Pedro R. García: Relatos de erotismo y literatura

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El Retrato de una voz…

Como todo relato escrito en primera persona, es ante todo el retrato de una voz. Quiero dejar este ensayo ávido de su propio registro, de su propio seyo. No quitarle nada, por ejemplo, de sus inflexiones amables que parecen de otra época (lo parecían ya hace dos décadas). Trata de explicar sus inclinaciones como consecuencia de una infancia flexible dominada completamente por mujeres. Quizás no sea un punto de vista exacto en lo que le concierne, y sea importante desde el momento en que lo acepta, pero que (incluso también lo creía así todo el tiempo, solo que no recordaba con nitidez) ahora me parece la clase de explicación destinada a introducir artificialmente en el sistema psicológico de nuestra época, unos hechos que quizás puedan ser estimulantes de esta motivación. Ocurre lo mismo con la preferencia de cualquier intento de ensayo de no separar el amor del placer, su desconfianza hacia todo afecto que se prolongue demasiado. Es característica en un periodo donde su generación reaccionaba contra todo signo de exageración romántica: este punto de vista ha sido uno de los más extendidos en nuestro tiempo, cualesquiera que sean los gustos sexuales de los que lo expresan. Podríamos responder que el erotismo apartado de esa manera corre el riesgo de convertirse también en aburrida rutina; más aún, sabríamos decir que hay un fondo inclemente en esa preocupación por separar el placer del resto de las emociones humanas, como si no mereciese ocupar un puesto a su lado. Al tropezar con eya y asumir como motivación la búsqueda de una libertad sexual más plena y menos cargada de ficciones, y es cierto que esta es la razón más decisiva; sin embargo, eso no impide que se mezclen otras motivaciones más difíciles de confesar tales como el deseo de escapar a una comodidad y a una respetabilidad artificiales, de las que nunca se yega a ser, lo ambicione o no, el símbolo vivo. Que aparentemente atavía con todas las virtudes, como si, al acortar las distancias entre ambos, le fuese más fácil justificarse. A veces he pensado en su ausencia en componer una respuesta, sin contradecir en nada las confidencias de la esposa amante, nos aclarase ciertos puntos de sus aventuras, dándonos una imagen menos idealizada, pero más completa. He renunciado a eyo de momento. No hay nada más recóndito que una existencia femenina. Su relato sería seguramente más difícil de escribir que mi propia confesión. Para los que hayan olvidado el precario latín que aprendieron en bachiyerato, hemos de resaltar que el nombre del personaje principal está sacado de la segunda Égloga de Virgilio, de la que, por las mismas razones, Gide tomo su famoso tan controvertido personaje Corydon. A pesar de eyo,

