De esa Grecia empapada de mares – Egeo, Mediterráneo, Jónico – nos envuelve el viento salitral y los soplos suaves de sus tierras
Sobre aquellos rompientes, en un tiempo lejano, acudimos a limpiar olivos y recoger en las diversas islas, almendras, pistachos y avellanas, en espera de que la inconmensurable belleza de aquel Edén terrenal nos fuera favorable.
En esas alquerías levantamos troncos secos, y recogimos trigo y hojas de laurel, mientras arrojábamos al fuego – en honor de los dioses – incienso, canela y flores del cidro.
De allí salimos a los sopores de la vida, o tal vez eso creímos, y aún ahora, en estas costas de la Valencia mediterránea en la que hemos varado, lo más que hacemos, perpetuando aquella peregrinación, es leer a poetas griegos del siglo XX, en la admiración de Constantino Kavafi, Odiseo Elytis y Yorgos Seferis. De este último recordamos una estrofa:
“Siento tristeza porque dejé pasar un ancho río entre mis dedos sin beber una sola gota”.
Eso nos suele suceder a los humanos ante los encontronazos trágicos de la existencia.
El día anterior de nuestra partida de la isla de Miconos, bajo los capiteles de un templo consagrado a una diosa, contemplamos cambiar la luminiscencia del día y, tras un blanco translúcido, venía un manto de crepúsculos.
Fue una ceremonia pagana igual a la observada en insondable silencio por Curzio Malaparte en la Torre del Greco, atalaya levantada en la costa, muy cerca de Nápoles, plasmada después por el escritor de Prato – región de la Toscana – con un naturalismo apesadumbrado en las páginas de su novela “La piel”
En esa escena de las brutales páginas, en lugar de efebos concibiendo en una representación a la pálida luz de la luna, había mujeres con pechos igual a cántaros de leche y fogosidad lasciva.
Aquí, en Miconos, por lo contrario, las cercanas rocas helénicas, parecían llamarnos con sonidos sensibles de flautas, mientras nos sentíamos arropados de una asonancia que nos rodeaba con el desconsuelo de toda despedida. En esa hora recordamos:
Unos seiscientos años antes de la era cristiana, se dio en Grecia el mejor augurio de la historia: la revelación del diálogo. A partir de ese largo espacio de tiempo, la raza humana intentó inmensidad de veces mantenerlo, con el mínimo resultado.
Actualmente, todos miramos a Ucrania esperando un relámpago de esperanza que empuje una conversa entre ella y Rusia.
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