Las reglas de juego de la modernidad fueron extraordinariamente simples: valemos en la medida en que vociferamos consignas o valemos en la medida en que producimos y consumimos o valemos en la medida en que obedecemos, o valemos en la medida en que poseemos. El motor del tiempo moderno fue el anhelo de muchos por obedecer y por tener, y ese afán encarnó en la muy contundente potestad del Estado y del Mercado. Y ambos, Estado y Mercado, se hicieron totalidad, razón de vida, argumento de existencia, destino de todas las existencias. Estado y Mercado terminaron por arroparse con la simbología de los poderes omnímodos: todo pasó a plegarse a ellos. Su poder, el temor que podían inspirar, la codicia que podían sugerir, movió el comportamiento de las grandes mayorías.
La historia de las sociedades modernas fue hechura de dos esenciales protagonistas: la mayoría que seguía y una minoría que establecía las reglas del juego a ser seguido. De un lado las masas; del otro, los amos. Aquéllas se acostumbraron a obedecer a los poderosos amos. Por su parte, éstos, se convirtieron en los garantes de la obediencia de las mayorías. Nuevos señores y nuevos vasallos unidos por el indestructible nexo de la mutua dependencia.
Por boca de las mayorías se pronunciaron las grandes verdades del tiempo moderno. Verdades incuestionables convertidas en principio legitimador de todo. Verdad de las estadísticas y de las cuantificaciones, verdad de los innumerables números humanos. Hoy sabemos muy bien que las grandes mayorías pueden equivocarse y que muy a menudo lo hacen. Ellas obedecen, confían, consumen, aúpan, vociferan… Siguen a un hombre convertido en figura carismática, o a un partido, o a una idea. O persiguen el canto de sirenas de los precios bajos y la interminable opción de comprar y de comprar mucho. El fanatismo o la ingenuidad de las mayorías acaso haya terminado por convertirse en uno de los eslabones centrales de una cadena histórica, a la postre, destinada a debilitarse o, incluso, a romperse.