la influencia de Gide fue débil sobre el narrador más bien debe haber sido (Georges Bataille en su seminal texto El Erotismo): la atmosfera casi promiscua y la inquietud por volver a examinar su conducta sexual le vienen de otra parte. Lo que yo encuentro en más de una de sus lecturas es la influencia comprometida y turbadora de Rilke, al que una feliz casualidad lo hizo conocer muy temprano. Generalmente nos olvidamos de la existencia de una especie de ley de difusión retardada que hace que los jóvenes cultos de 1860 leyeran a Chateaubriand más que a Baudelaire, y los de finales de siglo, a Musset más que a Rimbaud. En cuanto como narrador, a quien, por otra parte no pretendo ponerme como exponente característico, he vivido los años de juventud con una indiferencia relativa hacia la literatura contemporánea, debido primero su incursión en él (activismo político, lo más distante del quehacer literario) y en parte al estudio de la literatura del pasado (de tal forma que un Píndaro, por cierto bien torpe, precede en lo que podría señalarse como fuente de mis primeras expresiones en este campo, y en parte a una instintiva desconfianza de lo que podríamos señalar como valores de moda. Las grandes obras de Gide en las que, se trata abiertamente del tema que me incita, no me eran conocidas más que bien escuchadas; por eso su efecto sobre los relatos consiste mucho menos en su contenido que provocaron, en aqueya especie de discusión en todos los estratos no los publica para abordar sin vacilaciones el mismo tema. Desde el punto de vista formal, la lectura de los primeros libros de Gide me fue utilísima al probar que aún era posible emplear una forma puramente erótica del relato. Quizás, no me ha parecido demasiado exquisito o anticuada. Él evita caer en lo que la parece una trampa el de la novela propiamente dicha, cuya composición exige de su autor una variedad de experiencia humana y literaria. Lo que expresa no tiene por objeto reducir la importancia de lo que enuncia como escritor, que seguro no es moralista, y aún menos separar este escrito al margen de su pasión por lo que conoceremos ya en experiencias vividas y soñadas por esta mujer, unida a mí por un indisoluble amor, no hay intención de competir con obras contemporáneas de intención más o menos semejante, sino al contrario, aportarles el apoyo de una confidencia espontánea y de un testimonio auténtico. Algunos temas se respiran en el aire de un complejo tiempo; también está en la trama de una vida. Estos relatos nos confiesan el autor, amada mía, serán muy largos. He leído con frecuencia que las palabras delatan al pensamiento, pero me parece que las palabras escritas si se descontextualizan lo traicionan todavía más. Ya sabemos lo que queda de un texto después de dos traducciones sucesivas. Y, además, no sé cómo arreglármelas. Escribir es una elección perpetua entre mil expresiones de las que ninguna me satisface. Yo debería saber, sin embargo, que solo la música permite la coordinación de los acordes, Una carta, incluso la más larga, nos obliga a simplificar lo que no debiéramos hacer: ¡nos expresamos siempre con tan poca claridad cuando tratamos de hacerlo de una forma completa! Yo quisiera forjar aquí un esfuerzo, no solo de sinceridad, sino también de precisión; estas páginas recibieron muchas tachaduras: ya las contienen. Lo que yo te pido (lo único que puedo aún pedirte) es que donde estás puedes leerme que no saltes ninguna de estas líneas que me habrán costado tanto. Si es difícil vivir, es aún mucho más esforzado explicar nuestra vida. Quizás fue mejor que te marchaste sin decir nada, como si a mí me diera vergüenza o como si tú hubieras comprendido. Debería habértelo explicado en voz baja, muy lentamente, en la intimidad de una habitación, en esa hora sin luz en que se ve tan poco que casi nos atrevemos a confesarlo todo. Pero te conocía, amada mía. Eras muy compasiva. En un relato como este hay algo afligido que te hubiera podido inducir a turbarte; por haberte compadecido de mí, creerías haberme comprendido. Te conocía. Hubieses querido ahorrarme lo que tiene de humiyante una explicación tan larga; me habrías interrumpido demasiado pronto y, a cada frase, yo hubiera tenido la debilidad de esperar que me interrumpieras. También tenías otra cualidad (un defecto, quizás) de la que hablaré más adelante y de la que no quiero abusar más. Soy culpable para contigo y tengo que obligarme a establecer una distancia entre tu afecto y el mío. No se trata de mi destreza. No acostumbrabas a leer los temas que yo investigaba, pero amigos muy condescendientes quizás los señalan como muy tupidos, que viene a decir que mucha gente me alaba sin haberme realmente leído, otros sin conocerme y otros sin comprenderme. No se trata de eso. Se trata de algo en verdad más íntima (¿“puede haber algo más íntimo que estas semblanzas?) pero que me parece más íntimo porque lo hemos mantenido sutilmente. Cada palabra que escribo me aleja un poco más de lo que yo quisiera realmente expresar; esto prueba únicamente que me falta valor. También a lo mejor me falta senciyez. Siempre