El resultado de las elecciones legislativas en Italia ha dado pie a múltiples análisis sobre su impacto en el interior del país, así como en la gobernanza europea. Quisiera ceñir estas consideraciones al segundo de los aspectos. Evitaré referirme a conceptos como “extrema derecha”, “extrema izquierda” o “populistas” de uno u otro signo. Distinguiré entre partidos que conforman el consenso europeo (los que integran en el Parlamento Europeo los grupos políticos PPE, S&D, Renew, Verdes-EFA) y los euroescépticos (integrantes de los grupos ID, ECR y GUE-NGL, más algunos no afiliados).
El euroescepticismo de hoy
Los euroescépticos cuestionan, en distinto grado y con distintos matices, algunas políticas clave de la Unión Europea (exterior y de defensa, comercial, inmigración y Estado de Derecho, entre otras). Algunos de los partidos denominados euroescépticos preconizaron en el pasado la salida de sus países de la UE o de la zona euro, aunque, después de la experiencia del Brexit, ha desaparecido de sus programas el objetivo de abandonar la Unión. Esta distinción no deja de ser aproximada, ya que entre los grupos que conforman el consenso europeo hay grandes divergencias, pero prima el acuerdo sobre las diferencias, manifestado en el voto afirmativo (o abstención) en relación con algunas de las decisiones más importantes de cada legislatura: la investidura de la Comisión, el Marco Financiero Plurianual (si coincide en la legislatura en cuestión) y el presupuesto anual.
Hasta las elecciones italianas del 25 de septiembre había dos gobiernos nacionales presididos por primeros ministros que provenían de partidos euroescépticos: Polonia y Hungría. Ahora previsiblemente se les añadirá Italia, que no es cualquier país: es uno de los Estados fundadores de la UE y su tercera economía. Una buena parte de los análisis sobre el impacto de estas elecciones en la gobernanza europea trata de anticipar cómo será la adaptación del nuevo gobierno a las dinámicas de la Unión, y en qué medida frenará o entorpecerá la toma de decisiones en expedientes que se consideran fundamentales entre los integrantes del consenso europeo.
Unos pocos análisis que abordan el aspecto de la gobernanza europea van más allá del caso italiano, y se centran en la tendencia del electorado europeo, que favorece a partidos euroescépticos con mayor frecuencia cada vez. Si a eso se suman las continuas citas electorales –no solo nacionales, sino también regionales y locales, cuyos resultados influyen en las primeras– y el hecho de que uno de los elementos comunes de los euroescépticos sea un cuestionamiento de la globalización –de la que la UE es actor principal–, así como una llamada a la renacionalización, se suele concluir que la UE está sumida en una profunda crisis de legitimidad que solo puede ir a más.
Mi impresión no es esa. Es más bien la contraria, especialmente a la luz de la respuesta europea a los efectos sanitarios y socioeconómicos del Covid-19 y a la agresión rusa sobre Ucrania. Y no creo que el resultado de las elecciones italianas ponga en peligro una integración europea cada vez mayor, aunque pueda ralentizar la toma de decisiones en tal o cual ámbito. Para todos aquellos que defienden el proyecto de integración europea a través de la UE como el único posible para nuestro continente en el mundo actual –entre los que me encuentro–, sería evidentemente preferible que todos los gobiernos de los Estados miembros estuvieran presididos por políticos eurófilos, pero al mismo tiempo, como el proyecto europeo solo puede ser democrático, las preferencias no pueden ser normativas: son los electores europeos los que deciden quiénes serán sus representantes en los distintos ámbitos institucionales, tan legítimos como cualquier otro. ¿No se incurre en una contradicción? ¿No puede volver a suceder lo que ocurrió en el periodo de entreguerras, en el que políticos democráticamente elegidos acaben con las democracias que les auparon? Aunque quizá sería más exacto decir “que acaben con el proyecto de integración europea del que sus países son miembros”.
