Aunque nos hemos acostumbrado en el último siglo y medio a nombrar como Latinoamérica a la región del Sur del continente descubierto por Colón, debemos advertir que no siempre hubo consenso sobre el nombre bautismal a dársele a una sorpresa que ni siquiera el “Almirante del Mar Océano” llegó a establecer de qué se trataba y de la cual hoy podría decirse que ha tenido tantos nombres como la lista de descubridores, conquistadores y colonizadores que ha conocido.
“Cipango” la llamó el nativo de Génova en sus primeras cartas a los reyes de España a finales del siglo XV creyendo que había llegado a la región Sur de Japón; “Nuevo Mundo”, aquel comerciante italiano Américo Vespucio cuando percibió que Colón estaba equivocado y término legándole su propio nombre a cuenta de no ocurrírsele otro; “Hispano América”, los ingleses para judicializar que ellos también tenían “su” América, “Latinoamérica” los franceses para dejar claro que no era una hazaña “anglosajona” sino “latina”; e “Indoamérica” los primeros marxistas cuando llegaron a la región a comienzos del Siglo XX y un peruano José Carlos Mariátegui compró la tesis que los primeros pobladores venían de Asia.
Sin embargo, lo real es que este copioso almanaque revela que los “primeros pobladores” no se reconocían como tales, no sabían si existían otros mundos, razas, tierras, dioses y culturas y puestos frente a frente un azteca y un caribe no se tomarían sino como humanos simplemente y quizá llegados del inframundo, del espacio estelar o de su propia imaginación.
De modo que, arribados a aquel caos, Colón y sus compañeros de aventura -que intentaban demostrar que la tierra era redonda-, no tuvieron otra idea que llamarlos “japoneses”, y por extensión, quienes los siguieron “indios”, y Vespucio “neomundeses o neomundanos”, y quienes fueron conquistándolos, colonizándolos y dominándolos (españoles, ingleses, franceses y marxistas) los etiquetaron con sus marcas según los consideraban su zona de influencia, hasta llegar al día de hoy en que nadie duda que China llegará a constituirse el próximo ombligo del mundo y la región o continente que no sabe como se llama y adopta el nombre de sus conquistadores, empiece a conocerse como “lachinoamérica”.
Porque, no nos llamemos a engaño, ya China lleva siglos, años, enviando adelantados al “Cipango”, como pudieron ser los miles de obreros que murieron en la construcción del Canal de Panamá, los que fueron clave en la maravilla arquitectónica del puente que une a la Ciudad de San Francisco con sus dos riberas y, de paso, dejaron la agricultura californiana que fue pionera en el país que después se convirtió en el primer productor de alimentos del mundo.
Y siguieron viajando hacia el Sur, dejando en cada puerto sus restaurantes, sus mentoles, sus lavanderías y sus fuegos artificiales, ese recogimiento interior y exterior que solo se manifiesta en el trabajo que, desde luego, no está relacionado con la tala de bosques y selvas para buscar oro o petróleo, ni de músicas, bailes, ni exposiciones para incinerar culturas nacionales, ni de burdeles, ni siembra de hojas de coca, o de amapola, que siempre deja la huella de criminales que, paso a paso, van grangeando instituciones, estados o religiones que día a día ruedan por un vacío como buscando quien los gobierne.
Ya China viene dando muestras de este su nuevo rol histórico desde que a mediados de los 70 se sacudió de los extravíos del emperador Mao Tse Tung, quien los condujo a 30 años de oscuridades y de horrores tratando de imponer la utopía marxista, pero reaccionando sin pausas y no dudando de restablecer el capitalismo liberal, que el reformista y hombre de estado, Deng Tsiao Ping, introdujo en el país con el dogma filosófico de que: “No importa que el gato sea blanco o negro con tal que cace ratones”.
“Cazar ratones” significó aquí abrir la economía de par en par al capital extranjero, importar tecnología de punta, cerrar fábricas y empresas estatizadas y en quiebra y empezar a regir el mercado laboral por la ley de la oferta y la demanda.
En otras palabras que el despertar de un gigante que no se olvidó que liberar la economía no significa liberar la política y que una economía democrática en la idea clásica del “laissez faire, laissez passer”, podía conducir a la formación de gigantescos monopolios que al final se comieran al estado y a la sociedad misma.
China empezó entonces a crecer a tasas de entre 10 y 15 por ciento anuales, a atraer por su gigantesco mercado a todos los trust, fondos e innovadores del mundo y, lo que fue más importante, a reducir pobreza y asfixiar desigualdades.
Paralelamente empezó a crearse sus propios mercados, a competir en precios y calidad con los tres grandes del momento (EEUU, Alemania y Japón) y atreviéndose (con la ayuda taiwanesa) a remontarse a la tecnología digital, a la revolución electrónica, hasta quedar constituida en el único país que ve cara a cara y amenaza con sustituir a la primera economía del mundo, la norteamericana.
