El nuevo primer ministro británico, Rishi Sunak, rectifica a su predecesora, Liz Truss, de manera contundente. Ha anunciado una subida de impuestos, el incremento del salario mínimo un 10% y, en principio, tocar poco los resortes del Estado del Bienestar, ya muy baqueteado por las políticas austericidas de Margareth Thatcher. Al mismo tiempo, existen trabajos y reflexiones más teóricas que urgen a reorientar la gestión de las deudas públicas en el panorama europeo. Fijémonos: dos puntos, impuestos y deuda pública, que son munición preferida por la economía liberal más extrema. Y ello en forma de sendas ideas: los impuestos deben bajarse –los dirigentes conservadores españoles insisten en esta tesis–; y no debe aumentarse la deuda en ningún supuesto, toda vez que, se arguye, esto implica trasladar ese débito a generaciones futuras. Ambas premisas se han dinamitado en el Reino Unido del Brexit, con liderazgos claramente conservadores y con diseños iniciales de política económica de carácter neoliberal.
Sin embargo, las evidencias político-económicas van en la dirección contraria a la defendida por ese conservadurismo liberal. Pero la ignorante tozudez es persistente: se ha llegado a escuchar, en boca de algún economista de esa tendencia liberal, que la inflación existente se explica por la acción expansiva del gobierno. Esto denota una tosca ideologización que no se aviene con los datos.
Hasta el estallido de la guerra, las tensiones inflacionistas no eran determinantes. De hecho, la recuperación económica no elevaba los precios con contundencia, habida cuenta que se venía de periodos –y no precisamente breves– de escenarios más acordes con la deflación. La COVID y la guerra han supuesto un punto de inflexión en la política macroeconómica: la función de las políticas monetaria y fiscal se ha visto reforzada, como contraste con lo acaecido a raíz de la Gran Recesión. La pandemia desplomó la demanda y embalsó el ahorro. La guerra, con sus efectos de estrangulamientos en la oferta, ha promovido elevaciones de precios energéticos ante demandas inelásticas en este punto. La inflación, en Europa, no la han provocado los gobiernos con sus políticas de ayudas y apoyos a consumidores y tejido productivo, máxime si se tienen en cuenta los indicadores de pasivos bancarios, que son muy elevados. Por el contrario: las acciones en política fiscal y monetaria en la Eurozona salvaron la economía de caer en una depresión.
De hecho, los gobiernos han arbitrado medidas para poner diques de contención a las subidas de precios, mecanismos que han funcionado para la economía española. La persistencia de la economía ultra-liberal en culpabilizar de manera invariable a la economía pública de casi todos los males, se enfrenta ante la tiranía de los datos. Hasta tal punto que la ideologización también extrema de las opciones políticas conservadoras no ha tenido más remedio que virar totalmente su ideario práctico: de bajar impuestos a subirlos; de paralizar la demanda a tratar de espolearla; de evitar el endeudamiento y transitar hacia el equilibrio presupuestario, a observar déficits y más débitos. Este gran giro es el que cuesta aceptar.