Era una plácida tarde de domingo, y con la reciente entrada del otoño disfrutábamos del fresco y las temperaturas agradables de las que el verano más caluroso que muchos recordamos nos había privado en los últimos meses. Todo en calma: un ambiente idílico para pasar las últimas horas de la semana. Pero –con todo lo que ese «pero» conlleva–, en un momento dado, encendiste la televisión o abriste Twitter y, seguramente, diste con la noticia: «Europa en vilo ante la victoria del fascismo en Italia». De repente, la calma deviene en desasosiego y una idea copa los titulares de las tertulias y los periódicos sobre el futuro de la democracia: «¿Se volvieron fascistas los italianos? ¿Por qué se radicalizaron tanto?».
En efecto, Fratelli d’Italia –un partido prototípico de derecha radical (populista) liderado por Giorgia Meloni, política que mantuvo vínculos con movimientos neofascistas– se ha convertido en la primera fuerza política, y la coalición derechista, que también aglutina a la Lega de Salvini y la Forza Italia del sempiterno Berlusconi, se ha hecho con más del 40% del voto, lo que le reporta en torno al 60% de los escaños en juego, dada la desproporcionalidad del sistema electoral italiano.
¿No estaban entonces en lo cierto los titulares que el domingo subrayaban el abrazo del electorado italiano a las ideas «neofascistas»? No, y por varias razones. La más evidente, desde un punto de vista empírico, es que basta realizar un primer análisis de los flujos entre partidos para observar que Fratelli d’Italia apenas ha conseguido apoyos fuera del espectro ideológico de la derecha. Es más, resulta muy probable que los pocos votantes que proceden del Movimento 5 Stelle (M5S) lo hagan de su flanco derecho, en tanto que ya sabemos que el M5S –en su afán por transgredir el tablero político y desmarcarse de las etiquetas tradicionales de «izquierda» y «derecha»– consiguió acoger en sus filas a muchos derechistas desencantados con el establishment, derechistas prestados que ahora podrían haber decidido volver a casa ante el viraje izquierdista del M5S.
Lo que hoy vende Fratelli d’Italia es el mismo pack estratégico de ideas que ya hicieron triunfar a la derecha radical en los años noventa
¿Y qué pasa con los votantes de la derecha que se han pasado a Fratelli? Después de todo, se trata de una cuarta parte de las personas que se molestaron en acudir a las urnas (y no una cuarta parte del electorado o una cuarta parte de los italianos, por cierto). Sus preferencias políticas sí parecerían haberse fascificado. Pues tampoco, y para explicarlo hay que remontarse algo atrás: en 1994, Berlusconi comprendió que en torno a la mitad del electorado italiano votaría por una piedra si ello garantizaba que la izquierda no llegase al poder. De ahí que llevara al Movimiento Social Italiano y a la Lega de Bossi por primera vez al gobierno: una manera de cumplir con lo que, percibía, era el sentir de esos votantes. La obsesión de ese electorado por aislar a la izquierda en la oposición puede gustar más o menos, pero en ningún caso convierte en «fascista» a dicho electorado, sobre todo si tenemos en cuenta que su prioridad era bajar los impuestos y reducir el tamaño del Estado, algo difícilmente calificable como fascista.
Algo similar ocurre hoy. En las últimas semanas, Meloni –con el mismo atino que Berlusconi en su día– ha basado su campaña en las ideas de seguridad, la exaltación de lo nacional y la coherencia con ciertos valores tradicionales; todo ello sin dejar de lado su compromiso para consolidar un sistema impositivo más laxo, por supuesto. El electorado derechista, cuya inmensa mayoría siempre votaría al bloque de la derecha, ha estudiado lo que se le ofrecía, concluyendo, al menos aparentemente, que la mejor apuesta para formalizar un gobierno decididamente derechista que persiga los compromisos políticos adquiridos en el programa de la coalición pasaba por reforzar a Meloni. De hecho, lo que hoy vende Fratelli d’Italia es el mismo pack estratégico de ideas que ya hicieron triunfar a la derecha radical en los años noventa: un «Estado pequeño», que baja impuestos, cuida de la clase media y deja que el mercado haga su magia, junto con la revalorización del orgullo nacional y el nativismo. Es lo que el politólogo alemán Herbert Kitschelt denominó en su día «fórmula ganadora» de la derecha radical. De este modo, ni los italianos comenzaron a comulgar de repente con las ideas neofascistas, ni sus hijos se verán obligados a cantar el «Faccetta Nera» en los colegios.
