Describo el presente suceso tal como me lo refirieron en el histórico Hotel Minzah de Tánger, en cuya pequeña biblioteca, quizás estén aún – algo improbable – dos libros de “Cartas a Patricia” que deposité allí hace unos 30 años.
Tras abandonar su pueblo en Senegal, la joven muchacha cruzó con otros compatriotas, tras muchos días con sus noches navegando en un bote, el perímetro marino cercano a la costa de la ciudad de Tánger, que aún custodia bajo su “Cielo Protector”, Paul Bowles, siendo el último obstáculo para llegar a la tierra española.
No pudo lograrlo, naufragó cercana a los batientes marroquíes donde se contemplas las costas de la Península Ibérica.
En su aldea, una balada habla de que la vida alza el vuelo y se hace nube. Quizás sucedió eso.
Su cuerpo, con poco peso y aliento, fue sacado del salitre con otros compatriotas. Ahí, antes de ese amargo instante, la casi adolescente contempló que sus afanes de conseguir una existencia mejor para el hijo que protegía en sus entrañas se derrumbaban, y ante ese abatido dilema, hizo un juramento: No regresaría nunca a los surcos ásperos de la Reserva de Six Forages, tierra que la hizo soportar sollozos de sangre.En malas condiciones fue llevada al hospital tangerino. Del tálamo blanco pasó a un refugio. Tenía miedo, sudaba, y lo que la muchacha y el feto que gateaba en su cuerpo se dijeron en esas horas, nadie lo sabe. A la mañana siguiente apareció igual a flor del rocío, fría, muerta.
Se cuenta en Marruecos, que el céfiro venido de las estribaciones de la Cordillera del Atlas suele llevarse, como si de una hurís se tratara, el espíritu de cada niña / mujer cuya ansiedad es llegar a la tierra hispana, lugar donde el maná aflora, la leche es abundante y los seres humanos son de color aceitunado.
Hace un tiempo inmemorial, tanto que puedo contar las rugosidades de mi piel macerada, escribí en un cuadernillo, hoy perdido o vuelto polvareda, que mi persona también he sido hombre sin tierra. Mi espacio interior, el de los terruños recónditos, el forjado con dolientes temores, ya no existe. Todo mi aislamiento trashumante, a la presente altura de la existencia, se puede tocar aún ahora mismo, convertirla en carcoma, siendo tal vez sea la razón de comprender el presente drama quejumbroso esparcido sobre estas líneas.
La joven adolescente ya no acariciará el agua azulina del Mediterráneo; su cuerpo transformado en lucero, estrella del sur, o en sonido de esa canción de cuna de Miguel Hernández, será… “escarcha / grande y redonda”.
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