El encuentro de los líderes de la economía mundial en Bali tuvo como nunca antes un carácter no económico sino fundamentalmente político. Ese carácter político se lo había dado, sin proponerse, Vladimir Putin cuando en repetidas ocasiones anunció que la guerra de invasión a Ucrania era solo el comienzo de un levantamiento en contra de la, por él denominada, dominación de Occidente.
Probablemente Xi, de quien se dice piensa con una calculadora en su cabeza, imaginó un nuevo orden económico con China en la vanguardia. Pero en ningún caso la destrucción económica de Occidente, como deliraba Putin. Definitivamente Putin no entendió a Xi ni tampoco al mundo que lo rodea. Pues si hay alguien que necesita de la economía occidental, como un ser vivo al aire, ese es Xi. Sin la economía occidental no existiría la China de hoy. El capitalismo chino es un producto del capitalismo occidental.
China vive y vivirá de las inversiones de Occidente en China y de las de China en Occidente. China –es lo que advirtió el ultranacionalista Donal Trump como un peligro– es el campeón de la globalización económica. Lo que no quiere ni puede aceptar Xi –y desde su perspectiva, con razón – es la dominación cultural y política de Occidente sobre China.
La doctrina china es simple: intensas relaciones económicas con todos los países del mundo, siempre y cuando estos respeten las tradiciones políticas y culturales de China sin inmiscuirse en los asuntos internos del enorme país. Doctrina que entendió muy bien el pragmático canciller de Alemania Olaf Scholz, quien no se cansó de mover la cabeza en sentido afirmativo durante su encuentro con Xi, una semana antes de que fuera iniciada la reunión del G20.
No es posible asegurarlo, pero hay sospechas fundadas de que el, al comienzo muy criticado viaje de Scholz a China, fue planeado en común acuerdo con personeros de otros países occidentales, o por lo menos con el gobierno norteamericano. Como representante de la que se supone es la economía más fuerte de Europa, Scholz fue a entrevistarse con el representante de la economía más fuerte de Asia. Y al parecer ambos llegaron a un acuerdo: Un acuerdo que sería consagrado por los gobiernos reunidos en Bali y que reza más o menos así: “los negocios son los negocios y todo lo que interfiera “nuestros” negocios deberá ser apartado de la mesa.
Bien, Putin y su decimonónica guerra contra Ucrania, interfiere en los negocios del siglo XXl. Por eso, con elegancia alcapónica, Scholz y Xi, luego Xi y Biden, lo apartaron de la mesa. En suma: no hay ni habrá un nuevo orden económico mundial a- la -Putin. En su lugar habrá lo que siempre ha habido pero a mucha mayor velocidad e intensidad que antes: negocios. Negocios que establecerán diversas “figuraciones” (para emplear el término sociológico de Norbert Elías) vale decir, alianzas, contratos, acuerdos. Muchos acuerdos. En esa constelación nadie necesita a Putin. Por el contrario, es un estorbo. Así debe haberse sentido Lavrov caminando a lo largo de las mesas donde compartían los gobernantes- mercaderes de oriente y occidente.
Putin llegó a ser, de actor privilegiado, un estorbo internacional. Evidentemente, en el juego ajedrecista contra Occidente, parece ser evidente que Xi intentó utilizar a Putin como alfil, o más bien como amenaza frente a la posibilidad del conflicto surgido por el estatus de Taiwan. Pero algo deben haber conversado Xi y Biden sobre Taiwan para lograr al final un “acuerdo de caballeros”. Un acuerdo tácito según el cual Xi se comprometería a no anexar (todavía) a Taiwan y Biden a no enviar más algo parecido a la señora Pilossi a armar innecesarios líos con China. ¿Y el nuevo orden económico mundial sobre el que conversaron Xi con Putin en las Olimpiadas? Pues que Putin se olvide.
Dicho en términos más politológicos: aquello que aparece como resultado de la reunión de los 20 es, en primer lugar, la coexistencia económica entre gobiernos con distintas estructuras e ideologías. Para China eso no significa ningún problema pues, reiteramos, es y será su doctrina mundial. Para Occidente, en particular para los EE UU, puede sí ser algo más problemático.
Mientras que para China la autocracia como forma de gobierno corresponde con las más profundas tradiciones históricas del país (el libro de Kissinger, “China”, una maravilla histórica y literaria, lo muestra con precisión) la democracia de Occidente es, o ha llegado a ser, un producto de exportación. La democracia tiene, aunque los presidentes democráticos no lo quieran, un carácter expansivo.
La democracia, eso no lo van a entender nunca los sátrapas y déspotas del planeta, es erótica. No estamos haciendo aquí una figura literaria. Lo que intentamos afirmar es que la democracia no tiene solo un carácter político sino algo muy difícil de ser entendido por economistas y científicos sociales. Me refiero a su inherente sentido ontológico.