he creído que me ha faltado. Pero la vida no es plana y no es mía la culpa. Lo que me permite continuar aferrado a ti en la distancia y el tiempo muestra con certeza de que fuiste y eres feliz. Nosotros no simulamos y resistimos sin importar nuestras apariencias y nos arriesgamos a encontrar nuestro bálsamo en la sinceridad. Mi juventud, mi adolescencia más bien, fue absolutamente pura o lo que la gente ajusta en yamar así. Sé que una afirmación semejante siempre se presta a guiños maliciosos, porque ensaya generalmente falta de agudeza o falta de sinceridad. Pero creo no equivocarme y seguro de no mentir. Yo estoy persuadido de que es malo exponerse tan joven a tener que relegar toda a la búsqueda de la perfección de la que uno fue capaz entre los recuerdos de mi más lejano pasado. El niño que yo fui, astuto en apariencia y cándido, que temprano se evaporo no existe, y toda nuestra existencia tiene por condición la infidelidad para con nosotros mismos. Es peligroso que nuestros mismos fantasmas sean precisamente los mejores, los más queridos, aqueyos que más añoramos. Mi infancia está tan lejos de mí como la ansiedad de las vísperas de fiestas. Vacaciones o como la parálisis de esas tardes demasiado largas en las que permanecemos sin hacer nada, pero deseando que ocurra algo. ¿Cómo puedo esperar recuperar aqueya paz, si ni siquiera sabía darle un nombre? La he apartado de mi al darme cuenta de que no era todo mi “yo”. Tengo que confesar en seguida que apenas estoy seguro de añorar esa ignorada que más de las veces yamamos paz. ¿Qué difícil es no ser injusto con uno mismo? Repetía antes que mi juventud había transcurrido sin turbaciones. Así lo creo. Me he inclinado con frecuencia sobre aquel pasado un poco ingenuo y tan nostálgico. He tratado de recordar mis pensamientos, mis sensaciones, más intimas que mis pensamientos y hasta mis sueños. Los he analizado para ver si descubría en eyos algún significado inquietante que se me hubiera escapado entonces y para estar seguro de no haber confundido la insensibilidad del espíritu con la inocencia del corazón. Ahora conoces los prados y sabanas amaneceres y atardeceres en el campo, que dices que parecen los grandes pedazos de cielo gris caídos sobre la tierra, que se esfuerzan por regresar en forma de niebla. De niño me daban recelo. Comprendía ya que todas las cosas tienen su secreto, los estanques como todo lo demás, que la paz, como el silencio, es solo una superficie y que el peor de los engaños es creer que la vida será siempre esa tranquilidad. Mi infancia, cuando la recuerdo, se me aparece como una idea de quietud al borde de una gran impaciencia que ha sido así después toda mi vida. Estoy pensando en algunas circunstancias, demasiado poco importantes para contarlas, en las que entonces no me fije, pero en las que distingo ahora los primeros toques de alarma (estremecimientos de la carne y estremecimientos del corazón), como ese soplo de Dios del que hablan las Escrituras. Hay ciertos momentos de nuestra existencia en que somos, de manera inexplicable y casi aterradora, lo que yegaremos a ser más tarde. ¡Me parece, amada mía, haber cambiado tan poco! Recuerdo el olor de la yuvia entrando por una ventana abierta, un bosque de matas de naranjas y guamas bajo la bruma, una música de viejos boleros mexicanos y vayenatos que tías y tíos me hacían escuchar porque, imagino, les recordaba su juventud, incluso una clase particular de silencio que no he encontrado más que en esa etapa, bastan para borrar tantos pensamientos, tantos acontecimientos y penas que me separan de la infancia. Casi podría admitir que el intervalo no ha durado ni una hora, que solo se trata de uno de esos periodos de semisueño en los que yo me hundía con frecuencia en aqueya época, durante los cuales la vida y yo no teníamos tiempo para modificarnos mucho. Solo tengo que cerrar los ojos: toda esta exactamente igual que entonces. Me encuentro, como si nunca me hubiera dejado, con aquel muchacho tímido, hablador, muy reposado según mis tías, que no creía tener que ser compadecido y que se me parece tanto que sospecho, injustamente quizás, que sigue pareciéndose a mí en casi todo. No sé si me refuto, ya lo veo. Sin duda ocurre como con los presentimientos, uno se figura haberlos tenido porque hubiera debido tenerlos. La consecuencia más cruel de lo que esforzaré en yamar nuestras culpas (aunque solo sea para adecuar al uso) es que contaminan hasta el recuerdo del tiempo en que no has habíamos cometido. Esto es, precisamente, lo que me inquieta; porque, en fin, si me equivoco, no puedo saber en qué, y nunca decidiré si mi ingenuidad de entonces hubiese sido más grata, si no fuese por la iniciación temprana del sexo por damas que me superaba en edad, que por un tiempo me hizo tener pensamiento agri-dulces, que ahora disfruto y les agradezco, y que el dilema moral no es tal, era menor de lo que yo antes me aseguraba o bien somos absolutamente ahora menos culpables de lo que pensé en algún momento, solo que vivimos en una sociedad de disimulos e hipocresías, que también hay que asimilar.

