1. A más de alguien puede sorprender el título del presente ensayo. O considerar como inusual que el fútbol, un deporte, un simple juego, pueda ser comparado con la política que no es un juego (de lo que no estoy muy seguro) o con la vida, pues con la vida no se juega. ¿Qué tiene que ver el fútbol con algo tan serio como la política? Y, aparte de que el mundo del fútbol pertenece a los vivos ¿qué tiene que ver con la vida?
Mi respuesta es la siguiente: todo lo que hacemos es una proyección de la tragedia humana: la de sostenernos en esta vida a través de la búsqueda de un significado que le dé un sentido que nunca sabremos cual es. Pero ¿no es ésa acaso una tarea que corresponde a la filosofía o a la religión? En lo que tiene que ver con la filosofía sólo atino a responder: efectivamente, es una tarea de la filosofía, pero -convengamos en algo- no existe una filosofía “en sí” y si existiera, sólo sería una filosofía de la filosofía. Algo bastante absurdo, por lo demás.
La filosofía -que es el amor por el saber- busca siempre al objeto de “su” deseo. Así, hay una filosofía del amor, una filosofía de la existencia, una filosofía de la sociedad y, por cierto, puede haber –no hay nada que contradiga esa posibilidad- una filosofía del fútbol. Y en lo que tiene que ver con religión, yo sostengo la tesis de que muchas de las actividades que consumen nuestros días, provienen de la religión o, lo que es casi igual: de un ambiente impregnado por la religión. El fútbol también. Más todavía: pienso que el fútbol es una actividad que se encuentra -aún más que la política- impregnado por la religión o, por lo menos, por un sentido religioso de la vida. Para explicar esa opinión debo aclarar tal vez que es lo que entiendo por religión. En ese punto sigo un postulado de Spinoza.
Según Baruch Spinoza (1632-1677) hay que hacer la diferencia entre una creencia y una religión.
Spinoza sostenía que la religión es un obstáculo para la creencia, afirmación que le valió ser condenado por la Sinagoga y por la Iglesia ¡y al mismo tiempo! La diferencia es la siguiente: creer es pensar que la existencia no limita consigo y que, por lo mismo, hay una infinitud, una absolutidad, en fin un Dios que está más allá y más acá de todo. La religión en cambio, es un sistema de ritos y rituales colectivos destinado a mantener viva una creencia en el marco determinado por diversas culturas, tradiciones y costumbres.
Que las prácticas religiosas pueden ser separadas de la creencia, lo sabemos todos. Basta asistir a una eucaristía y observar como muchos fieles no tienen la menor idea del sentido de los rituales y ceremonias que practican. Hay, por ejemplo, quienes comen, ayunan, rezan, se inclinan o postran, comulgan, y viven según determinados “mandamientos”, pero jamás se han detenido a pensar en la infinitud, en la vida después de la muerte, o en el vacío terrible que nos rodea cuando no creemos en nada. A veces ocurre algo parecido en los estadios de fútbol.
Recuerdo una vez, cuando observando a los hinchas de Manchester United, me di cuenta de que muchos de ellos daban sus espaldas al juego, tan concentrados estaban en gritar a favor de su equipo. De pronto Manchester hizo un gol; algunos hinchas se dieron vuelta a mirar con desinterés lo que pasaba en el campo de juego y luego siguieron de espaldas gritando a favor del Manchester. La verdad es que a esos hinchas les interesaba tanto el juego como a muchos religiosos la relación de la vida con la eternidad. Con razón, otro judío tan o más heterodoxo que Spinoza -sí, me refiero a Freud- comparaba las prácticas religiosas con la neurosis, tanto con las individuales como con las colectivas. Y quizás es así: el mundo del neurótico es muy religioso. Y el mundo del religioso es muy neurótico. Tan neurótico como el mundo del fútbol. Debo quizás agregar que no estoy hablando de la neurosis en sentido clínico sino en el sentido a-clínico de Freud, a saber: como una propiedad de la condición humana orientada a distraer nuestra atención de esa mortalidad que escondida como un tigre en el fondo de una caverna nos aguarda a todos.
En fin, la religión es una práctica que asegura nuestras identidades frente a los nos-otros y frente a los vos-otros. En la creencia, en cambio, perdemos nuestra identidad en ese todo sin comienzo ni fin que es Dios. Visto el tema desde esa perspectiva, el fútbol contiene en sí más elementos religiosos que la política. Me explicaré a continuación.
Los seres humanos buscan siempre su identidad (ser iguales a sí mismos), y cuando no la encontramos, nos inventamos una. Sin embargo, y de acuerdo a Michael Walzer, hay identidades “ligeras” e identidades “duras”. Estas últimas son las identidades nacionales, religiosas y –agrego yo- las futbolísticas. A las primeras pertenecen, o deben pertenecer, las políticas. Pero hay un problema: el ser humano –de eso estoy convencido- es un animal religioso, quiera o no, ya que si no seguimos una religión terminamos por rendir culto a cualquier cosa. Puede ser un artista, un cantante, un prójimo, un político, un auto o un futbolista. Sin embargo, las identificaciones “duras” no son intercambiables.