Pero hay otra razón, menos contingente a la coyuntura italiana y con implicaciones normativas más profundas, que explicaría por qué la victoria de Meloni no refleja per se una mayor connivencia de los italianos con las ideas neofascistas. El gran elefante en la habitación. Y es que la propia lógica de esos titulares que hablan de la victoria de Fratelli como reflejo de la fascificación del país está basada en la asunción de que, en efecto, las elecciones funcionan como mecanismos capaces de plasmar las preferencias políticas de un electorado relativamente bien informado. Una asunción que fue desmentida hace ya un lustro por los politólogos Christopher Achen y Larry Bartels en su obra Democracy for Realists. En ella demuestran empíricamente que el ideal de soberanía popular, encarnado en lo que ellos denominan la teoría folk de la democracia, se basa en expectativas poco realistas en torno al ciudadano medio, tales como la suposición de que los votantes poseen preferencias políticas distintas, son conscientes de esas preferencias, están bien informados sobre las diferentes alternativas políticas que se presentan en cada ciclo electoral, son capaces de escoger el candidato que más se acerca a sus propias preferencias y, finalmente, votan por su candidato preferido. Asumir que el auge electoral de Meloni deriva de un proceso de selección de candidatos elegidos en función de su cercanía ideológica con el electorado –y, por tanto, de las inclinaciones neofascistas de un 26% de los que acudieron a votar– parece, cuanto menos, osado.
La identificación con un partido político no viene determinada por la ideología y las preferencias políticas, sino por la identidad
Y es que puede que llevemos tanto tiempo contaminándonos con la idea de que las elecciones son una expresión de las inclinaciones de la ciudadanía que hemos obviado lo que la evidencia parece indicarnos. A saber: que la identificación con un partido político y el potencial voto al mismo no vienen determinados, en esencia, por la ideología y las preferencias políticas, sino por la identidad social y el apego a un grupo. Es lo que Achen y Bartels llaman «teoría grupal de la democracia».
La idea no es del todo nueva: su fundamento psicológico ya se vislumbra entre los párrafos de Federalist No. 10, de James Madison, donde este autor reflexiona sobre la tendencia del ser humano a formar grupos, a establecer sólidos vínculos con ellos, a articular identidades del tipo «nosotros» y «ellos», y a dejarse guiar por sus emociones antes que por la razón. En el caso de Italia, de hecho, el apego emocional a un grupo poseedor de alguna identidad social y el subsecuente apego a un candidato político basado en la congruencia identitaria con el mismo podría no solo explicar el apoyo electoral a Meloni, sino también la feroz oposición contra ella y el apego de otros grupos (como las minorías y los extranjeros) a los candidatos del bloque de la izquierda. Del mismo modo que, en las elecciones presidenciales estadounidenses de 1960, el 83% de los votantes católicos declararon haber optado por John F. Kennedy, el primer candidato católico desde Al Smith en 1928, no es extraño que la donna, madre, cristiana e italiana haya conseguido aglutinar grandes cotas de apoyo entre grupos cristianos y patrióticos que, con independencia de sus posiciones (si las tuvieran), se sienten apelados y, sobre todo, identificados con las proclamas religiosas y nacionalistas de la candidata.
Sostener que el 26% de los italianos tiene inclinaciones fascistas ignora por completo el sentido real de las elecciones en los regímenes democráticos
En definitiva, el mérito de Meloni podría radicar en su capacidad para haber activado con éxito la identidad de ciertos grupos que han visto en ella un atractivo activo con el que identificarse congruentemente; sostener que el 26% de los italianos que se acercaron a votar tienen hoy inclinaciones fascistas, además de antojarse más complicado, ignora por completo el sentido real de las elecciones en los regímenes democráticos. En esta línea, resulta crucial dar a conocer, extender y, en suma, democratizar esta versión del concepto de democracia. Por un lado, porque favorecerá la matización –si no la evitación– del tipo de titulares que nos alarmaron a todos el pasado domingo. Por otro, porque parece un paso ineludible en el proceso de repensar nuestras democracias.
Que el voto esté definido por las identidades sociales –y no tanto por la ideología o preferencias individuales– supone que, quizá, habríamos de cambiar el foco si queremos optimizar el potencial de la democracia como legítimo régimen de convivencia. Quizá ya no resulte tan importante cuán bien informado esté el votante, sino más bien hasta qué punto los colectivos sociales son capaces de organizarse, de coalicionar entre sí y de enviar las indicaciones oportunas a sus miembros sobre por qué partido optar. Sería interesante, en cualquier caso, que esto formara parte de una reflexión social conjunta, y para ello es imprescindible democratizar el concepto de democracia (Ethic)
Investigador doctoral y profesor del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas (ICAI-ICADE).