Hace escasas semanas me tocó participar en una discusión en torno al cumplimiento de las metas del undécimo de los Objetivos del Desarrollo Sostenible propuestos por Naciones Unidas, las cuales se resumen en la necesidad de alcanzar la sostenibilidad de las ciudades y las comunidades, hoy en entredicho por el fuerte impacto que el modelo de ciudad heredado del siglo pasado tiene en la dinámica del amenazante cambio climático.
Sin embargo, en momentos de tanta incertidumbre como los actuales, cuando personalidades e instituciones de la más alta reputación hablan incluso de un cambio de ciclo histórico, en lugar de adentrarme en la especificidad de aquellos, por lo demás tan menospreciados en nuestro país por quienes fungen como autoridades, consideré más útil proponer un marco global de referencia, intentado definir la ciudad en su esencia como se la ha conocido históricamente, lo cual serviría para analizar su viabilidad futura. Se trata, sin duda, de una difícil y peligrosa tarea ante la que quien escribe reconoce la debilidad de sus fuerzas, por lo que, también para ser breve, ha preferido ampararse argumentos de autoridad de peso indiscutible.
El filósofo Juan Nuño, la importancia de cuya obra está fuera de discusión, no desdeñó el tema de la ciudad. Las palabras que se copian a continuación, una definición en negativo, explican muy bien la razón de su interés: si no existieran ciudades, dice, «no existirían los individuos, es decir, los hombres libres… Fuera de ellas sólo existe la tribu, la errancia, el nomadismo. Es en las ciudades donde aparece por vez primera la noción de individuo, de ser aislado y soberano».
La coincidencia con Claude Lévi-Strauss, el antropólogo fundador del estructuralismo, es patente: «la ciudad», dice, «se sitúa en la confluencia de la naturaleza y del artificio… Es a la vez objeto de naturaleza y sujeto de cultura; es individuo y grupo, es vivida e imaginada: la cosa humana por excelencia».
Guillermo Cabrera Infante, el escritor del exilio cubano que nunca se resignó a la pérdida de La Habana, autor de Tres tristes tigres, dijo lo mismo, de manera más poética y por eso más sintética, «El hombre no inventó la ciudad, más bien la ciudad creó al hombre y sus costumbres».
Octavio Paz, el gran mexicano, fue capaz de acuñar una definición, si cabe, todavía más poética y abarcadora; en Sor Juana Inés de la Cruz y las trampas de la fe, sentenció: «Una civilización es ante todo un urbanismo».
El Maestro Carlos Raúl Villanueva, sin embargo, se les había adelantado algunos años a Paz y a Nuño: «Toda civilización», afirmaba, «ha sido y es eminentemente urbana. Y voy a adelantar de una vez, que creo no existen razones para que no lo sean también en futuro. La presencia humana en el planeta, en sus mejores momentos, en sus máximas cristalizaciones culturales, ha tenido siempre, como carácter principal, la condición urbana. Y en efecto, ¿qué sería del hombre sin la ciudad?»
Las ciudades, desde luego, son construidas por la gente, pero es la vida en ellas la que crea a los hombres, de modo que, si entran en decadencia, sus efectos se expanden en caden
Jane Jacobs, la autora de Muerte y vida de las grandes ciudades, considerada entre los urbanistas más influyentes del siglo XX, afirmó que «Las sociedades y civilizaciones cuyas ciudades se estancan, no se desarrollan ni vuelven a florecer. Se deterioran».
Todos los diecisiete ODS definidos por NN. UU. se interrelacionan entre sí, pero, en un mundo totalmente urbanizado como el actual, al final se condensan en el undécimo, por lo que no hay duda en cuanto a que mantener una permanente visión crítica sobre el cumplimiento de sus metas equivale a registrar los avances, el estancamiento e incluso los retrocesos no sólo de la ciudad deseada sino, en última instancia, siguiendo a Paz y a Villanueva, de la civilización; también para saber si esta palabra seguirá significando lo mismo dentro de los próximos 15 o 20 años.
Pero esta consciencia no es, ni mucho menos, universal: para muchas figuras prominentes de nuestra sociedad, incluidos políticos y profesionales investidos de autoridad para intervenir sobre las ciudades, ellas no son más que materia bruta, una suma de infraestructuras y edificaciones, muchas veces pensadas desarticuladamente; con frecuencia, incluso, como mera oportunidad para hacer negocios.
A partir de un reportaje sobre Ciudad de México, «la ciudad desbocada» como la llamó, el escritor argentino Martín Caparrós lanzó este desafío a quienes todavía creemos que se las puede domar: «Las ciudades no son entes pensados. Son la suma de millones de acasos y el esfuerzo porque no se note: los intentos de ordenar el desorden creado por millones de iniciativas autónomas.»
Hace ya más de diez años otro filósofo, Antonio Pasquali, se interrogaba acerca de la vigencia de «nuestra tradicional comprensión del fenómeno Ciudad» y si se dispone de «mejores sistemas categoriales de reemplazo», concluyendo en la necesidad apremiante de «entender más a fondo los procesos de aglomeración urbana».
Lamentablemente, estas interrogantes no parecen inquietar demasiado en la Venezuela actual: desde el gobierno nacional hasta los municipales las «autoridades» urbanísticas siguen, en el mejor de los casos, pensando y actuando con patrones obsoletos, mientras que, a través de la asfixia financiera, el mundo académico, el espacio por excelencia de la innovación, está en vías de convertirse en un erial.
Por fortuna, todavía existen movimientos urbanos de base que se organizan autónomamente para luchar por reivindicaciones locales o sectoriales: si se pudieran integrar y coordinar así fuera parcialmente, podrían convertirse en el embrión de la nueva visión por la que clamaba Pasquali.
Arquitecto – @marconegron