No cambiamos de religión y de nacionalidad todos los días. De las misma manera, un hincha de Boca nunca será de River, ni uno del F. C. Barcelona jamás del Real Madrid. Esa es la razón, opina Michael Walzer (“Thick and Thin”, Indiana 1996), por la cual los antagonismos religiosos y étnicos son tan difíciles de resolver pues no son intercambiables. Los futbolísticos tampoco. En cambio, los conflictos políticos deben ser, por su propia naturaleza, intercambiables, ya que si no fuera así la política no funcionaría. En el caso de que no fueran intercambiables, las elecciones –y sin elecciones no hay política- estarían de más ya que de antemano sabríamos quienes van a ganar. Esa es la razón por la cual es tan difícil implantar usos políticos en países que se rigen por la norma religiosa. En Irak, por ejemplo, sólo hay dos “partidos”: los chiítas que conforman algo así como el 80% de la población y los sunitas que constituyen el 10%; y el resto, otras confesiones. En cada elección los chiítas están condenados a ganar y los sunitas a perder. No hay lucha por la mayoría, y esa es la sal de la política.
Por supuesto, hay personas que hacen de la política una práctica sacrosanta. Pertenecen a la misma organización casi desde que nacen, adscriben a una ideología sin dudar jamás, adoran con devoción a determinados dirigentes, incluso a malvados dictadores, y aunque la historia los contradiga, serán fieles a su partido hasta que la muerte los separe. El mismo vocabulario que usan es religioso. Quienes disienten, serán llamados “renegados” Quienes cambian de posición política, serán “traidores”. En fin, ellos no “están” en un partido; “son” de un partido.
De más está decir que vivir la política como religión lleva a la destrucción de la política. Porque la política la inventamos para resolver nuestros antagonismos discutiendo y argumentando en un juego de posiciones que cada vez es, y debe ser, distinto al anterior. En el fondo, los devotos de la religión política son seres radicalmente frustrados pues intentan encontrar en la política lo que la política nunca les dará a menos que la política deje de ser política. No ocurre así con el fútbol.
Yo -para ponerme como mal ejemplo- “soy” del Colo Colo y lo seré hasta la muerte y más allá de la muerte también. Mas, jamás “seré” de una ideología o de un partido, y mucho menos de un líder, “para siempre”. El fútbol, en ese sentido, es un sustituto de la religión. Pero no nos olvidemos: no es más que un juego. La política en cambio, si es también un juego, no tiene nada que ver con la eternidad. La política es presente, siempre presente, y nunca el presente de hoy será el del mañana. A diferencias de la religión que fue hecha de una vez y para siempre -a nadie se le va a ocurrir cambiar un mandamiento por otro- la política se hizo para comenzar cada cierto tiempo de nuevo, ajustando cuentas con la historia para poner al día nuestros ideales e intereses. O permítaseme expresarme de un modo algo metonímico: la religión viene del cielo, el fútbol del Olimpo, y la política, del centro de la tierra.
2. Aparte de la relación con el tiempo, la política y el fútbol tienen mucho que ver entre sí; aunque no quiero decir que la política determine al fútbol ni mucho menos al revés. Mas, como ambas son actividades que emergieron en un universo impregnado por lo religioso, hay entre política y fútbol una relación sobredeterminada, de modo que encontramos muchos elementos que son de la política incrustados al interior de la lógica futbolística. Sobredeterminación significa-en su sentido freudiano- que entre dos instancias existe una determinación recíproca hasta el punto que es imposible separar lo determinado de lo determinante y eso es lo que ocurre entre política y fútbol lo que no nos debe extrañar puesto que ambas son fuentes de identidades colectivas.
De que modo el fútbol puede llegar a ser un medio de formación de identidades en la construcción imaginaria de una nación, lo demuestra muy bien el conocido libro de Pablo Alabarces titulado “Fútbol y Patria”- “El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina” (Prometeo, Buenos Aires 2002).
“Fútbol y Patria”, de las que conozco, es una de las mejores síntesis de la historia social de Argentina. El problema es que el autor parece que no sabe mucho de fútbol. Yo no entiendo, para poner un ejemplo, como se las arregló para escribir un largo capítulo sobre el mundial de 1978 (el mundial de la dictadura) sin nombrar una sola vez a Mario Kempes. Es lo mismo que escribir sobre el mundial de 1954 sin nombrar a Puskas, sobre el de 1958 sin nombrar a Pelé, sobre el de 1962 sin nombrar a Garrincha. En cualquier caso, el capítulo Vll que lleva como sugestivo título “El maradonismo o la superación del peronismo con otros medios” es notable y recomiendo con énfasis su lectura. A través de ese capítulo es posible entender la relación “sobredeterminada” que puede darse entre política y fútbol.
Sin nombrar a Lacan, pero usando su terminología, Alabarces describe a Maradona como “un significante vacío” en torno a quien se articulan diversos cabos sueltos dejados por el descenso del populismo peronista. Interesante es que Alabarces no compara tanto a Maradona con Perón sino con su “pendant” femenino, Evita.
Al igual que Evita, Maradona asciende desde la pobreza extrema hacia el mundo de los símbolos.
Diego Armando Maradona es, efectivamente”, como miles de pibes que sueñan con llegar a ser astros del fútbol, un “cabecita negra”. Pero, además, un superdotado. En un país donde el fútbol es religión popular, Maradona convierte el balón en un agregado, una prótesis de su propio cuerpo. Como todo genio ya jugaba a los 15 años de edad en la primera de Argentino Juniors. Su llegada a Boca será el paso que lo llevará de ídolo local a ídolo nacional. Su traspaso al Barcelona lo convertirá en estrella global. Su partida al Nápoles será en cierto modo un doble regreso: un regreso a sus ancestros y un regreso al mundo de la pobreza del Sur italiano que se rebela, esta vez de modo futbolístico, en contra del Norte millonario y algo racista que llegó a representar Silvio Berlusconi, dueño del A.C. Milán y por añadidura, Primer Ministro.