En mi opinión, el gran desarrollo institucional y político que ha experimentado la UE desde el Tratado de roma de 1957 permite responder a la anterior pregunta con una negativa. Sólo si una mayoría de gobiernos de los Estados miembros estuvieran presididos por políticos de partidos euroescépticos, de manera que se alteraran las dinámicas en el seno del Consejo de la UE en sus distintas formaciones o en el Consejo Europeo, correría un serio riesgo el proyecto de integración europea. Quizá podría decirse otro tanto si los gobiernos alemán y francés estuvieran a la vez presididos por políticos euroescépticos. O, también, si una mayoría de eurodiputados del Parlamento Europeo estuviera conformada por integrantes de los grupos políticos euroescépticos. Y cualquiera de estas tres hipótesis no parece probable de momento.
Los diques de contención
¿No es esto pecar de eurooptimismo? Creo que las dinámicas de integración europea están tan consolidadas que un Estado miembro solo se puede zafar de ellas con éxito si el —o los— partidos políticos representados en su gobierno monocolor o de coalición se presentaron a las elecciones con la promesa explícita de convocar un referéndum sobre la permanencia en la UE, hacer campaña a favor de la salida y negociarla si triunfa su opción. Pero hemos visto que, ante los resultados del Brexit, partidos que en su momento imitaron a los partidos británicos pro-Brexit han decidido revisar sus postulados. Si no se es claro y unívoco en cuanto a la voluntad de abandonar la UE, las dinámicas intra UE terminan imponiéndose de modo natural, operando como distintos diques de contención frente a tendencias centrífugas. Veamos las más sobresalientes.
En primer lugar está la Comisión, guardiana de los Tratados y a la que corresponde la iniciativa en la mayoría de los casos. El colegio de comisarios es el vértice de una gran pirámide compuesta por funcionarios consagrados al proyecto de integración europea. Es cierto que, entre la categoría de altos funcionarios, especialmente aquellos que provienen de administraciones nacionales y no han hecho una carrera comunitaria desde el inicio, coexiste o incluso puede predominar el interés nacional frente al comunitario, pero, en general, la Comisión es el gran baluarte frente a tendencias centrípetas.
El político euroescéptico que asume responsabilidades ministeriales en su respectivo gobierno nacional empieza a participar en reuniones periódicas del Consejo de la UE en la formación que le corresponda. En muchos de los ámbitos de competencia comunitaria se decide por mayoría cualificada, con lo que un veto nacional o en alianza con el resto de colegas euroescépticos no es suficiente para impedir la adopción de una decisión con la que no está de acuerdo. Más allá de consideraciones formales, descubre que la afinidad ideológica no es garantía de convergencia cuando se desciende de las consignas a la adopción de decisiones concretas. En el ámbito migratorio, por ejemplo, se puede estar a favor de tolerancia cero con la inmigración ilegal y con el retorno de cualquier ilegal a su país de origen. Pero ante la enorme casuística de la vida real, surgen discrepancias entre enfoques de los países con frontera exterior y los que no la tienen, así como limitaciones impuestas por obligaciones internacionales en materia de asilo frente a la pretensión de expulsión de cualquier extranjero que llegue sin el preceptivo visado. E incluso puede que la nueva perspectiva provoque un replanteamiento de sus puntos de vista: el mundo visto desde Bruselas no es el mismo que desde su localidad nacional, y la complejidad de una realidad interconectada, en que es difícil deslindar lo local de lo foráneo, casa mal con la simplificación extrema que se pueda haber defendido en campaña electoral.
Este político se nutre de los informes y documentos que elaboran los funcionarios y empleados del ministerio que dirige, que a la vez participan en una miríada de grupos de trabajo y comités en representación de sus países. Las administraciones nacionales tienen una dinámica propia, que en parte es conformada por la interactuación y roce constantes con el resto de los colegas de los demás países UE.
