La tranquilidad de aquel Cabudare pueblerino fue abruptamente sacudido por la noticia de una serie de asesinatos -todos atroces-, al amparo de las sombras, donde el revólver, el machete y la venganza, protagonizaron los escalofriantes episodios que el Gobierno censuró tajante.
En los pocos diarios que circulaban en Barquisimeto, la pavorosa noticia estaba ausente, solo el rumor popular, que alimentaba el terror, corría rápidamente, alcanzando las poblaciones vecinas de Los Rastrojos, Agua Viva, La Piedad, Sarare, La Miel, Yaritagua, Barquisimeto y Río Claro.
Resulta que, a finales del siglo XIX, comenzó a operar una pandilla de forajidos que la tradición popular denominaba Los Siete Niños, quienes al mando del facineroso Jesús Fuente, mejor conocido como “Jesusito”, comenzó súbitamente a aterrorizar a Cabudare y otros recodos cercanos.
En un primer momento, sus tropelías lindaban solo en hurtos y robos que, si bien no eran comunes, luego escalaron en asesinatos por encargo, considerándose el primer asesino a sueldo de la historia local.
Julio Álvarez Casamayor, el memorable cronista mayor de Cabudare, reseña que, en las primeras horas de la mañana, cuando el general Vicente Trujillo venía cabalgando desde Sarare, al llegar al sitio que se llamó “La Quebradita”, en el límite de Cabudare-Los Rastrojos, cerca de la histórica capilla Santa Bárbara, le tendieron una celada y lo derribaron de su caballo de varios certeros disparos. Los autores del crimen procedieron a cortarle los genitales, colocándoselos en la boca. El cuerpo fue encontrado en medio del matorral que crecía en la zona.
Se aseguraba que este hecho y posterior ultraje al cadáver fue perpetrado, planificado y ordenado por Jesusito y su banda en contra de este general, quien iba a Cabudare con el propósito de darle muerte a Jesús Fuente, por viejas rencillas políticas y personales. Jesusito previamente había tenido noticias de la llegada del general Trujillo, planeando la fatal emboscada.
En una esquina de la plaza frente al templo de San Juan Bautista, muy temprano en la mañana, Jesusito esperó junto con uno de los “Siete Niños” a que los demás integrantes de la banda cumplieran su sanguinaria tarea. Cuando se escucharon los tiros, Jesusito exclamó con la socarrona seguridad del pendenciero: “cayó la lapa”. Luego de esto celebraron con estruendosos disparos al aire con sus revólveres y también lanzaron cohetes y se echaron al vuelo repiques de campanas.
Las calles desoladas y los postigos de las ventanas cerradas denotaban el pavor que el episodio generó. Los rebaños caminaban solos y desorientados por los polvorientos callejones. No quedaba un alma que no fuera Jesusito y sus secuaces.
Cuentan que Jesusito apenas tenía catorce años cuando el general Matías Lucena de un latigazo le dejó marcado el rostro de por vida. Después de ese trance, juró vengarse de esa ofensa, y cada vez que se miraba en el espejo para rasurarse increpaba: “Este cachicamo me lo como yo” y en efecto cumplió lo prometido ultimando al citado general.
La policía comenzó a buscar a Jesusito y su pandilla, fijando uno que otro cartel en Cabudare y Barquisimeto. Sin embargo, todos sabían dónde el criminal pernoctaba, pero nadie se atrevía a intentar reclamar el precio impuesto a su cabeza.
Por 50 bolívares
Otras víctimas de Jesusito fueron un arriero de Duaca y Ana, una agraciada muchacha de las cercanías de Los Rastrojos. Ambos fueron ejecutados a machetazos cuando la joven dama se negó a aceptar la propuesta de matrimonio de un agrio veterano de la Guerra Federal, vecino de Acarigua con nexos comerciales en Barquisimeto y Cabudare.
El roñoso anciano, herido en su honor por el desplante de la joven, a quien le había regalado una ternera y prometido una vida decente en sus tierras de los llanos venezolanos, contrató, en una cantina de la calle del Comercio de Barquisimeto, los servicios del desalmado Jesusito por 50 bolívares y dos botellas de clarito.
El crimen se perpetró siete días después, cuando los enamorados salían de una misa de aguinaldo, único sitio donde se podían ver antes de contraer matrimonio. Allí, a plena luz del día, entre la calle Real y el templo San Juan Bautista, los atacó Jesusito y su horda con machetes en mano.
Los vecinos corrieron despavoridos a guarecerse y hasta el padre y los monaguillos cerraron velozmente los portones de la iglesia. Los cuerpos inertes de Ana y su prometido quedaron irreconocibles.
La tragedia de Jesusito
Sin embargo, Jesusito inició sus tropelías cuando trabajaba como peón en una hacienda de ganado y cacao entre La Piedad y Sarare, cuando robaba comida en las casonas de los fundos cercanos para llevarle a su madre adoptiva “pues la mía me la mató mi apá porque la encontró conversando con un primo”, contaba con botella en mano cuando rememoraba melancólico sus tiempos de mozo.
Lo recuerdan por ser el “ladronzuelo” de la zona, pues empezó robando gallinas y puercos, más tarde sacos de harina y granos, luego ganado, botín que repartía entre familiares y vecinos. Era el mayor de trece hermanos cuya responsabilidad creció a los once años cuando el marido de su madre se fugó con una de sus hijas adoptivas.
A los quince años Jesusito ya había pisado infinidad de veces la cárcel de Barquisimeto, pero por ser un niño, el castigo más severo era romper piedras -de sol a sol-, en las carreteras en construcción; y una tanda de porrazos y latigazos cuando su descarnada figura se desplomaba del hambre y la fatiga.
Nunca fue a la escuela ni aprendió a leer. La vida le fue indiferente y la acción más notable que tuvo fue robar para alimentar a sus hermanos ya marcados por su misma tragedia.
Álvarez Casamayor subraya que en 1890 Jesusito Fuente fue asesinado de un tiro y rematado a machetazos en el zaguán de su casa en Cabudare por dos sayones que habían mandado traer de Duaca, pues se decía que el gobierno, al decir del cronista, no toleraba la nociva presencia del criminal.
Las anécdotas refieren que como Jesusito había realizado varios “mandados” al Gobierno, un personero del general Claudio Rocha, presidente del estado Lara, le ordenó que se marchara de Cabudare o de lo contrario lo matarían, como en efecto sucedió. Fue inhumado en una fosa común por el camino de Tarabana, junto a sus compañeros de desafueros, quienes de inmediato recibieron la misma sentencia.
Fuente: Julio Álvarez Casamayor. Siete asesinatos y un espanto. Cabudare, sendas y personajes. Vol. II. Alcaldía de Palavecino. Cabudare, 2000.