El mundial de 1986 en México será la coronación de Maradona como entidad galáctica, como ídolo medial y como representante simbólico de los pobres del mundo en los estadios. El maradonismo superará así al peronismo. Por un lado, alcanza un nivel internacional que el peronismo nunca tuvo. Por otro, se convierte en la expresión máxima de la unidad nacional argentina. Y por si fuera poco, al derrotar Argentina a Inglaterra gracias a “la mano de Dios y la cabeza de Maradona”, Diego Armando, el Pelusa, pasará a ser visto en la imaginación popular como el vindicador que restaura el honor mancillado por la ominosa Guerra de las Malvinas. Inolvidable, además, será ese gesto insolente, en la gran final de 1990 frente a Alemania, cuando pifiado por el público de Milán mientras era entonada la canción nacional, Maradona movió los labios dejando traslucir un inconfundible “hijos de puta”, pasaje que ha pasado a ser tan importante como sus goles, en su ya tormentosa biografía.
Después del mundial de 1994 en los EE UU, donde su orina reveló lo que todos sabían, vendrá el lento descenso a los infiernos. Drogado, vilipendiado por la prensa, amenazado por mafiosos, rodeado por amigotes de baja ralea, enfermo, muy gordo, busca restaurar por múltiples medios su imagen perdida, recurriendo, como el eximio populista que es, a diversos trucos. Un día aparecerá con el nefasto Menem pidiendo la pena de muerte para los traficantes de droga. Otro día aparecerá en Cuba al lado del Gran Dictador. Otra vez buscará el amparo de Chávez, ese Perón sin Evita ni sindicatos, pero al igual que Maradona, experto en comunicación medial.
Según Alabarces, Maradona fue el último símbolo plebeyo de la patria, el último héroe nacional y quizás, agrego yo, el último gran populista de una nación populista. Y como sucede con todo populismo, el mito de Maradona sobrevivirá a Maradona.
3. En el intento de mostrar la relación sociedad-política- fútbol, el texto de Alabarces no puede evitar caer en monocausalismos sociologistas y economicistas propios a ese marxismo académico que todavía predomina en la intelectualidad latinoamericana. Incluso se tiene la impresión de que para el autor el fútbol no es más que una superestructura de una supuesta base socioeconómica que se explica por sí sola. De este modo Alabarces renuncia a entender el fenómeno del fútbol en su especificidad, que es una de las razones por las cuales ha llegado a ser el rey de los deportes. Con ello quiero decir que el fútbol, al igual que la política, no sólo es el reflejo deportivo de un determinado orden socioeconómico sino que contiene en sí lógicas y discursos que trascienden su marco histórico, hecho que posibilita que miembros de las más distintas culturas y tradiciones, de las más diversas edades, de las naciones más ricas y de las más pobres, se sientan “retratados” en la contemplación de un juego que, al igual que la política, es algo más que un juego. En fin, lo que estoy sugiriendo, y lo diré de una vez por todas, es que el fútbol es un simulacro de la vida. Pero –atención- digo simulacro y no simulación; y la diferencia no es banal.
La simulación tiene dos significados. O es imitación o es falsificación. El simulacro en cambio no es ni imitación ni falsificación sino proyección o traslado de una realidad hacia un espacio constitutivo distinto al ocupado originariamente. Para poner un ejemplo: trasladar un sentimiento de amor no realizado a la poesía o a la música es realizar un simulacro. En ese caso la poesía o la balada son configurados como simulacros y es por eso que todos quienes han tenido un sentimiento de amor similar al del artista pueden contemplarse a sí mismos, aunque sin reconocerse, en el espejo de la música o de la poesía. El arte, así como el fútbol -y para muchos, el fútbol es un arte- es casi siempre un simulacro de “otra” realidad que no es artística. En ese sentido, la política o el fútbol puede ser un simulacro de la guerra, o del amor, o del odio, o de todo a la vez. Es por eso que, repito, el fútbol es un simulacro de la vida, y esa es la razón porque tanto nos apasiona.
Pero como ocurre en la vida, la política y el fútbol están marcados por antagonismos irreconciliables, y el más profundo de todos es el de la lucha por la vida misma: la lucha en contra de la muerte. Porque en la política o en el fútbol se trata de perder o ganar. No obstante, en ambos casos, la resolución del antagonismo no tiene lugar en su forma originaria. la de la guerra, sino mediante un simulacro que convierte la muerte del enemigo en una simple ficción. Y para que eso sea posible es preciso realizar dos procesos de conversión: convertir la muerte en una derrota parcial (o la vida en una victoria parcial) y convertir al enemigo en un simple adversario. Eso implica someter la trama política o futbolística a un orden determinado por un espacio constitutivo, por una rigurosa división de poderes, por reglas y leyes, y por un horario estrictamente regulado, es decir: convertir la condición guerrera en condición política o futbolística o, lo que es parecido: convertir la tragedia de la guerra en un simple juego. El juego es el simulacro.
El espacio de los juegos políticos y futbolísticos es y debe estar escindido. Así como en el parlamento los de izquierda y los de derecha forman dos bandos, la cancha de fútbol, antes aún de que comience el juego, está dividida en dos, como para decirnos que en ese juego, el de la vida, la unidad es imposible puesto que para que haya juego se necesita de la división del campo de juego. A partir de esa raya divisoria los enemigos intentarán penetrar al campo adversario y convertir el gol que asegurará el triunfo. Nada más simple para los que no entienden de fútbol. Altamente complicado para los especialistas. Pues no se trata sólo de avanzar y hacer un gol, sino de hacerlo en un campo minado por instituciones, leyes y reglamentos de acuerdo a una estricta división de poderes sin la cual tanto la política como el fútbol se convierten en pura imposibilidad. En fin, el fútbol tiene lugar en un espacio marcado por relaciones de poder.