Carnalidad en mi sueño…

 

En mi sueño surgió tu sensual figura con un descote escaso,

eras toda lujuria y carnalidad en la espesura;

y en lugar de ser mis manos, que sería el caso

era mi alma que apretaba tu cintura…

 

Eya, profana le fluía una pura,

fragancia que me solicitaba nuestro paso,

provocando en mi vehemencia de aventura

Colmando con su olor todo el espacio.

 

Rabiosa de deseo y de asombro

estrujaste tu rostro contra mi hombro,

pegándome a tu ser, en grato impulso,

aturdido intentaba yo, no sé un simulacro,

y en largo beso que te di convulso,

aprisione tu inflado pubis mientras palpaba

también tu hueso sacro…

Autor: Pedro R. García

Una acotación necesaria…

Los seres humanos menos cultivados y de extracción más humilde demuestran un conocimiento de lo viable, e incluso de la totalidad de lo posible, cercano, por su profundidad e intensidad, al de los grandes místicos. Para lo que solo se requiere cierta energía, disponible al menos en los primeros años de la edad adulta. Pero esa intensidad y esa profundidad van a la par con la estupidez, la vulgaridad, e incluso, justo es reconocerlo, con la ridiculez de los juicios que suelen formarse con respecto a lo posible experimentado en carne propia. Resulta de lo más normal: si por casualidad, alguien se encuentra en algún lugar de incomparable beyeza, y sin que lo consideremos una persona insensible se descubre incapaz de expresarse, a la vez que se produce en su mente esa concatenación de descaros de los que se nutren normalmente sus conversaciones, cuando se trata de la vida erótica, la mayor parte de nosotros se conforma con los tópicos más frecuentes. Su aparente incultura constituye una trampa en la que raro es no caer, convirtiéndose en motivo de indiferente desdén. Otras veces se niega su horrible apariencia para pasar del desdén al tópico: “No hay nada vergonzoso en la naturaleza”, afirman entonces. Sea como fuere, siempre nos las arreglamos para disimular semejante vacío intelectual en esos momentos en los que, sin embargo, teníamos la impresión de que el velo estaba a punto de rasgarse.

