En estos días en que se nos propone el individualismo y el “Sálvese quien pueda”, como medios de alcanzar la plenitud personal, es urgente que promovamos la solidaridad. Educar en y para la solidaridad supone despertar la responsabilidad, la compasión y el sentido de justicia. En palabras de San Juan Pablo II, “la solidaridad es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, el bien de todos y cada uno para que todos seamos responsables de todos”. La solidaridad verdadera nos libera de la demagogia y la retórica, de la ambición y el egoísmo, del afán de poder y de tener. El dinamismo de la solidaridad comienza cuando el otro deja de ser extraño y entra a formar parte de nuestra vida, de nuestros sentimientos, preocupaciones y ocupaciones. Tenemos que empezar a sentir el hambre de los otros como nuestra propia hambre; los golpes a los que protestan y reclaman sus derechos esenciales como si nos los dieran a nosotros; sufrir con los desvalidos su inseguridad, falta de medicinas y ausencia de servicios público; y trabajar por superar los problemas de la injusticia, la miseria y la desesperanza. Solo cuando las personas aprenden a ver, sentir, y sufrir por los demás, podemos hablar de una educación que empieza a transformar vidas. La ausencia de esa capacidad de encuentro profundo con los semejantes no sólo es reflejo de una educación distorsionada, sino que es también la causa de que la sociedad siga sin desarrollar una auténtica cultura de derechos humanos.
Educar en y para la solidaridad implica trabajar para establecer un país y un mundo donde todos podamos vivir con dignidad. Por ello, exige no sólo ponernos al lado de los que sufren cualquier discriminación o maltrato, sino también en contra de quienes excluyen y oprimen, o acaparan y derrochan los bienes públicos que pertenecen a todos.
Educar en y para la solidaridad va a exigir también educar en y para la austeridad, la sencillez, el compartir y el adecuado aprovechamiento de los recursos, para que comprendamos que nuestro planeta tierra no aguanta tanta destrucción, y que el desarrollo consumista, depredador y egoísta no es sustentable.
Si queremos educar en y para la solidaridad y no meramente hablar de ella y proclamarla, los educadores debemos organizar las aulas y centros educativos como espacios en los que se viva la solidaridad. Esto exige combatir la cultura del individualismo, donde se enseña a competir más que a compartir y donde cada alumno busca su éxito particular sin importarle el fracaso de los demás, y fomentar el servicio, la cooperación, y la ayuda especial a los alumnos más necesitados. Sólo si logramos que todos los alumnos se involucren en los aprendizajes de todos y sean capaces de aportar su colaboración y tiempo en beneficio de los más necesitados o con mayores dificultades, estaremos educando en y para la solidaridad. En educación no debe haber lugar ni para los solitarios ni para los insolidarios que viven de espaldas a las necesidades de los demás.
En estos tiempos de escasez y penurias, educar en y para la solidaridad supone, también, revisar las exigencias de uniformes y útiles, las tareas para que no supongan gastos innecesarios y tratar de garantizar a todos los alimentos y recursos imprescindibles para posibilitar el aprendizaje. Y exige también trabajar para que en los centros educativos se viva un ambiente de inclusión, alegría y seguridad.
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