En ambas prácticas, la política y el fútbol, el portador originario del poder es el pueblo, el soberano, que si no existiese no habría fútbol ni política. Ahora, ese pueblo no es un pueblo natural ni tampoco étnico. Es un pueblo político y eso quiere decir, un pueblo dividido. Así como nunca hay un pueblo formado sólo por personas de izquierda (o de derecha) tampoco hay un equipo que tenga detrás de sí a todos los aficionados, a menos, por supuesto, que juegue una selección nacional en la propia nación en contra de un enemigo “externo”. En ese caso el pueblo se eleva a una fase superior: la de pueblo-nación. Es por eso que en los campeonatos internacionales los jugadores sienten detrás de sí el apoyo real o virtual de la nación que representan. Lo mismo ocurre en las Naciones Unidas ya que independientemente del “partido” al que pertenecen los delegados, ellos son representantes de sus naciones.
Alrededor de la cancha rayada el pueblo se agrupa en torno a dos emblemas distintos. Así, el pueblo toma partido en un partido que está partido, partidura que es condición de la unidad consigo mismo. Gritando por los suyos, a-vivando, el pueblo se convierte frente a sí en una unidad soberana, en un poder. Pero, aunque el poder del fútbol reside en el pueblo, el pueblo, como en la política, no puede gobernar por sí solo. Entonces, el pueblo delega el, o parte del, poder.
Por ejemplo, en cada nación existen las Federaciones de fútbol las que organizadas entre sí terminan por generar ese gobierno del fútbol mundial que es la FIFA. La Federación ordena las fechas, administra los diversos intereses locales o nacionales, en fin, gobierna. Pero su gobierno no es tiránico dado que debe ajustarse a las leyes pre-establecidas. En fin, la FIFA y las federaciones nacionales gobiernan de un modo más democrático que muchos gobiernos de la tierra puesto que ninguna Federación de Fútbol puede gobernar fuera de la ley, como es uso frecuente en algunos gobiernos latinoamericanos.
Los jugadores de ambos equipos pueden ser, a su vez, comparados con los delegados políticos que en esa cancha rayada que es el Parlamento polemizan, a veces con mayor fiereza y crueldad que en el fútbol. Pero hay una diferencia: en los parlamentos los partidos debaten y, además, legislan. En cambio, en ese parlamento que es el partido de fútbol, los jugadores debaten, mas no legislan. Y no pueden hacerlo porque las reglas, es decir las leyes del fútbol, son incambiables. En ese sentido la lucha futbolística semeja más el debate de los antiguos griegos que hacían de la polémica no un medio sino un fin.
El poder judicial está representado por el árbitro y los guarda-líneas. Estos últimos son más importantes de lo que se piensa pues su función es preservar los límites para que el juego no escape de su línea como suele ocurrir a cada momento entre nosotros, siempre dispuestos a transgredir los limites que nos rodean. Además, en situaciones dudosas operan como consultores del árbitro introduciendo una mínima cuota de deliberación en la decisión judicial. El árbitro a su vez, es el máximo representante de la justicia.
La misión del árbitro no consiste sólo en aplicar el reglamento sino, además, interpretarlo. Debe aplicar la ley, por cierto, pero con cierta mesura y discreción. No hay árbitro más nefasto que aquel que transforma el partido en un concierto de pitos. Lo mismo ocurre en la vida cívica. Las leyes están hechas para reglar la convivencia pero nadie puede vivir cada minuto pensando en las leyes. Los buenos árbitros son en cambio aquellos que pasan inadvertidos. “Cuando nadie me nombra” –dijo una vez un gran árbitro chileno (Carlos Robles)- “quiere decir que he realizado un gran arbitraje; el silencio y la indiferencia son los aplausos que yo recibo”.
Hay árbitros que cometen grandes errores. Ningún juez es infalible, y grandes son los árbitros no cuando no cometen errores sino cuando después del partido –nunca durante- así lo reconocen. Los jugadores, a su vez, deben ajustarse a la ley o ser sancionados. Pero como ocurre en la vida ciudadana, hay algunos expertos en transgredir la ley sin que nadie lo advierta. Otros intentan engañar al árbitro, y muchas veces lo logran, simulando ser víctimas de infracciones nunca cometidas. Hay otros que difícilmente se controlan a sí mismos y no son pocas las ocasiones en las que los árbitros deben imprecar con dureza a los jugadores, amenazarlos e incluso, convencerlos con una sonrisa que en la próxima ocasión deberán abandonar el juego. Los jugadores, a su vez, saben, que por muy mal que arbitre, el árbitro es el depositario de la Ley y por tanto debe ser respetado. Por cierto, nunca faltan los brutos que insultan e incluso intentan golpear al árbitro. A ellos les espera la más dura condena, y aunque pidan perdón, deberán serán castigados.
Pero lo más importante de todo es que el árbitro actúe como el representante de la justicia sobre la tierra, por lo menos mientras dure un partido. El árbitro, en ese sentido, no sólo debe aparecer como justo, además debe serlo. Nadie espera por supuesto que el árbitro sea infalible, pero sí que sea honesto. Si existe la sospecha de que el árbitro ha sido “comprado”, ya sea por una mafia o por un gobierno, el partido de fútbol está arruinado antes aún de que comience.
