En estos días, mientras se celebra el Día Mundial del Urbanismo, se cumplen 55 años de la fundación del Instituto de Urbanismo de la UCV, institución pionera en nuestro país en los campos de la investigación y la docencia de posgrado, avalada por una brillante trayectoria pero que hoy atraviesa una severa crisis que se manifiesta en la ausencia de una generación de relevo y en la dificultad para atraer a sus cursos a jóvenes profesionales destacados.
En principio las causas parecen evidentes: la crisis financiera inducida de las universidades autónomas, en particular de la UCV, asfixiadas presupuestariamente por el Ejecutivo, con profesores sometidos a sueldos humillantes y la posibilidad de generar recursos propios aniquilada por el propio gobierno (caso Zona Rental Plaza Venezuela); la virtual desaparición de la planificación urbana y territorial como parte de la gestión pública, simbolizada en la disparatada liquidación del Instituto Metropolitano de Urbanismo, y como profesión; la incautación de información esencial por parte del régimen sin la cual la actividad planificadora resulta ilusoria; y el rezago tecnológico de unas universidades pauperizadas.
Aunque todo lo anterior es cierto, las cosas van aún más lejos: el nuestro es hoy un país arruinado por una letal combinación de dogmatismo, sectarismo, incompetencia y latrocinio, en el cual el 22% del PIB del año pasado fue generado por actividades ilícitas (narcotráfico, contrabando, extorsión), habiendo entrado en la llamada fase simbiótica, definida como la de más alto riesgo para la democracia; es fácil entender que, en un contexto semejante, no se trata sólo de que la planificación no es posible sino que no puede ser bienvenida por las clases y grupos dominantes.
A ello se debe agregar que el éxodo sin precedentes de estos años, en el que se cuenta un porcentaje muy elevado de académicos y profesionales de alta formación, ha significado una grave pérdida de capital humano, capacidad innovadora y memoria histórica, que, en la mejor de las hipótesis, no podrá ser repuesta sino en el mediano y largo plazo.
Añádase que el motor principal, casi único, que, con todas sus distorsiones y contradicciones, explica el crecimiento económico y la velocidad de expansión de las ciudades venezolanas durante el siglo pasado –la captura de la renta petrolera por parte del Estado–, aunque no ha desaparecido del todo, se encuentra hoy muy disminuido a causa de la ruina de la industria petrolera nacional y la estrategia mundial por reducir el consumo de combustibles fósiles, y es poco probable que pueda recuperar siquiera remotamente el protagonismo de antaño, lo que exigirá diseñar nuevas estrategias urbano-territoriales e identificar nuevos actores y nuevas alianzas.
En el pasado, el monopolio estatal de la renta petrolera posibilitó una fuerte centralización del poder y, recíprocamente, la debilidad e irrelevancia de los poderes locales y regionales pese al carácter supuestamente federal del Estado venezolano; hoy el centralismo y el continuismo se han reforzado exponencialmente, pero, con un Estado, corrupto, incompetente y en ruinas, nos encontramos en la absurda situación del que no hace ni deja hacer.
Lo anterior está envuelto en lo que a todas luces es el tránsito hacia una nueva fase histórica de la humanidad, cuyos rasgos esenciales apenas se perciben vagamente, pero que, según opiniones muy calificadas, requerirá incluso de un nuevo contrato social.
Con lo dicho no se pretende alentar el pesimismo de quienes afirman que se ha perdido el rumbo y es poco lo que se puede hacer, pero sí recordar que, para superar una crisis, es condición necesaria partir de un diagnóstico acertado que no se puede vislumbrar entre quienes pregonan el retorno al «glorioso pasado» y los empecinados en mantener el estrepitoso fracaso que es el «socialismo bolivariano».
En una circunstancia en la que nadie puede presumir de tener la respuesta, cobra fuerte actualidad aquel viejo planteamiento del historiador y exalcalde de Roma G. C. Argan en referencia al plan urbano; concibiéndolo como obra abierta más que como prefiguración de un futuro incierto, proponía entenderlo como un «actuar en el presente según un proyecto»: proyectando «contra algo que es, para que cambie, porque no se puede proyectar para algo que no es… planificando no se planifica la victoria, sino el comportamiento que se propone mantener en la lucha».
Arquitecto – @marconegron