El reciente acuerdo de los gobiernos de Quito y Pekín para reestructurar la deuda ecuatoriana con el China Development Bank y el Eximbank por préstamos por valor de 1.400 millones y 1.800 millones de dólares, respectivamente, alargando sus vencimientos, ha sido un éxito político del presidente, Guillermo Lasso. Pero también ha sido una señal alentadora para una miríada de países endeudados con China, hoy el mayor financista de obras públicas del mundo, muy por delante del Banco Mundial.
En la última década, los préstamos pactados por el expresidente Rafael Correa (2007-2017) –que The Wall Street Journal estima en unos 18.000 millones de dólares–, convirtió a China en uno de los principales acreedores del país andino. Dado que los créditos quedaron vinculados al suministro de petróleo, Ecuador vio muy limitada la cantidad de crudo que podía vender en el mercado abierto. Según sus críticos, los acuerdos generaron perjuicios de 3,6 dólares por barril y 5.000 millones de dólares en ingresos perdidos.
Para compensar los costes de construcción de la represa Coca Codo Sinclair por Sinohydro, unos 2.245 millones de dólares que financió Eximbank, Pekín se aseguró durante años el 80% de los ingresos petroleros del país. En febrero, Lasso viajó a Pekín para renegociar los acuerdos con el presidente Xi Jinping tras haber logrado reestructurar con el FMI créditos de 6.500 millones de dólares.
Pese a la legendaria reticencia de Pekín a reconocer pérdidas (write-offs) en préstamos fallidos o incobrables (non-performing), Lasso consiguió superar la muralla china. Tras aplazar tres años los vencimientos y reducir sus tipos y las exportaciones de crudo a Petrochina, su gobierno podrá ahora disponer de 1.400 millones de dólares para aumentar el gasto social hasta 2025, un bienvenido alivio cuando el riesgo país está en 1.446 puntos, 600 más que cuando Lasso tomó posesión del cargo.
Riesgos de default
Desde 2000, la tasa de ahorro interna china nunca ha caído por debajo del 45% del PIB, frente al 25% de las grandes economías mundiales. La abundancia de liquidez permitió a los bancos estatales conceder 838.000 millones de dólares en créditos a unos 160 países, en su mayoría en desarrollo, para financiar los proyectos de la Belt and Road Initiative (BRI), la nueva ruta de la Seda china.
Varios de los países que los recibieron están sufriendo los embates de una tormenta perfecta: el impacto simultáneo de la subida de los tipos de la Reserva Federal, la fortaleza del dólar y el consiguiente aumento de los precios de combustibles y alimentos, lo que ha disparado sus tasas de inflación y deuda externa. Incluso en países de baja inflación, los bancos centrales han subido sus tipos para evitar la depreciación de sus monedas.
Según el FMI, un 60% de los países de bajos ingresos y el 30% de los de ingresos medios tienen dificultades para pagar su deuda. Entre los 53 más vulnerables están Túnez, Argentina, Ghana, Egipto y Sri Lanka por su escasa liquidez, abultados déficits comerciales o porque ya están en default.
Para evitar crisis de balanza de pagos en sus países deudores, Pekín les está concediendo “préstamos de emergencia” que podrían ser un remedio peor que la enfermedad. Sebastian Mallaby advierte en The Washington Post que a cambio de esas ayudas, Pekín no exige disciplina fiscal ni acuerda reestructuraciones de la deuda, lo que hará más dolorosos los ajustes cuando se hagan inevitables y dejará a otros –FMI, el Banco Mundial…– la resolución de los problemas de solvencia subyacentes.
Opacidad china
La ausencia de cláusulas laborales o medioambientales en los créditos chinos no es gratuita. Además de asegurarse como garantía (collateral) el acceso a mercados, recursos naturales, puertos y vías marítimas, los tipos suelen ser similares a los comerciales y con cortos plazos de vencimiento. Ninguna operación se autoriza sin el consentimiento del Consejo de Estado.
AidData, un centro de la Universidad William & Mary (Virginia) que rastrea créditos de más de 3.000 entidades chinas a 165 países, estima que en los 50 más endeudados con ellas, sus obligaciones suponen una media del 15% del PIB y el 40% de su deuda externa. En Laos –donde la China Railway Corporation ha construido una línea de alta velocidad entre Vientiane y la frontera con China–, esa cifra es del 28%.
Según el Financial Times, desde 2017 Pakistán, Sri Lanka y Argentina han recibido 32.830 millones de dólares en préstamos de emergencia, un 75% del China Development Bank y el Eximbank. A diferencia del FMI, que hace públicos los términos en los que concede sus créditos, China opera casi en secreto.
Muchas veces los fondos se dirigen a empresas estatales cuyas cuentas no figuran en ninguna parte. Un estudio del Kiel Institute y la Universidad de Harvard, calcula que la deuda extranjera en manos de China podría ser hasta un 50% más alta de lo que muestran sus datos oficiales. En Angola, la cifra total podría ser 14.000 millones de dólares mayor de lo que se pensaba y en Venezuela 33.000 millones más.
Collateral
China quiere evitar las condiciones que provocaron la crisis asiática de 1997-98 y la de la deuda latinoamericana en los años ochenta, en las que no jugó ningún papel relevante. En un terreno minado el miedo es libre. Según The Economist, Zambia, que debe a China unos 6.000 millones de dólares, teme que Pekín aproveche sus dificultades para hacerse con Zesco, su mayor compañía eléctrica como hizo en Sir Lanka con el puerto de Hambantota.