Uno de esos comités, llamado Coreper –en dos formaciones distintas– realiza una continua labor de negociación y transacción en distintos dosieres, que no son la competencia de un solo ministerio. Así, un ministro euroescéptico puede tener como máxima prioridad limitar el alcance de un reglamento en materia de asilo, por ejemplo, mientras que su colega del gobierno puede estar especialmente interesado en conseguir dotación suficiente en tal o cual rúbrica del presupuesto anual. Aunque son materias en que se codecide con el Parlamento Europeo, la posición (llamada “orientación general”) del Consejo es clave en el desarrollo de las ulteriores negociaciones. La dinámica del Coreper es una continua negociación de dosieres que son competencia de diversos ministerios, por no hablar de lo que sucede en el Consejo Europeo, donde se ponen en común y se negocian los aspectos más relevantes y sensibles de toda la gama competencial de la UE.
Es ahí donde el primer ministro proveniente de un partido euroescéptico comprueba de primera mano que, mientras su país siga en la UE, se tiene que emplear a fondo para defender los intereses nacionales de su país, que apenas varían sea cual sea el color del gobierno, debiendo relegar a un segundo plano las “luchas ideológicas”. No quiero decir que la ideología no sea importante, sino simplemente que ha de encajar en el marco de la política específica que han ido desarrollando antes de su llegada las distintas instituciones comunitarias. Si, por ejemplo, pretendiera relegar al olvido toda la transición verde, se encontrará con que, a lo sumo, deberá limitar su estrategia a algún elemento concreto de toda la armazón construida en torno a esta prioridad política de la UE.
La mayor parte de las grandes decisiones de la UE son decididas conjuntamente con el Parlamento Europeo, colegislador en un buen número de materias, además de autoridad presupuestaria en pie de igualdad con el Consejo. Como afirmaba al principio, mientras haya una mayoría de diputados que integren los cuatro grupos políticos que conforman el consenso europeo, esta es la institución menos proclive a acomodar demandas de los euroescépticos que atenten contra el proyecto europeo.
Otro dique adicional lo conforma el Tribunal de Justicia de la UE, cuya importancia es mayor si cabe que la de los tribunales nacionales en sus respectivos países, por el carácter explícito de la UE como comunidad de derecho –solo es posible lo que está autorizado en los Tratados constitutivos y legislación derivada–, y por la prelación en que se sitúa el ordenamiento comunitario respecto a los nacionales en virtud del principio de la primacía de derecho comunitario. Este es uno de los principios más contestados, no sólo por políticos de ideología euroescéptica. No está recogido en los Tratados, sino que ha sido desarrollado por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE.
El parapeto que protege a la UE frente al riesgo de disgregación se extiende a los propios tribunales nacionales de justicia, que forman parte grosso modo del “poder judicial de la UE”, pues interpretan la normativa comunitaria en su aplicación diaria del derecho, y, en caso de duda, disponen de la cuestión prejudicial que están legitimados para interponer directamente ante el Tribunal de Justicia de la UE.
Y, finalmente, la institución más reciente, el Banco Central Europeo, es el mejor aglutinante frente a tentaciones centrípetas para todos aquellos Estados miembros que forman parte de la eurozona, tanto más después del anuncio de su presidenta de que seguirán comprando deuda nacional de cualquiera de los Estados miembros de la zona euro cuando sean objeto de ataques especulativos provenientes de terceros, pero no para “arreglar errores políticos”.
Como muestra esta exposición, es faena casi imposible para un gobierno de un Estado miembro de ideología euroescéptica, en el transcurso de una legislatura de cuatro o cinco años como máximo, afectar significativamente el proyecto de integración europea, salvo que constituyan mayoría en el Consejo (o que alcanzaran a presidir a la vez los gobiernos de Francia y Alemania) o que los eurodiputados de partidos euroescépticos consiguieran la mayoría en el Parlamento Europeo.
La única opción efectiva para que los partidos euroescépticos debiliten el proyecto de integración europea sería seguir la estela del Reino Unido y promover la salida de sus países de la Unión. Pero, como es conocido, esta opción nuclear ha sido dejada de lado a la vista de las repercusiones negativas que ha tenido el Brexit, y que perduran después de dos años de haberse consumado