En un tiempo viajé mucho por el país venezolano y fuera de él porque me obligaba a hacerlo mi trabajo al frente de la Cinemateca Nacional promoviendo al cine a lo largo de mi propia geografía o defendiéndolo en los festivales internacionales. Era para felicitarme porque no solo conocí a mi país sino que aprendí a valorar países que no eran míos y a conocer otras culturas, pero también a toda clase de gente, compatriotas o no; esclarecidos o detestables.
Fue en Porlamar donde topé con un ejemplar de esta última categoría. Una mujer atractiva pero ostentosa, altiva y dueña de una exuberante lozanía, arrogante, bien vestida, maquillada con esmero y adornada con sortijas y vistosas pulseras de fantasía; siempre sonriente como si estuviera a punto de recibir el aplauso de alguna multitud enardecida, Se sentía superior a los demás porque era la directora de Cultura y Deporte que recibía al director de la Cinemateca invitado a sostener un par de inútiles conferencias sobre cine. «Me encanta recibir y atender a personalidades de la cultura», me dijo al no más descender yo del avión y me sentí como la mariposa clavada con un alfiler formando parte de una rica colección de lepidópteros colores. Le di la mano y la saludé con afecto y cortesía y ella se presentó como deslumbrante experta en asuntos turísticos y directora de Cultura y Deporte del estado Nueva Esparta. De inmediato supe que ella sufría de una debilidad muy venezolana: no poder ocultar una personalidad avasallaste pero vacía, elemental, elegida por el partido de gobierno para asumir una responsabilidad que no le correspondía.
Camino del hotel, la directora se quejó de lo desagradecidos que le resultaban los cineastas venezolanos empeñados en mostrar sucios los ranchos de los cerros sin barrerlos, sin ordenar su precariedad. «¡Caramba, podrían tomarse la molestia de mostrarlos en mejores condiciones puesto que van a ser vistos en otros países. ¡Imagínese, doctor, -me decía golpeando con sus manos enjoyadas el volante del automóvil en el que nos desplazábamos- ¡qué vergüenza!». Y más adelante: «Adoro conocer a artistas e intelectuales porque son tan nobles y humanos. ¡Se contentan con tan poco: una sonrisa, una flor!». «¡También con un chequecito!, la interrumpí y ella se vio obligada a fingir que celebraba mi impertinencia.
Mientras estuve en Margarita aquella coleccionista de célebres mariposas claveteadas por alfileres jamás se dio cuenta de las ofensas que me prodigaban sus desacertadas opiniones y no veía yo la hora de poner fin a mi visita. Al llegar a casa, lo primero que le pedí a mi mujer fue que no me hiciera preguntas ni mencionara a aquella directora de Cultura que me hizo la vida imposible en Porlamar. Sencillamente quería olvidarla, sacarla a empujones de mi vida; asegurar que nunca se cruzó en mi camino. Pero dos meses más tarde, Belén me vio abrazándola en las puertas del Conac y criticó duramente que estuviera compartiendo un confite justo con la mujer que tanto me había ofendido con su altivez. «¿Es la misma?», pregunté consternado.
Me pasa con demasiada frecuencia que se me olvidan las gentes que me ofenden, las vuelvo a encontrar y las saludo y abrazo con sincera alegría y en cierta forma celebro mi frágil y oscura memoria porque al no recordar el nombre o la persona física que me ofendió no odio a nadie, pero no quiere decir que olvide las ofensas y humillaciones que recibo.
¡No soy ningún Mandela, pero he oído decir que hay ofensas que no merecen ni el perdón de Dios!