Muchos países contrajeron créditos de tipo variable con bancos chinos cuando las tasas eran bajas. Típicamente, los préstamos se calculaban añadiendo varios puntos porcentuales al Libor, la tasa del mercado interbancario de Londres, que a principios de año estaba en el 0,3%. En julio había subido al 4,2%. En 2014, Argentina, por ejemplo, recibió 4.200 millones de dólares en préstamos de bancos estatales chinos para construir dos represas hidroeléctricas en la Patagonia. Según AidData, el pago de los intereses fue del 87 millones de dólares en enero y en julio de 137 millones.
En su último viaje a Pekín, el presidente surafricano, Cyril Ramaphosa, negoció créditos por valor de 24.000 millones de euros cuyas condiciones son objeto de todo tipo de conjeturas, incluida la de que el presidente ofreció la eléctrica estatal Eskom como garantía (colateral).
El Financial Times reconoce, sin embargo, que si no fuera por los préstamos chinos, lo probable es que ya hubiesen estallado crisis financieras en varios países. La deuda con Pekín de Yibuti, donde China tiene una base naval, equivale al 70% del PIB. La de República Democrática del Congo al 30% y la Kenia del 15%. Como los funcionarios chinos tienen pocos escrúpulos –e impedimentos legales– para sobornar a extranjeros, sobre muchas de esas operaciones se ciernen sospechas de corrupción, como en el caso del tren entre Nairobi y Mombasa en Kenia.
Deuda pública
En agosto de 1982, México suspendió el pago de su deuda externa. Antes de que terminara el año, otros 35 países siguieron sus pasos. En 1990 el 6% de la deuda pública mundial estaba en default (impago). Tras la crisis asiática de 1997-98 –que alcanzó de lleno a Tailandia, Indonesia y Corea del Sur y que del Sureste asiático se extendió a Rusia y Brasil–, el Sur Global aprendió la lección.
En 2008 la deuda pública de los países emergentes era del 33% de sus PIB y en 2019 del 54%. Ese último año, el 80% de sus bonos estaba denominado en monedas locales y el 16% de su deuda en divisas extranjeras. La deuda pública en manos de bancos locales ronda el 17% del PIB, unas cifras que les permitieron capear la tormenta pandémica. En 2020, solo seis países dejaron de pagar sus deudas. Sus economías apenas suponen el 0,5% del PIB mundial.
El todopoderoso dólar
La pandemia lo cambió todo. Muchos países habían aprovechado los tipos bajos para endeudarse como si el mañana no existiera. En 2020, su déficit presupuestario medio se disparó al 9,3% del PIB, no muy lejos del 10,5% de los países ricos. Para evitar riesgos cambiarios, Brasil, India, Turquía, entre otros países, están usando cada vez más monedas regionales para su comercio exterior. Aun así, el 40% de las transacciones comerciales mundiales se facturan en dólares, esté implicado o no Estados Unidos.
Pero no solo Rusia y China quieren cambiar ese orden de cosas. Irán, desde 2021 miembro de la Organización de la Cooperación de Shanghái (OCS), propone crear una moneda común para el bloque, que ya ha trazado una hoja de ruta para aumentar el comercio en monedas locales y diseñar sistemas de pagos transfronterizos alternativos.
En la cumbre de la OCS en Uzbekistán, Ankara acordó con Moscú pagar en rublos el 25% de sus importaciones de gas ruso. Desde 2011, China ha firmado acuerdos monetarios (currency swaps) con Uzbekistán, Kazajistán, Rusia, Tayikistán, Pakistán, Mongolia, Argentina, Turquía y Armenia. Entre 2014 y 2021 la proporción de acuerdos comerciales sino-rusos denominados en yuanes aumentó del 3,1% al 17,9% del total, un 447% más.
Nada de ello, sin embargo, ha minado la fortaleza del dólar. De hecho, si India y China están fuera de riesgo se debe a sus intimidantes reservas de divisas, a la no convertibilidad del yuan y a la mínima dependencia de India de financiación exterior. El PIB de los países en dificultades es, a fin de cuentas, modesto: 5% del PIB mundial y 3% de la deuda pública.
El problema es que en ellos vive el 18% de la población mundial. Desde 1998, el peso de los mercados emergentes en el PIB global ha pasado del 21% al 43%. En 2005, la UE representaba el 20%. En 2030 quizá sea solo el 10% si sigue creciendo a tasas medias anuales del 0,5% como entre 2009 y 2020, mientras que el resto del mundo lo hizo al 3%, EEUU al 1,38% y China al 7,36%. La participación de los países asiáticos en el PIB del mundo emergente se ha duplicado, hasta el 60% del total. América Latina, en cambio, solo representa el 5% del PIB global y el 1,4% de la capitalización de las bolsas mundiales.
¿Un nuevo plan Brady?
En 1989, el plan del entonces secretario del Tesoro, Nicholas Brady, perdonó el 30% de la deuda de los países pobres y de medianos ingresos. Durante la pandemia, el G20 permitió a 73 países diferir el pago de sus deudas. Pero ésta vez los países occidentales no quieren conceder ayudas que puedan terminar en bóvedas de bancos chinos.
Kristalina Georgieva, directora gerente del FMI, quiere que China colabore más con sus rescates, como ya lo ha hecho en Zambia y Sri Lanka en el marco de los programas del G20. Los acreedores chinos, dice, deben permitir que las condiciones de sus préstamos se hagan públicas para que los demás acreedores sepan que asumen la parte que les corresponde en los recortes (haircuts).