Temas como este que no es contemporáneo a pesar de que pensamos que está vedado en literatura, sin embargo, cuando hurgamos encontramos expresiones desde hace siglos, con plena expresión escrita. Cerca de veinte años han transcurrido desde que he manoseado mi interés acicateado por mi desenfadada esposa hoy ausente en su eterno desafío a la hipocresía y darles curso a estas publicaciones; durante este periodo las ideas, las costumbres sociales, las reacciones del público frente a este tema han ido modificándose, aunque menos de los que se cree. Algunas opiniones ejemplo mías han cambiado o creo que he podido hacerlo. Por lo tanto, vuelvo a insistir después de este largo intervalo, no sin cierta inquietud: he pensado y tropezado con la necesidad de hacer algunas transformaciones a este texto, el necesario balance de un mundo en marcha acelerada, por los cambios tecnológicos. Sin embargo, después de haber reflexionado mucho, estas modificaciones me han parecido inútiles, por no decir innecesarios; salvo en lo que concierne a inadvertencias de estilo, he dejado este relato tal como estaba por dos razones que en apariencia se contradicen: una es el carácter muy personal de una confidencia que está unida estrechamente a un entorno social, a una época y a un país hoy estremecido y quebrantado, impregnado de una irrespirable atmosfera, en la que sería imposible hacer señalamientos algo sin que se afectara la acústica de la narración; la segunda, al contrario, consiste en el hecho de que, viendo las reacciones que aun esto en la imperante hipocresía hoy provoca, esta narración tiene la intención de recoger y transmitir la actualidad e incluso ser del agrado para algunos. Esto no solo es verdad tratándose de amores prohibidos: lo es en el interior mismo del matrimonio, en las relaciones sexuales entre esposos en donde la superstición verbal se ha impuesto de manera más tiránica. El ensayista que trate de hablar con honradez de las aventuras eróticas, si deja que en su lenguaje primen las formas de la literatura fácil, que se suponen decorosas y que no son, en realidad, más que medio escrupulosas o medio impúdicas, apenas podrá escoger entre dos o tres procedimientos de expresión más o menos defectuosos e incluso inaceptables. Los términos del vocabulario científico, de formación reciente, destinados a pasarse de moda junto con las teorías que los apoyan, deteriorados por una difusión exagerada que pronto les quita sus cualidades de exactitud, que solo sirven para obras especializadas a las que están destinadas. Estas “etiquetas” navegan a contra vía del objeto de la literatura, que es la individualidad en la expresión. La concupiscencia, método literario que ha tenido en todo tiempo sus discípulos, es una técnica de choque que puede servir cuando se trata de forzar a un público afectado o hastiado a mirar de frente aqueyo que no quiere ver o que, por exceso anacronismos de las tradiciones, ya no lo hace. Su empleo también puede corresponder legítimamente a un afán de ablución de las palabras, de esfuerzo por devolver a vocablos indiferentes entre sí, pero maculados y descalificados por el uso, una especie de limpia y tranquila inocencia. Pero esta solución brutal sigue siendo una salida externa: el lector hipócrita tiende a aceptar la palabra incongruente como algo sugestivo, casi exótico, poco más o menos como hace un viajero de paso por una ciudad extranjera, permitiéndose la licencia de visitar sus bajos fondos. La voluptuosidad se agota rápidamente, forzando al que apela a eya a subir cada vez más de tono. Esto no obstante es aventurado para la verdad que los sobreentendidos de otro tiempo. La ferocidad del lenguaje nos engaña sobre la futilidad del pensamiento y (salvo algunas grandes excepciones) sigue siendo compatible con cierta resignación. Una tercera solución puede ofrecerse si se pretende ensayística: el empleo de la lengua lacónica, casi abstracta, que sirvió en Francia durante siglos a los predicadores, moralistas y también a los novelistas de la época clásica para tratar de lo que entonces yamaron “desvío de los sentimientos”. Ese estilo tradicional del examen de conciencia se presta también a enunciar los innumerables matices de un asunto tan complejo por su naturaleza como la vida misma, que un Louis Bourdaloue o un Jean Baptiste Massillon, que recurrieron a él para expresar la indignación a la censura, y un Laclos el libertinaje o la voluptuosidad.

He descubierto que las personas olvidan lo que dices y olvidan lo que haces, pero nunca olvidan lo que les hiciste sentir…

pgpgarcia5@gmail.com

 

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