Quiero decir, la mayoría de nosotros sabemos que la vida no es justa, pero también sabemos que sin una mínima idea de justicia, que sin una mínima confianza en la justicia, que sin una independencia del poder de la justicia frente a los demás poderes, sea políticos o económicos o deportivos, la vida social, la vida política y la vida futbolística no podrían ser vividas con decencia. Si la justicia no existe, o por lo menos, si no creemos que existe algo parecido a la justicia, todo eso que forma parte, no del fútbol, no de la política, sino además, de la condición moral de cada uno, se viene al suelo. Malditos aquellos jueces que entregan su potestad a otros poderes, malditos los jueces venales, los jueces cobardes, malditos sean. Ellos no sólo han arruinado su vida, que es lo de menos. Han arruinado esa mínima confianza básica que necesitamos los humanos para vivir juntos sin ofendernos.
4. Si tomamos en cuenta que el fútbol es un juego cuya existencia depende de la presencia soberana del pueblo que delega su poder a instituciones que aplican reglamentos y leyes establecidas mediante la conformación de una división de poderes en donde el poder deliberativo que es el juego mismo es independiente del poder ejecutivo y del poder judicial, podemos entender las razones que llevaron a Albert Camus a escribir lo siguiente:
Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol.
Las palabras de Camus resultan aún más inteligibles si recordamos que el gran escritor creció jugando fútbol en un país colonizado como era Argelia, esto es, en un país políticamente dependiente, sin instituciones propias y sin democracia. En esas condiciones Camus encontró en el fútbol lo que no podía encontrar en la política. O dicho así: lo que política no daba, el fútbol lo prestaba.
Pero Camus habla, además, de su deuda moral con el fútbol. Opinión que tampoco debe extrañar si tomamos en cuenta que el fútbol es un deporte colectivo. Y la moral será siempre una moral frente a los demás.
Como es sabido, un equipo de fútbol (puede ser de cualquier otro deporte) es una escuela donde se conoce y practica la más estrecha solidaridad. Los miembros de un equipo saben que de la suerte de uno, por lo menos durante el juego, depende la suerte de todos. Al revés también. Ni el genio futbolístico más grande puede prescindir de los demás.
Los jugadores conocen la amistad en su más alta expresión, que es la camaradería. Pero hay dos tipos de camaradería: la de quienes se unen para alcanzar un objetivo común y la de quienes se unen para luchar en contra de un mismo enemigo. Ahora bien, en un equipo de fútbol las dos son una sola. El objetivo común es, por cierto, ganar. Pero el enemigo común quiere impedir “nuestra” victoria. Así, los otros, nuestros “enemigos”, como también ocurre en la guerra, son los que ayudan a la formación de un “nosotros”, un “nosotros” que será cada vez más intenso mientras más fuerte sea la oposición de los “otros”. En la política suele suceder algo parecido.
Si por ejemplo reviso mi biografía política –mi biografía futbolística es desastrosa- comprobaré que cada vez que he decidido “bajar” a la política ha sido en contra de alguien o de algo. Nunca a favor de nada. Esa es la misma “negatividad positiva” que une -por lo menos mientras dura el juego- a los futbolistas de un equipo. Sólo así podemos entender como individuos tan diferentes, de orígenes tan disímiles, de pueblos tan heterogéneos y que además -como ocurre en los equipos globalizados de nuestro tiempo- hablan distintos idiomas, puedan llegar a entenderse hasta el punto que un equipo puede llegar a ser once cuerpos metidos en una sola alma.
Hay equipos que han alcanzado una unidad legendaria. Los más ancianos recuerdan como funcionaba esa máquina húngara de 1954 formada por genios como Kocsis, Czibor, Hidegkuti y el inolvidable Ferenk Puskas. Tambien ya es leyenda el equipo de “caras sucias” argentinos del sudamericano de 1957 en Lima donde Corbatta, Maschio, Angelillo y Sívori jugaban de memoria. O la “naranja mecánica” holandesa, donde Neeskens y Cruyff podían jugar entre sí con los ojos cerrados. Pero sin duda, la obra de sincronización más perfecta que se ha dado en la historia del fútbol fue la de ese mágico equipo brasilero de 1958 y 1962, donde todos brillaban sin que ninguno oscureciera al otro: los dos Santos (Djalma y Milton) Zito, Didí, Garrincha, Vavá, Pelé, Zagalo. Dudo que alguna vez vuelva a aparecer un “scratch” de tanta eficacia y majestad. Lamentablemente esa sincronización no siempre funciona puesto que en el fútbol ocurre lo mismo que en la vida, cuando dos personas no pueden estar nunca juntas, pese a todos sus esfuerzos. Al llegar a este punto me viene a la memoria la triste historia de Didí en el Real Madrid de Alfredo Di Stéfano.
Didí: un gran señor del medio campo. Nunca vi jugar a nadie con tanta elegancia, ni siquiera a Beckenbauer o Beckham. Alto y delgado, desplazaba su cuerpo al ritmo candente de una lenta zamba. Sus pases de 30 metros llegaban siempre al lugar preciso y sus tiros libros portaban la marca de la “hoja seca” de la cual él fue su inventor. Y como todo galáctico aterrizó Didí una vez en el Real Madrid. Pero ahí estaba el otro gran señor: Alfredo Di Stéfano. El problema era que Di Stéfano jugaba muy distinto a Didí. Mientras Didí se tomaba su tiempo, Di Stéfano corría como un demente a lo largo de toda la cancha. Mientras Didí representaba a la danza, Di Stéfano era puro vértigo. Mientras Didí se acomodaba para lanzar uno de sus pases, Di Stéfano ya corría a recibir el pase que siempre llegaba con atraso. Definitivamente, no podían jugar juntos. Es por eso que Didí tuvo que irse del Real. No ocurrió lo mismo con Puskas que sí aceptó la hegemonía de Di Stéfano hasta el punto de convertirse, pese a su fama, en el segundo pie izquierdo del gran argentino.
