Hermann Broch (1886-1951) fue un novelista, ensayista y poeta austríaco (aunque como diría alguna vez de él Hanna Arendt, “ser poeta y no querer serlo constituyó el rasgo característico de su personalidad y se convirtió en el conflicto central de su vida”). Una de sus obras más curiosas fue una trilogía a la que dio por título Voces. Fue escribiéndola entre el año de 1913 y la dio por finalizada en el año 1933. Exactamente veinte años. Es importante destacar las fechas del comienzo y el final de la escritura: 1913, un año antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, y 1933, el año en que los nazis tomaron el poder en Alemania.
Recordaré aquí un fragmento de la primera parte de la trilogía, donde se describe una escena en la que un padre y un hijo conversan mientras caminan juntos. En un momento determinado el hijo pregunta al padre: “¿A dónde nos lleva todo esto? / Desde el comienzo todo es cada vez más sombrío,/ nos amenazan tempestades y a nuestro alrededor / anuncian su peligro fantasmas, multitudes y demonios….
Ante el desaliento del hijo la respuesta del padre es esperanzadora: “El progreso avanza hacia el más / hermoso de los caminos, y ¡quién se atreve a turbarlo! / Tú lo entorpeces con tus dudas y con una mirada cobarde… El progreso conduce a un mundo sin fronteras, / tú en cambio lo confundes con fantasmas…
Con la respuesta del hijo concluye el diálogo: “Maldito progreso, maldito regalo, / él mismo nos cierra el espacio / sin dejar que nadie avance. / Y el hombre sin espacio es un ser ingrávido. / Este es el nuevo rostro del mundo: / El alma no necesita progreso, / pero sí en cambio precisa densidad.”
Al temor del hijo, el padre había ofrecido una respuesta optimista según la cual el destino humano avanzaba hacia un “progreso” capaz de convertir el futuro en el “más hermoso camino”. Sin embargo, el propio Broch, por boca del hijo, contradice violentamente la imagen: “El alma no necesita progreso, / pero sí en cambio precisa densidad.” La mirada del padre, relacionada con visiones de progreso y esperanzador universalismo, choca con la rotunda e inexorable verdad de la “voz” de Broch: la razón de la historia no es otra que la conquista de la humanidad del hombre.
En la Historia está escrita la vida de las sociedades. Buena o mala, plagada de errores o aciertos, no obedece a propósito alguno. No existe como pedagogía para interesados usos políticos ni como predicción del porvenir ni como pasiva veneración de algún fragmento del pasado; tampoco como monopolio de estadistas, evangelizadores o guerreros. Su sentido es la convivencia de seres humanos existiendo junto a sus aventuras y desventura y luchando por su derecho a conquistar la felicidad.
Ninguna mirada proyectada sobre algunos de los principales problemas de nuestro tiempo, y, en general, sobre la terrible y atemporal realidad de la destrucción del hombre por el hombre, podría dejar de coincidir con la conclusión de Broch: “el alma humana precisa densidad”. No existe abstracción ideológica alguna ni delirio nacionalista ni fanatismo religioso capaz de justificar el sacrificio o la anulación del ser humano. Y esas Voces de Broch, escritas hace más de un siglo, están allí para recordárnoslo, para despertar en nosotros, sus lectores, un profundo rechazo hacia todo despropósito capaz de oscurecer o aniquilar el itinerario de la Humanidad.