, porque podemos entender que un italiano, educado en el respeto a la religión católica y a los valores tradicionales de la familia, se sienta agredido por el bombardeo mediático, intelectual y político que pretende hacer tabla rasa del pasado. Votar a Fratelli d’Italia no es pedir ayuda a Mussolini, sino recordar que el pasado familiar no era necesariamente odioso.
El mismo resorte psicológico explica la desconfianza hacia la inmigración cuando se trastornan las tradiciones, se las relativiza e incluso se las ridiculiza en nombre del multiculturalismo. Esta inmigración contribuye también al nerviosismo económico de una parte de la población, la más modesta, que ve cómo sus ingresos se estancan y se desespera por el futuro de sus hijos. El hecho concreto e innegable de que la inmigración y la Unión Europea son factores más bien positivos de crecimiento se desconoce, porque el nivel de educación económica en Europa es inferior a cero.
Por último, o quizás ante todo, los votantes nacionalistas rechazan el dogma socialdemócrata que la izquierda sostiene y que domina todos los discursos públicos, políticos, académicos y mediáticos. Estos socialistas, ahora relevados por los ecologistas, ya han hecho su trabajo, a veces útil, creando ayudas contra la pobreza, desarrollando la solidaridad colectiva y haciéndonos tomar conciencia del medio ambiente. Pero este trabajo ha quedado atrás y ya no ofrecen nada. Peor aún, pretenden añadir reglas a las reglas, asfixiando a la sociedad y multiplicando los efectos perjudiciales; idealizan a todas las minorías por ser minorías, anteponen la ociosidad al trabajo, el Estado a la libre empresa y los derechos de los árboles a los derechos humanos.
Lo más insoportable de esta izquierda dominante es su pretensión de encarnar el Bien, una auténtica impostura moral. Como yo soy el Bien por definición, nos dice la izquierda, todo lo que se oponga a mí es necesariamente diabólico y extremo. Al final, sin nada más que decir, excepto repetirse, y sin nada más positivo que aportar a nuestra sociedad, esta izquierda es deprimente, pesimista y refractaria al progreso; se ha vuelto, en una palabra, reaccionaria. Hoy es la derecha –extrema o no– la que es alegre, progresista y optimista.
El cuadro que pinto aquí no es partidista. No pertenezco a ningún partido, pero considero que es una fotografía objetiva del panorama electoral en Europa. Sigo convencido de que el mejor destino posible y deseable para la humanidad es la democracia liberal, como escribió Francis Fukuyama en 1989. Pero hay que reinyectarle el sentido de identidad nacional y el respeto a las tradiciones, que es a lo que nos invitan los votantes nacionalistas. Esta exigencia no tiene nada de extremista (ABC)