Guy Sorman: Pobres chinos

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Los chinos son como usted y como yo: anhelan libertad y prosperidad. Decir esto, que para mí es obvio, contradice muchos estereotipos sobre el pueblo y la civilización chinos. Desde que los europeos descubrieron China, nunca ha dejado de servir de espejo a nuestras fantasías. En el siglo XVIII, basándose en relatos de viajes de los jesuitas, los filósofos ilustrados, en particular Voltaire y Leibniz, elogiaron el gobierno imperial. China se consideraba un ejemplo perfecto de despotismo ilustrado, deseable para Occidente. El emperador era un filósofo y los mandarines, funcionarios competentes y honestos reclutados por concursos abiertos a todos. Es más, para nuestros filósofos ‘deístas’ los chinos no tenían la mente nublada por tonterías religiosas; todos, al contrario que en la Europa cristiana, estaban empapados de la maravillosa filosofía de Confucio.

En verdad, esa China existió solo en la imaginación de nuestros misioneros y nuestros filósofos. ¿Los emperadores? Tiranos corruptos siempre a merced de unos cuantos golpes de Estado. ¿Los mandarines? Pagaban por acceder a concursos y puestos de trabajo. ¿El confucianismo? No era una filosofía, sino una teología con sus templos y sus sacerdotes, una religión de Estado que legitimaba el despotismo, pero que el pueblo no practicaba. La verdadera religión popular, entonces como ahora, a pesar de la represión, es una síntesis del budismo y el taoísmo, a veces llamada ‘religión china’, por lo sincrética y singular que es. En Taiwán, reducto de la civilización china, es donde mejor podemos medir la piedad popular.

Sin embargo, este mito del gobierno ideal perdura en muchas mentes occidentales que hoy se extasían por la ‘eficiencia’ del Partido Comunista, que sería el relevo de las dinastías imperiales. Pero, ¿qué entendemos por eficiencia? Por supuesto, reina el orden, pero ¿a qué precio? Censura general de todos los medios de expresión, propaganda embrutecedora, culto al líder, encarcelamiento de los uigures y, en general, erradicación cultural, religiosa y física de todos los disidentes que no practiquen el culto a la Gran China y al Partido Comunista. ¿Eficiencia económica? Desde luego. Después de aplastar todo espíritu empresarial y reducir a la población al hambre en la época de Mao Zedong, los chinos, desde Deng Xiaoping, han recuperado el derecho a trabajar y enriquecerse. Destacan en eso, pero con la condición de que paguen su diezmo a los burócratas del partido y no los ofendan. Un poco de realismo: Taiwán, Corea del Sur y Japón se han desarrollado mucho más rápido que China, sin que el Estado se involucre y sin privar a los trabajadores de ningún derecho social. La economía china es relativamente poderosa solo por su población; no lo es per cápita. Y esta economía china solo destaca en la exportación a Occidente y en la imitación del modelo occidental, no en creatividad. Es un hecho que, fuera de las democracias liberales, no hay innovación técnica ni científica.

¿Pero querrían los chinos la democracia? Bueno, la practican en Taiwán y les habría gustado conservarla en Hong Kong. Cuando los chinos emigran o estudian, se dirigen a las democracias liberales. Este deseo de democracia o no, no se puede medir en el continente: no se vota libremente, no se pueden expresar. Los pocos temerarios, hombres de letras, abogados y universitarios que recuerdan que, en 1911, el Imperio fue sustituido por una auténtica democracia, acaban en la cárcel y a veces mueren, como el llorado Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz. A Liu Xiaobo le gustaba explicar a sus visitantes occidentales que los chinos sabían perfectamente qué era la libertad individual, porque ninguna religión es más individualista, incluso anarquista, que la religión china.

¿Qué debemos aprender de la China de Xi Jinping? Nada sobre el arte de gobernar: Europa practicó dictaduras totalitarias antes de deshacerse de ellas. Nada sobre la economía que no sepamos ya: el comercio internacional es rentable, la inflación es odiosa, las empresas son la única fuente de riqueza.

Pero hay una lección desafortunada y lamentable que le debemos a Xi Jinping: el dominio absoluto de internet, las redes sociales y la inteligencia artificial, que ahora confieren a los déspotas medios sin precedentes para controlar a las personas y perpetuarse en el poder. Qué decepción para quienes, como yo, en los albores de internet, hace veinte años, creyeron que la red liberaría a los pueblos, otorgándoles a todos la posibilidad de expresarse y manifestarse. Eso sin contar con las ‘fake news’ [los famosos bulos], la censura y la digitalización por parte de las burocracias de nuestra identidad y de cada uno de nuestros movimientos.

Pobre China, el laboratorio involuntario de tantos experimentos inhumanos, a menudo sanguinarios, siempre violentos. Los chinos no merecían semejante destino; no hay que nacer en China, me dijo un día Liu Xiaobo. Obviamente, no podemos elegir, pero nosotros, que no somos chinos, seamos solidarios con el pueblo chino y tengamos cuidado de no simpatizar con el Partido Comunista, ese imperio de la mentira, hoy consolidado por la inteligencia artificial.

 

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