En tenor filosófico hay una relación indivisible entre el ser como ser y el ser político, en este caso, el ser democrático. El ser, sigamos hablando ontológicamente, para ser, necesita ser. Y solo se llega a ser más cuando hay libertad para ser. O para que se entienda mejor: la democracia, no es en sí la libertad. Pero es un sistema político que organiza y garantiza institucionalmente a libertades no solo políticas que no existen bajo otras formas de gobierno. Sin esas libertades no puede haber democracia. De todos los regímenes de organización política, la democracia es la forma organizativa que menos niega la voluntad del ser, la mejor de todas las peores, si reinterpretamos a Churchill. Para los que vivimos en democracia, ese es un sobrentendido. Para los que en cambio no viven bajo su amparo, es un deseo que, cuando es sistemáticamente negado, puede llegar a convertirse en una fuerza de acción colectiva. A veces como consecuencia de una indignación nacional ante el caso de una muchacha asesinada por no llevar bien puesto un velo. O frente a un dictador que envía a jóvenes a pelear en una guerra de invasión por la que ellos no quieren luchar.
Los gobernantes de países democráticos son conscientes de representar un orden político que, aún en contra de su voluntad, puede convertirse en objeto del deseo para muchos habitantes de países dominados por autocracias. Las migraciones masivas que avanzan hacia los países occidentales, por ejemplo, no surgen siempre como consecuencia del hambre y la miseria, ni tampoco por razones directamente políticas sino, muchas veces, porque esas multitudes de seres casi siempre jóvenes, son atraídos por las luces de las grandes ciudades occidentales, por una promesa de vida que intuyen pero no conocen, por una realidad que imaginan como negación de las oscuridades de las cavernas del no-ser, desde donde provienen. Biden, ni ningún gobernante occidental, puede hacer algo en contra si los jóvenes de China, o Irán, se sienten atraídos por un Occidente que, sin conocerlo, aman.
Los gobernantes autócráticos pueden apropiarse de la técnica, de la ciencia, de las finanzas occidentales, pero nunca del espíritu político occidental sin negarse a sí mismos. Esas son las razones que explican por qué, como si fuera un sentimiento que pareciera surgir de un atávico instinto de supervivencia, los autócratas del mundo odian a Occidente. Y lamentablemente no lo pueden evitar, aunque sí, cuando se trata de autócratas tan inteligentes como Xi Chinping, disimular (¡qué bien se veía en Bali con traje y corbata!)
Los gobiernos democráticos están obligados a practicar normas de autocontención cuando tienen que dialogar con los autócratas del mundo no-occidental. En muchos casos deben entender que la democracia no está inscrita en ningún programa genético de la humanidad y, por lo mismo, ninguna nación está determinada a “evolucionar” hacia un orden democrático. Los gobiernos asiáticos e islámicos son lo que son de acuerdo a sus propias historias, culturas y tradiciones.
Puede ser incluso que nunca el mundo llegue a ser definitivamente democrático. De ahí que, por lo menos en los grandes encuentros globales, hay que dejar atrás ese misionarismo político que ha caracterizado a muchos gobiernos norteamericanos, como el de Carter, en parte el de Reagan, los de los Bush, e incluso el de Biden.
En la gran película de Martin Scorcese “Silencio” (2016) hay un diálogo intenso entre un maestro budista japonés y un sacerdote jesuita portugués, un misionero. Fue en el año 1638. En ese diálogo, el budista dijo al jesuita: “Nosotros no queremos matarlos a ustedes, pero es que ustedes vienen a predicarnos una religión que no ha nacido, crecido y madurado en nuestros huertos” El jesuita responde: “nuestra religión es universal porque Dios es solo uno”. No era tan cierto, el argumento jesuita. La religión que predicaba había nacido en huertos judíos, griegos y romanos, pero no japoneses. Si era una religión universal lo era tanto como la budista. Hoy, seis siglos después, no hay problemas en predicar el budismo en Occidente y un poco menos el cristianismo en Japón. Pero sí hay problemas para predicar filosofías democráticas en China. Tal vez un día será posible predicar la filosofía democrática occidental en China. Pero para eso hay que tener paciencia china. No es, el nuestro, tiempo de misioneros.
Xi Chinping, como buen chino, tiene paciencia. No intentó acercarse a Occidente cuando parecía que Putin iba a ganar rápidamente la guerra a Ucrania. Solo lo hizo cuando los ucranianos demostraron en los campos de batalla que Putin no iba ser el vencedor. Chinping decidió entonces reiniciar las buenas relaciones diplomáticas con Occidente. En cierto modo -ironía de la historia- la paz mundial se la estamos debiendo a los soldados ucranianos. Slava Ucraini.
Tres puntos de la declaración final, firmada por la mayoría de los gobiernos en Bali, fueron golpes muy duros para el dictador ruso. Entre ellos: 1. No al uso de armas nucleares (clara advertencia al chantaje favorito de Putin) 2. El curso de la economía mundial debe estar puesto por sobre las guerras. 3. No a la guerra en Ucrania.
Cuando Lavrov viajaba en su avión de regreso a Moscú y fue dada a conocer la declaración de Bali, Putin debe haber sentido un frío siberiano sobre sus ya no muy musculosas espaldas.