En la política suelen aparecer incompatibilidades parecidas. Una de las más notorias fue la que ocurrió en el Partido Socialdemócrata alemán entre sus dos más grandes líderes: Willy Brandt y Helmuth Schmidt. La verdad es que Dios no pudo haber hecho a dos personas tan distintas. Brandt era cálido, solidario, amistoso, simpático, social, bebedor y mujeriego. Schmitt en cambio era frío, calculador, muy duro consigo y los demás, fumador, puritano y monógamo hasta el exceso. Por supuesto, ambos representaban dos políticas diferentes: abierto a los cambios, Brandt; conservador, Schmitt. Y Willy Brandt tuvo que irse al igual que Didí. Mas, esas son excepciones. Entre miembros de un mismo partido o equipo, la unidad es la regla y la divergencia una excepción.
Podemos entonces imaginar que Albert Camus encontró en el fútbol ese orden que ni la política ni la sociedad podían darle. Pero también debe haber aprendido que ningún orden funciona por sí solo. Que todo orden requiere de jerarquías, estructuras, liderazgos. Que los partidos políticos deben ser dirigidos y el dirigente político debe ser un estratega y un táctico. Que en el fútbol, el lugar del dirigente político es ocupado por el entrenador, hombre encargado de definir las alineaciones, ordenar las líneas, motivar a los jugadores y, sobre todo, estudiar los movimientos del adversario.
El entrenador, así como el dirigente político, estructura las líneas de acuerdo a diversos sistemas. Pero los sistemas futbolísticos, así como los políticos, han cambiado mucho a través del tiempo. Cuando yo me inicié en el conocimiento de la ciencia futbolística primaba el 3- 2- 5. Poco después, los italianos inventaron el “catenaccio” (el cerrojo) con un líbero detrás de una cerrada defensa y cuyo objetivo más que ganar era no perder. Los brasileños, libres de complejos post-bélicos, inventaron a partir de 1958 el 4-2-4, sistema que funcionaba bajo la condición de que existiese un Pelé, de modo que muy pronto el sistema imperante pasó a ser el del 4- 4- 2 e incluso, el 4-5-1. Rinus Michels causó una vez furor con la “naranja mecánica” holandesa, sistema circular mediante el cual los jugadores rotaban en todos los puestos y que pronto fue desechado pues los jugadores terminaban el partido casi muertos. Hoy Mourinho y Guardiola han vuelto a la ofensiva y aplican el 3- 4- 3. Recuerdo que Beckenbauer cambiaba de un sistema al otro de acuerdo a las características de sus jugadores, es decir, jamás adaptaba a los jugadores a un sistema pero sí un sistema a los jugadores. Sabia idea que deberían seguir algunos líderes políticos obsesionados en aplicar sistemas ideológicos a pueblos que por sus características culturales y sociales los rechazan..
5. Así como hay diferentes sistemas, hay también distintos entrenadores. En ese sentido hay que consignar que la personalidad del entrenador es tanto o más importante que el sistema que aplican. Hay entrenadores amistosos, autoritarios, agresivos, reflexivos, y mucho más. Pero a pesar de todas esas diferencias, hay una característica que une a todos los grandes: son respetados. Así como el Príncipe de Maquiavelo no debía ser amado sino temido, el entrenador no debe ser amado ni temido: debe ser respetado. Y, como todos sabemos, el respeto se obtiene respetando. Sin ese respeto –eso fue quizás lo que advirtió Camus– la vida, que siempre será una vida social, se convierte en una pesadilla. Podemos vivir sin amor; sin respeto jamás. Las más grandes rebeliones sociales han ocurrido –no hay que olvidarlo- no cuando los pueblos no son amados por sus reyes o presidentes, sino cuando han sido objeto de grandes falta de respeto.
La fauna de los entrenadores es muy variada, y para conocerla mejor resulta interesante ver sus actitudes frente a partidos importantes. Hubo, por ejemplo, entrenadores musicales como Otto Rehhagel quien mueve las manos a lo largo del partido como si estuviera dirigiendo una sinfonía. O elegantes, como César Luis Menotti quien vestido de gala contemplaba los partidos fumando sin parar. O estudiosos como Louis Van Gaal, escribiendo y escribiendo mientras dura el juego. O impertérritos, como Franz Beckenbauer, situado al borde de la línea, sin mover un sólo músculo, anunciando a los jugadores que él estaba ahí, observándolos uno por uno. O los enigmáticos como Marcelo Bielsa viendo los partidos encuclillado, mirando sólo los pies de los jugadores, como si no tuvieran cabezas. O melancólicos, como Manuel Pellegrini, quien pese a su gran sabiduría mira el partido con ojos infinitamente tristes. O emocionales como José Mourinho, quien antes y después del partido abraza a quien se le ponga por delante. Yo no sé quien fue el entrenador de Albert Camus, de quien se dice que cuando joven poseía un “dribling” endiablado, pero debe haber sido buenísimo.
No olvidemos; además de jugar bien al fútbol, Camus fue, desde su más temprana juventud, escritor. Luego, no es un descamino pensar que el interés de Camus por el fútbol era también intelectual. Hay, en efecto, una extensa literatura futbolística que alguna vez deberá ser recopilada en tomos. Así como la política necesita de intelectuales que la analicen, el fútbol también posee su propia intelectualidad. Me refiero a los grandes comentaristas de fútbol, y sobre todo a los cronistas deportivos, algunos de los cuales murieron sin saber que eran poseedores de un talento literario que muchos escritores – incluyendo algunos famosos- nunca tuvieron. Debo confesar –al llegar a este tema- que mi primer contacto con el fútbol no fue en un estadio sino en un kiosco de la esquina leyendo la revista argentina El Gráfico que una vez me prestó el “diarero”. Desde el primer momento El Gráfico despertó en mí un inusitado interés. Después, en mi juventud, me hice devoto seguidor de los artículos del uruguayo Borocotó y después de Dante Panzeri.
