Uno se imagina un libro de la cocina del Táchira delgado y templado como su gente, por Alberto Soria

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Leonor Peña

El título y el tamaño del libro lo toman a uno por sorpresa. Uno se Imagina la cocina del Táchira delgada y templada como su gente. Más tipo fascículo o suplemento dominical. Sin embargo La Cocina Tachirense, de Leonor Peña, es un libro gordo de 515 páginas sin fotografías.

De allí el desconcierto. Hasta que se llega a la página 37. Que comienza con una cita que ya quisiera para sí Fedecámaras: “El tachirense come porque trabaja, trabaja porque come”. San Pablo dijo algo parecido. Pero esto de los tachirenses está mejor. Porque los explica y diferencia.

Los explica como gente de tesón histórica. Y los diferencia como los venezolanos que más veces se sientan a la mesa. El hábito convertido en tradición, no había sido contado tan al detalle como lo hace ahora Peña, con el respaldo docto y meticuloso de las investigaciones de Luis Felipe Ramón y Rivera e Isabel Aretz.

“Los montañeses tenemos ‘nuestros tres tempranos’, explica la autora: levantarse temprano, comer temprano y acostarse temprano”.

El libro permite comprender cómo, en esa región de Venezuela, el esfuerzo cotidiano recibe refuerzo sostenido. Existe una metódica disciplina del sabor. A lo largo de la jornada, el tachirense desayunará antes de que salga el sol, con café. O con sopa, como otros pueblos andinos. A las medias nueve, a la media mañana o a las once tendrá una taza con mazamorra de maíz, o aguamiel con leche en la mano y unos trozos de queso blanco frito.

Almorzará rigurosamente al mediodía. Sopa, asopados, hervidos y hortalizas entre semana. Sancocho tachirense, mondongo o “mute” los domingos. Cuando entre las cuatro y las cinco de la tarde el hambre o la fatiga vuelven a atacar, comerá “el puntal”, que puede ser una taza grande de café con leche, queso fresco o mantequilla. O café negro con aguamiel, o chocolate con tortas caseras y pasteles.

Temprano estará después cenando. Arepas, guisos, arroz, macarronada tachirense, sofrito de cebolla, mientras se bebe aguamiel con leche o café con leche.

Entrada la noche, con el frío, llega “el taquito” que algunos llaman sobremesa y otros “buenas noches”. La despedida de la mesa antes de ir a la cama puede incluir desde un chocolate espeso con un chorrito de brandy, a una “caspiroleta” (Infusión de leche, huevo, brandy o ron) y pan tostado.

Pueblo a pueblo, recogiendo recetas de memoriosas cocineras o pescando de vez en cuando preparaciones meticulosamente registradas encuadernos, Ramón y Rivera e Isabel Aretz le permitieron a la autora no sólo reconstruir costumbres, sino tratar de codificar afanes de cocina.

Así Leonor Peña encuentra en los fogones tachirenses las raíces del manejo sabio del maíz convertido en sopas, mazamorras, hallacas y arepas. Y el del trigo convertido en pan con la influencia de españoles, italianos, alemanes, franceses, corzos y lugareños, cosa que documenta en nada menos que seiscientas -600- páginas de recetas.

San Cristóbal nació en la cartografía española corno “El valle de las auyamas”. De allí los doce platos y postres típicos de la región que uno lamentablemente no comerá en Caracas. En los aburridos y siempre Iguales carritos de postres de los restaurantes capitalinos, donde sobra la crema pastelera y falta el sabor nacional, jamás encontraremos la famosa torta de auyama de Villorra, ni los sorbetes, ni el pastel.

Por eso los tachirenses sufren memoriosamente sus yantares. Como inmigrantes en su propio país, la mesa nacional no reproduce sus antojos. Marcados desde la Infancia por tradiciones que han convertido al esfuerzo en sudor y disciplina, alimentado cada cuatro horas por sabores heredados, se refugian en los historiadores encabezados por Ramón J. Velásquez, para mantener vivas ganas y memorias.

Que el ejemplo cunda, piensa uno al cerrar el libro de Leonor Peña. Ensayista, narradora y poetisa, la arropan en su empeño, tradiciones, productos y orgullos regionales.

Ahora lo que falta es que esa heredad se enseñe en las escuelas. Y que el Ministerio de Turismo, con el arrojo que lo caracteriza, se atreva a exhibirla en Chichiriviche, Canaima y Porlamar.

En Venezuela toda.

 

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