Decía Kant que no se enseña filosofía sino a filosofar. Y esa es la actitud que nos corresponde en este siglo lleno de dudas y confusión.
Celebrar el Día Mundial de la Filosofía (el 17 de noviembre) no supone tan solo recuperar el pensamiento clásico sobre el que se ha conformado el ser humano que hoy somos. Es mucho más. Supone hoy pensar, reflexionar, analizar y criticar de forma constructiva la sociedad en la que vivimos y cómo somos los seres humanos. Una crítica que debe siempre abrir puertas, dar un paso más allá de lo conocido, saltar los límites de lo posible, y soñar con que es posible mejorar, ser más justos, buscar el Bien y, por tanto, con ello la felicidad.
Se equivocan quienes piensen que hoy la filosofía no tiene razón de ser, más allá de estudiar el pasado. Al contrario.
Nos encontramos en medio de un terremoto, de una inundación, de una situación inexplicable y sin prever que ocurrirá. El futuro siempre es incierto, no está escrito; sin embargo, sentimos una permanente sensación de decepción, desilusión y desconcierto.
El siglo XXI es el siglo de las contradicciones, la incertidumbre, la desigualdad, la emergencia climática, la polarización, la concentración de la riqueza.
Desde la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, todos los seres humanos somos filósofos, en qué sentido: disponemos por primera vez de un instrumento moral capaz de valorar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Sabemos diferenciar qué nos proporciona dignidad y autonomía. Es un gran logro que debemos defender con todas las herramientas de la razón.
Hoy, necesitamos más que nunca la filosofía para entender cómo vivimos, con quién vivimos, y cómo seremos. Sobre todo, porque aparecen nuevos problemas con dimensiones profundas difíciles de solucionar.
Ya somos 8.000 millones de personas. Un éxito lleno de riesgos. Nuestro crecimiento ha sido exponencial. En 1950, la población mundial era de 2.000 millones. En solo 72 años, hemos crecido 6.000 millones más.
Al mismo tiempo, la población ha ido concentrándose en las urbes. Hoy, el 55% de la población vivimos en ciudades, y se prevé que será el 70% en 2050.
Las ciudades ocupan menos del 2 % del total de la superficie terrestre del mundo.
Producen el 80% del PIB mundial y más del 70 % de las emisiones de carbono.
Casi mil millones de personas están clasificadas como “pobres urbanos”. Además, el crecimiento de “las metrópolis” resulta inclasificable: nos adentramos en urbes de más de 30 millones de personas. ¿Podemos imaginar un alcalde o alcaldesa al frente de ciudades con una población desmesurada, con problemas de desigualdad, guetos y suburbios, conflictos culturales e identitarios, falta de trabajo y vivienda, contaminación y, como elemento invalidante de cualquier convivencia, la violencia?
Por otra parte, no tenemos un planeta B, un hogar alternativo, y seguimos destrozando el planeta, consumiendo más recursos naturales de los que debemos.
En 2021, 272 millones, casi el 3,5 % de la población mundial. En 2000, era del 2,8 %. De ellos, 103 millones desplazados por violencia. 1 de cada 77 personas en el mundo está desplazada forzosa. Las migraciones que vienen serán por causas climáticas.
No todos crecemos y nos desarrollamos igual. Sabemos que la esperanza de vida no es la misma en todos los continentes. Pero esa brecha se agranda cada vez más. El siglo XXI es el siglo de la Desigualdad: a mayor crecimiento económico, mayor dualidad.
La riqueza mundial agregada crece un 9,8% en 2021 y alcanza los 463,6 billones de dólares. Sin embargo, el 1% más rico del planeta sigue acumulando el 45,6% de la riqueza en 2021, un 1,7 puntos más que en 2019.
Una desigualdad que se produce entre países, dentro de los países, y, sobre todo, entre personas. Se produce una concentración de la riqueza que, como bien advierte el profesor Joan Romero, se ha convertido en una “secesión de las élites”: personas tan inmensamente ricas que viven en un país, estudian en otro, su dinero está en otro diferente, sus vacaciones en otros lugares, y se mueven en aviones privados por encima de cualquier ley, norma o democracia que los ate a la mortalidad.
Son esos megáricos que concentran su riqueza, que tienen más patrimonio que la inmensa mayoría de los países del mundo.
De todos ellos, el número uno, sin duda, es Elon Musk: valor estimado de 219 mil millones de dólares (199,66 mil millones de euros). Dueño de Tesla, Spacex y Neuralink (no perdamos de vista a esta empresa). Con Spacex, Elon Musk pretende conquistar el espacio, un lugar que todos creemos que es un bien público y que nos enamora al ver las estrellas. Sin embargo, en cualquier momento no veremos estrellas sino los satélites privados de Elon Musk “comprando” y copando el cielo que está sobre nuestras cabezas. Y Neuralink es una empresa dedicada a la neurotecnología, es decir, a cómo la tecnología puede interactuar directamente con el cerebro.
Elon Musk es tan rico que supera el PIB de más de 150 países y territorios. ¿Quién puede medirse hoy con señores tan inmensamente ricos? Y la concentración de riqueza permite a su vez la concentración de poder.
¿Acaso pensamos que nuestra sociedad dispone de libre mercado? ¿O que somos tan libres que consumimos, comprando y elegimos lo que queremos?
¿Cuánta desigualdad puede soportar la Democracia? Ese es un grave problema: nuestras democracias sufren grandes desestabilizaciones y pérdida de confianza porque no soluciona todos los problemas o porque no tiene todo el poder.
Pero si no existe confianza en las instituciones, en las estructuras del Estado, entre la propia convivencia social, se debilitan las garantías de paz, estabilidad y autodesarrollo personal. Si se pierde la confianza, las Democracias pueden morir, no por golpes de Estado, sino por debilitamiento de sus estructuras.
A todo ello, hemos de admirar el desarrollo realizado en 150 años por parte de la tecnología y la ciencia. Imparable, asombroso, magnífico. Nos acerca a ser “semidioses”, a rozar la perfección, a solucionar enfermedades neurológicas, a mejorar nuestra salud, a vivir más y mejor.
Sin embargo, esto también genera riesgos. Como advierte el científico Rafael Yuste estamos ante el paso de modificar nuestra especie, de convertirnos en seres híbridos, con una realidad aumentada. Ya no solo desafiamos nuestro envejecimiento, sino desafiaremos también a la propia muerte, como dice el trashumanista José Luis Cordeiro.
Ello hace que nos planteemos la necesidad de nuevos derechos humanos: los neuroderechos, que preserven la identidad, la personalidad, el yo.
Podríamos seguir con la lista de graves problemas nuevos, de dimensiones globales, que afectan a nuestro siglo. No tenemos solución, pero tenemos filosofía, que significa pensar, reflexionar, mirar críticamente, ir más allá, y buscar sobre todo las condiciones que garanticen una convivencia en paz y justa para así desarrollar la autonomía, dignidad y libertad de todas las personas.
Sin filosofía, ya no hay camino que recorrer.