Ricardo Lorenzo Rodriguez más conocido como Borocotó y Dante Panzeri poseían una prosa seductora y cada uno de sus comentarios tenían la estructura de un cuento con inesperados suspensos. Ya adulto, al encontrar un día un ejemplar todo amarillento de El Gráfico, leí de nuevo a Borocotó. Ahí fue cuando me di cuenta de lo que no sabía: Borocotó escribía como Jorge Luis Borges. Un escritorazo era Borocotó. Panzeri no le iba a la zaga.
También yo leía, y con estricta disciplina, la revista chilena “Estadio” donde escribían los mejores comentaristas deportivos de mi país: Julio Martinez el popular Jota Eme, Antonino Vera y sobre todo, al que más me gustaba, Renato Gonzáles alias Mister Huifa, quien además de saber mucho de fútbol era un eximio erudito del boxeo. Mister Huifa, a diferencias de Borocotó, poseía una prosa precaria, casi elemental. Pero sus comentarios eran precisos e inteligentes. Gracias a él aprendí a ver el fútbol “de otra manera”. Recuerdo por ejemplo que después de una victoria de Santos sobre un equipo checo (durante esos cuadrangulares nocturnos que se jugaban en el estadio Nacional) Mister Huifa escribió un artículo titulado “Pelé jugó mejor que nunca”. Yo me pregunté si Mister Huifa había visto un partido distinto al que yo había visto pues, ante mi desilusión, Pelé esa noche no había hecho ninguna de sus grandes magias, más bien había pasado desapercibido. Mas, al leer el artículo de Mister Huifa, entendí lo que él quería decir. Los checos habían construido un cerco de cuatro jugadores alrededor de Pelé. ¿Qué hizo entonces Pelé? Así lo explicaba Mister Huifa: Pelé abandonó su puesto clásico (el 10) y fue a jugar bien atrás, casi junto a la defensa del Santos. Hasta allí lo siguieron sus custodios. De este modo Pelé abrió un tremendo forado por donde penetraban sus compadres, sobre todo Coutinho y Pepe -no eran precisamente cojos,- y ellos se dieron un festín de goles. Esa era la gran diferencia entre Pelé y Maradona. Mientras el equipo jugaba para Maradona, Pelé jugaba para el equipo.
Gracias a Mister Huifa puedo seguir hoy con atención partidos que no son espectaculares, pero sí, interesantes.
No sé si Camus era un lector de revistas deportivas. Pero apostaría un par de dedos que más de una vez leyó, en Argelia, algún ejemplar de esa grandiosa revista deportiva francesa que es todavía, L`Equipe.
6. ¿Tendrá también que ver la filosofía existencialista de Camus con el fútbol de sus años mozos? De eso estoy seguro. Si por existencialismo entendemos una filosofía del ser en el tiempo, el fútbol como la política tiene que ver, y mucho, con la construcción narrativa del tiempo.
Puede que el alma exista en un pie” (Carmenza Saldías)
Gracias a la narración de los acontecimientos que marcan el paso del tiempo podemos recordar, entender, y sobre todo, re-crear el pasado. Del mismo modo como la historia de una nación es construida de acuerdo a acontecimientos políticos, el fútbol tiene su propia historia la que se entronca y enreda con la historia de las naciones. Y si no me creen pregúntenle a un uruguayo que significó y significa para la historia del país el “Maracanazo” del 50. O a un alemán lo que significó para su nación merecidamente destruida, el mundial del 54. O pregúntele a un brasileño porque el estadio de Río lo llaman todavía el “ula-ula” de Garrincha. O a quienes vieron una vez a Pelé recibir el balón con el pecho, bajarlo al muslo izquierdo y darse media vuelta para clavar con la derecha el balón en el ángulo izquierdo del arco, pregúntele porque a Pelé le decían y le siguen diciendo El Rey. O cuando Dios puso su mano sobre la cabeza de Maradona. O cuando Zidane, uno de los futbolistas más correctos del mundo, al haber recibido una ofensa innombrable en la final del mundial de Alemania (2006) metió un cabezazo en el pleno tórax del injurioso Materazzi. Y así sucesivamente, el fútbol va construyendo su propia historia y con ello dando sentido y estructura al tiempo que vivimos. El diminuto Messi y el atlético Cristiano Ronaldo son también parte de la historia doble: la del fútbol y la de las naciones. En fin, gracias a la política y al fútbol podemos archivar el pasado de acuerdo a fechas y lugares.
Afortunadamente los futbolistas de hoy dejan testimonio visual de lo que hicieron. Pues hubo un tiempo en que sólo recibíamos como legado la narración oral, agrandada por la imaginación colectiva. No hay ningún video, por ejemplo, que muestre las hazañas de José Manuel Moreno, de quien dicen los argentinos, fue mejor que Pelé. Yo, cuando niño vi jugar a J.M.M., pero él ya tenía más de cuarenta años. Cuentan que Pelé siempre preguntaba a los periodistas: ¿Y cómo jugaba? ¿Cómo era J.M.M? Quizás es ese el mismo enigma que acosa a los actuales tenores cuando escuchan el nombre de Enrico Caruso. O a los virtuosos violinistas cuando se les dice que Nicoló Paganini tocaba de modo tan perfecto que muchos creían que él tenía un pacto con el diablo.
