¿La sopa de tomate en el cuadro de Van Gogh ayuda a la causa climática?

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Vincent van Gogh no es responsable de nuestra crisis climática. No fue director ejecutivo de una petrolera ni gasera ni tampoco comercializó carbón. De hecho, Van Gogh comenzó a dibujar y pintar mientras vivía entre fuego y cenizas en un distrito carbonero de Bélgica. Además de Los girasoles, una de sus pinturas más famosas es Esposas de mineros con sacos de carbón, en ella se ve a mujeres con el cuerpo doblado por el peso de los sacos; la historia del arte conoce pocas obras que capten con tanta fuerza la intolerable carga de la economía fósil sobre los vivos.

Así que mi reacción inicial a la noticia de que dos activistas del grupo Just Stop Oil habían arrojado sopa de tomate sobre Los girasoles en la Galería Nacional de Londres fue: “Oh, no, otro ataque contra un objeto sin ninguna relación causal con la emergencia climática, algo inocente y bello”.

Como regla, tiendo a pensar que el sabotaje es más efectivo cuando es preciso y audaz. Cuando activistas del mismo grupo sabotearon gasolineras en abril de este año, dieron en el clavo. La gasolina, a diferencia de un cuadro de Van Gogh, fomenta el calentamiento global. Hay toda una capa planetaria de estaciones, oleoductos, plataformas, torres de perforación, terminales, minas y pozos que deben cerrarse para salvar a la humanidad y a otras formas de vida. Cuando los gobiernos se niegan a emprender esta labor, nos corresponde a los demás iniciarla. Esa es la razón de ser del sabotaje: apuntar directamente a los sacos de carbón.

Pero mientras la sopa arrojada en la Galería Nacional circulaba por las redes sociales, provocando desde burla hasta admiración, lo pensé mejor. Puede que también haya espacio para este tipo de actos. Como gritó una de las jóvenes activistas antes de que las dos se pegaran una mano a la pared bajo el cuadro: “¿Les preocupa más la protección de un cuadro o la de nuestro planeta y nuestra gente?”. Todo parece indicar que las acciones de Just Stop Oil ofendieron la sensibilidad de la clase dominante en un momento en el que una tercera parte de Pakistán está bajo el agua.

Un crítico de arte estadounidense, Jerry Saltz, incluso llegó al extremo de equiparar a las activistas con los talibanes; una analogía exagerada, sin duda, dado que las activistas no tenían la intención de dañar el cuadro, protegido con cristal. La elección de ese objetivo fue meramente instrumental: al hacer algo tan escandaloso, Just Stop Oil obligó a los medios y al público en general a prestar atención al hecho de que el gobierno británico está por otorgar 100 licencias para nuevos proyectos de petróleo y gas cuando no debería haber ni una más.

“Necesitamos romper el espejismo de que todo está bien y la ilusión de la vida normal”, dijo Indigo Rumbelow, organizadora de Just Stop Oil, cuando hablé con ella. Una visita a museos, un partido de fútbol, el recorrido al trabajo; todo es susceptible de ser perturbado desde este punto de vista. El objetivo es saltar a todos los escenarios y crear el suficiente desorden para que sea imposible ignorar el colapso climático en desarrollo.

Las acciones de las sufragistas tan justamente idolatradas fueron similares y hasta incluyeron ataques a pinturas en la Galería Nacional. En 1914, Mary Richardson navajeó la obra de Diego Velázquez La Venus del espejo, con el argumento de que “la justicia es un elemento de belleza tanto como el color y el contorno en el lienzo”. Su atrevimiento no fue del agrado de la prensa, pero cuatro años después, el Parlamento otorgó a las mujeres británicas mayores de 30 años y que tenían propiedades a su nombre el derecho al voto, y a las organizaciones militantes, como una a la que Richardson apoyaba (el Sindicato Social y Político de Mujeres), un importante reconocimiento por su voluntad de desafiar las normas sociales.

El movimiento climático del norte global parece estar leyendo su historia. En el último año, los activistas han retomado la táctica del sabotaje y la destrucción de la propiedad en un espectro que va de lo simbólico a lo serio. El grupo conocido como The Tyre Extinguishers ha desinflado los neumáticos de casi 10.000 camionetas de lujo en algunos de los enclaves más adinerados del mundo. En febrero, los activistas irrumpieron en una obra de construcción del gasoducto Coastal GasLink en la Columbia Británica y destruyeron por completo maquinaria y otro equipo, lo que ocasionó millones de dólares en daños, según la empresa.

Mientras tanto, en la comunidad académica, los principales estudiosos de la energía como Benjamin K. Sovacool de la Universidad de Boston debaten las ventajas y las desventajas de la militancia climática y, sorprendentemente, se pronuncian a favor de considerar toda una serie de opciones, incluidas la desobediencia civil y la guerra de guerrillas.

Para que el planeta tenga alguna posibilidad de limitar el calentamiento global a 1,5 grados Celsius (2,7 grados Fahrenheit) por encima de los niveles preindustriales, toda la producción de petróleo y gas de los países ricos —incluidos Estados Unidos, el Reino Unido, Canadá, Australia y Catar— debe terminar dentro de 12 años. No solo no puede haber nuevas instalaciones de combustibles fósiles, sino que el 40 por ciento de las reservas ya explotadas deben quedarse bajo tierra.

Aunque, por un lado, la Ley de Reducción de la Inflación aprobada hace poco en Estados Unidos promete reducir las emisiones generales al incentivar las energías limpias, por el otro, hace justo lo mismo que no podemos permitirnos: otorgar nuevos contratos de arrendamiento para la explotación de petróleo y gas a las empresas ya inundadas de ganancias históricas. ¿Qué hacen con todo ese dinero? Lo reinvierten, por supuesto, en nuevo petróleo y gas, una fuente de beneficios que estas empresas no pueden abandonar.

No es de extrañar que la gente sienta cierta desesperación y, sobre todo, rabia. Los jóvenes europeos arrastrados al activismo climático en 2018 y 2019, cuando Greta Thunberg puso en marcha a su generación, tienden ahora a sentirse frustrados porque todo sigue como siempre. Y, en efecto, una conclusión lógicamente inevitable parece ser que el movimiento climático no ha hecho suficiente. Debe intentar algo más.

En cuanto a la ética de la destrucción de la propiedad, en este caso no es muy complicada. Los combustibles fósiles matan a la gente. Si afectas el flujo de esos combustibles y dañas la maquinaria que impulsan, evitas muertes. Evitas la perpetración de un daño. Puedes destruir un objeto inanimado —y nadie en el movimiento del cambio climático sugiere otra cosa que no sea el ataque a cosas inanimadas— para proteger a los seres vivos. O, dicho de otro modo, si estás encerrado en una casa en llamas, tienes derecho a romper algunas ventanas para salir.

Si la lógica y la ética parecen sencillas, el terreno táctico no lo es. ¿Cómo nos aseguramos de que nadie sufra daños físicos en el proceso? ¿Qué ventanas será mejor romper? ¿Qué aperturas atraerán a un mayor número de personas para dar el salto? No sabemos qué es lo que va a funcionar, si es que funciona algo, y por eso, quizás, el movimiento necesita ambas cosas: llamar la atención mediante la frivolidad, así como realizar cierres quirúrgicos, en una diversidad de afectaciones. No podemos darnos el lujo de renunciar a métodos creativos que puedan hacer avanzar la causa.

Andreas Malm es profesor asociado de Ecología Humana en la Universidad de Lund y autor de How to Blow Up a Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire – New York Times.

 

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