Y entre tanto barajo, fiebre, ruleteo y drama, un nombre que siempre le ha llamado la atención, el de una región o continente que fue confundida por sus descubridores como parte de China, Latinoamérica, Hispanoamérica o Indoamérica, unos 640 millones de habitantes y 20 millones de kms con inmensas riquezas, y a medio andar o medio desarrollar, porque la mayoría de sus habitantes no se deciden a ser capitalistas o socialistas, ricos o pobres, demócratas o autoritarios y saltan de sistema en sistema y de opción en opción, como las bandas de primates que deambulan entre sus selvas húmedas y sombrías.
Unos años los pasan en la riqueza, otros en la pobreza, otros son medio pobres, otros en medio ricos, pero siempre regresando a un punto donde la pregunta básica es: ¿qué hacer?
China trajo algo de la respuesta y a comienzos del 2000 se convirtió en el principal importador de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Ecuador, Colombia, el Caribe y Centro América, acaparando y a buenos precios su producción de carne, soya, café, tabaco (los chinos fuman mucho) granos, y algunos minerales como oro, plata, cobre y platino.
Épocas de vacas gordas para la región que coincidió con los primeros gobiernos del “Foro de Sao Paulo” y el “Socialismo del Siglo XXI” en el subcontinente (Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, los Kirchner en la Argentina, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y los eternos hermanos Castro en Cuba) que hizo soñar a estos retrosocialistas que no era que iban a derrotar al abominable imperialismo norteamericano, sino que ya tenían quien lo sustituyera.
Particular afecto le tomaron los chinos al dictador de Venezuela, Hugo Chávez, quien no solo era un devoto de Mao y la Revolución Cultural, sino un petrodictador que inmediatamente llamó a los hermanos asiáticos para involucrarlos en proyectos ferrocarrileros, hidroeléctricos, agrícolas, de ingeniera militar que hizo que la inmensa riqueza del boom de los crudos del 2004-2008 cayera en Pekín no en gotas, sino en cascadas.
Pero los chinos también traían su propia cartera y así surgió el “Fondo Chino”, un pote de miles de millones de dólares que esguazaron cubanos y venezolanos, que aun tiene demandas en el exterior y es el asombro de fiscales y jueces que instruyen procesos en EU y EEUU.
Pero este no fue el único terremoto surgido en la fiesta de asiáticos y latinoamericanos, sino que en 2008 irrumpió una crisis en la economía occidental que hizo caer los precios y la demanda en los cinco continentes y tanto los hijos de Colón, como los de Confucio, comenzaron a revisar cuentas, sueños y proyectos de los cuales salieron más hampones que revolucionarios y las agujas de los relojes empezaron un rápido retroceso.
Entre otros acontecimientos para llorar, Venezuela se convirtió en un país pobre que, además, tuvo que enterrar al fundador del “Socialismo del Siglo XXI”, Hugo Chávez, China tuvo que sacudirse de sus ilusiones democráticas y volvieron los emperadores y la UE y los EEUU (los pagadores al final de todos estos desafíos) se asomaron a un foso donde casi desaparecen el Euro y el dólar, vuelven algunas democracias a países de América Latina que se creen enterrarán al “Foro de Sao Paulo” y los gobiernos de los países neosocialistas pasan a pagar el precio de ser pobres.
Hoy este escenario en pocos de menos de 10 años luce completamente cambiado, pues en enero del 2020 llega de China, vía la Ruta de la Seda, la Pandemia del Covid-19 que permanece hasta hoy aunque después de colapsar las economías de Europa y América, China, además, es acusada de estar tras la guerra de Rusia y Ucrania y después de cuatro años en el poder Xi Jinping, el presidente China, se hace elegir presidente vitalicio.
Pero nada que perturbe al aspirante a nuevo emperador del mundo, y para demostrarlo nada como la Cumbre del G-20 que hace una semana terminó en Bali, Indonesia, donde recibió un besamanos y la promesa de amistad eterna del presidente de EEUU, Joe Biden, le dio un soberano regaño en público al presidente de Canadá, Justin Trudeau y se negó a hacer comentarios sobre un conflicto que lo compromete, la guerra Ucrania-Rusia.
Una arrogancia que no se había visto desde los tiempos más duros de la “Guerra Fría” y que estoy seguro si hubieran estado presentes Miguel Díaz Canel, López Obrador, Daniel Ortega, Nicolás Maduro, Gustavo Petro, Lula da Silva, Pedro Castillo, Alberto Fernández y Daniel Boric hubiese sido recibido con un poderoso: “!Viva Lachinoamérica!”