Pero aún más que en la “relación ser y tiempo”, donde mejor podemos observar la impronta legada por el fútbol a la filosofía de Camus es en el principio de contingencia, principio sin el cual el fútbol no sería posible. La filosofía de Camus, tampoco. Quiero decir que pese a la multitud de leyes que reglan la normativa futbolística, no hay nada más azaroso que un partido de fútbol. Esa es, además, la diferencia del fútbol con la mayoría de los demás deportes y es, al mismo tiempo, una de las principales semejanzas del fútbol con la política. Dicho en breve: ni en el fútbol ni en la política ganan siempre los mejores. En la política ese es un hecho tan claro que ni vale la pena comentarlo.
A veces también ganan los mejores en el fútbol, pero ¿quién no ha visto un partido donde un equipo ataca por todos lados, acosa al adversario, la pelota golpea los palos una y otra vez y de pronto un balón perdido salta hacia el lado contrario, lo agarra un desapercibido jugador, avanza hacia el arco, resbala el arquero en el pasto húmedo y es conquistado un injusto e inmerecido gol? La buena o mala suerte es, tanto en el fútbol, como en la política y en la vida, un jugador más. Los jugadores en la cancha no sólo luchan contra el adversario sino, además, contra la fuerza del destino. Y como decía Gardel, “contra el destino nadie la talla”. En otras palabras: el fútbol es absurdo, tan absurdo como el mito de Sísifo en Camus. Y –paradoja- es en esa radical absurdidez donde reside su magia y encanto y, sobre todo, el entretenimiento que porta consigo.
El fútbol es definitivamente entretenido. Entonces ¿vale la pena gastar tantas páginas para analizar lo que no es más que una simple entretención? Frente a esa pregunta obvia me atreveré a responder con otra pregunta no tan obvia: ¿Y no es acaso la vida una simple entretención?
Para que esa, aparentemente insólita pregunta pueda ser entendida, propongo que pensemos por un momento en el verdadero sentido de la palabra entretención. Veamos.
El fútbol es entre-tenido. Es decir, es tenido “entre”. El problema entonces es ¿“entre qué” es “tenido” el juego de fútbol? Muy simple, el juego de fútbol es tenido entre su comienzo y su final. ¿Y la vida? ¿No es también tenida entre su comienzo y su final? ¿Entre el nacimiento y la muerte?
Entre- tenerse es mantenerse en el tiempo que transcurre entre un comienzo y un final. Si no somos tenidos “entre”, iniciamos “La Caída”, título de un libro de Camus. Para no caernos necesitamos tenernos entre la vida y la muerte. Sostenidos o ser sostenidos en esa agonía: la vida que, sabemos, vamos a perder y sólo podemos sostener agonizando (luchando). Quiero decir: sólo podemos vivir luchando en contra de la muerte. “El ser va hacia la muerte” (Heidegger), porque sólo puede ser en el tiempo. Por eso el fútbol es un pasa-tiempo, y muchas veces lo miramos sólo para “matar-el tiempo”, sabiendo que el tiempo no es el que muere: Somos nosotros quienes morimos en el tiempo.
El ser vive “entre dos muertes” (Lacan). Viene y va de regreso hacia lo que no sabe, o como dijo de modo fino Hannah Arendt, “somos un intermedio entre un pasado infinito y un futuro también infinito”. Ese punto intermedio que es cada uno, una fracción billonésima de segundo en la infinitud del todo; una luz que se apaga antes de brillar, es la vida que tenemos: no hay otra. Y en ella nos sostenemos, entre-teniéndonos. Pablo el Apóstol ya nos lo anunció mencionando la palabra Katechon
El Katechon (el adversario) es la palabra griega usada por Pablo en su carta segunda a los Tesalonicenses. Esa palabra representa aquello que nos sostiene (entre-tiene) en la vida que para Pablo no podía ser sino la lucha en contra del mal, el Anticristo, pues para Pablo, Cristo es la representación del bien total, es decir, el principio definitivo de la vida. La vida es, por lo mismo, la lucha que nos sostiene (Katechon) en contra de todo lo que nos niega. Más aún, el Katechon, vale decir, lo que niega a la vida, es lo que hace posible la afirmación de la vida: sin negación no hay afirmación posible.
La vida es agonía y esa agonía aparece reflejada en todas nuestras entre-tenciones.
Desde Carl Schmitt (“Der Nomos der Erde”), pasando por Leo Strauss hasta llegar a Jacques Derrida, los filósofos políticos más decisivos mantienen la opinión de que sin Katechon, es decir sin agonismo, y por supuesto, sin antagonismo, la política no existiría. La política es agónica y antagónica a la vez. El fútbol también. Esa es la razón por la cual el fútbol es tan entre-tenido. Mirando un partido matamos el tiempo antes de que el tiempo nos mate a nosotros.
Faltan dos minutos para el fin del partido. Vamos cero a cero. Falta tres segundos, y al fin, cuando ya dábamos todo por perdido, aparece un pie que empuja lentamente el balón hacia el arco contrario. Gracias al punto conseguido nuestro equipo “ascenderá” y el adversario “descenderá”. Pero ¿por qué nuestro equipo no jugó todo el partido tan bien como lo hizo en los últimos minutos? La respuesta es fácil: porque mientras más avanzaba el tiempo más se acercaba el final. Sólo frente a la presencia de la muerte tomamos noticia de la importancia de la vida.
¿Y qué es la vida? Ah, la vida: esa mala imitación del fútbol.