Nacido en el año 1909 en la ciudad de Riga, Letonia, por ese entonces perteneciente al imperio ruso, Isaiah Berlín fue, de niño, testigo de la Revolución Rusa. Haber vivido de cerca toda la destrucción y el baño de sangre que significó la aventura revolucionaria, lo previno para siempre de cualquier doctrina propugnadora de violencia, destrucción y muerte. Y ése sería siempre el leit motiv de su obra: la búsqueda polìtica de una convivencia social necesariamente apoyada en el sentido común y en el equilibrio.
Sentido común y equilibrio para contrapesar las razones de unos y de otros: ceder siempre algo a cambio de algo, aceptar que no todos pueden tenerlo todo, entender que la injusticia de unos sobre otros terminará por imponer siempre disociación y conflicto…
Recuerda Berlín que los anhelos centrales de los hombres están destinados a chocar entre sí. La libertad contradice la igualdad, la justicia precisa de la misericordia, lo necesario ha de acercarse a lo justo, lo ideal no podría dejar de coexistir con lo real. Si no se entiende esto, tarde o temprano -en general, mucho más temprano que tarde- cobrarán cuerpo todos los estigmas capaces de convertir toda vida social en un compartido infierno.
El mundo de los hombres -repite una y otra vez Berlín- está obligado a construirse sobre acuerdos, pactos y concesiones. Lo racional debería prevalecer por sobre cualquier otra condición. No existe ideología capaz de proporcionar respuestas definitivas. Recuerda Berlín que los tres grandes ideales de la Revolución Francesa: la libertad, la igualdad y la fraternidad no tardaron en revelar la imposibilidad de un acuerdo. La libertad, convertida en única razón y único principio, significó que muy pocos llegasen a tenerlo todo en perjuicio de una mayoría poseedora de muy poco o de absolutamente nada. La igualdad, convertida en única razón y único principio, significó la restricción de oportunidades para casi todos, la eliminación de toda forma de justa diferencia entre las personas y la imposición de inhumanos raseros que determinaron la exclusión -o, incluso, la aniquilación física- de quien pensase de manera diferente a como las cúpulas del poder habían decidido que debería pensarse.
(Alguna vez ha comentado Octavio Paz que la fraternidad hubiese podido servir de equilibrio entre las otras dos aspiraciones del ideal político contemporáneo. Pero, desgraciadamente, ella siempre estuvo ausente. ¿Qué pasó con la fraternidad? ¿Por qué fue tempranamente olvidada? O más bien: ¿por qué nunca existió en programa político alguno? La fraternidad hubiese podido ser el comodín entre la igualdad y la libertad, el equilibrio capaz de humanizar la libertad y la igualdad. La fraternidad -podemos darle diversos nombres: solidaridad, caridad, misericordia, tolerancia- hubiese sido un signo de justicia y de humanidad mediando entre el ideal de la libertad y el ideal de la igualdad).
También se refiere Berlín a la manera como los viejos ideales revolucionarios permanecen, hoy, desenmascarados en una realidad de violencia, intolerancia y odio. La Revolución, alguna vez asociada a ideales de progreso, de justicia y virtud, permanece en nuestros días caricaturizada en una realidad de fracaso y corrupción, de ineficacia y tortura, de injusticia y persecución, de despojo y crueldad. Permanece, igualmente degradado, el lenguaje revolucionario en simplonas e interminables consignas de un “nosotros” contra un “vosotros”. La imagen del revolucionario como un ser comprometido a morir y a matar por el cumplimiento de un sueño también ha descendido a la de un fanático en conflicto con cuanto disienta de su verdad, una verdad reducida a unas cuantas obsesivas consignas.