Dani Rodrik: No permitamos que la geopolítica mate a la economía mundial

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Hemos dejado atrás la hiperglobalización regulada por bancos y corporaciones que tanto daño hizo al tejido social. Desafortunadamente, el cambio puede estar siendo a peor: hoy son los ‘establishments’ de seguridad nacional quienes toman las decisiones, poniendo en peligro la paz y la prosperidad global. Las nuevas medidas de EEUU contra China son buen ejemplo de esta tendencia.

En el vigésimo Congreso Nacional del Partido Comunista Chino (PCCh) de octubre, el régimen unipersonal chino bajo el mando de Xi Jinping se afianzó profundamente. Aunque la China comunista nunca ha sido una democracia, los líderes posteriores a Mao siempre estuvieron atentos a las opiniones que circulaban, prestaron atención a las voces provenientes de abajo y así pudieron revertir políticas fallidas antes de que se volvieran desastrosas. La centralización del poder de Xi representa una estrategia diferente y esto no augura buenos resultados para la gestión de los crecientes problemas del país: el deterioro de la economía, las costosas políticas de Covid cero, el aumento de abusos de los derechos humanos y la represión política.

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha agravado significativamente estos desafíos al lanzar lo que Edward Luce del Financial Times ha calificado con acierto como “una declaración de guerra económica total a China”. Justo antes del Congreso del PCCh, EEUU anunció un gran paquete de nuevas restricciones a la venta de tecnologías avanzadas a empresas chinas. Como observa Luce, Biden ha ido mucho más allá que su antecesor, Donald Trump, quien había apuntado contra compañías individuales como Huawei. Las nuevas medidas son descomunalmente ambiciosas y apuntan nada menos que a impedir el ascenso de China como una potencia de alta tecnología.

EEUU ya controla algunos de los nodos más críticos de la cadena de suministro global de semiconductores, incluyendo “cuellos de botella” como la investigación y el diseño de chips avanzados. Como señala Gregory C. Allen del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, las nuevas medidas conllevan “un grado sin precedentes de intervención gubernamental estadounidense no solo para preservar la supervisión de los puntos de control sino también para iniciar una nueva política destinada a estrangular activamente a grandes segmentos de la industria tecnológica china (estrangular con intenciones de matar)”. Según Allen, la estrategia de Biden apunta a todos los niveles de la cadena de suministro. Los objetivos son lograr que la industria de inteligencia artificial (IA) china no tenga acceso a chips de gama alta; impedir que China diseñe y produzca chips de IA en el país restringiendo el acceso a software de diseño estadounidense y a equipamientos de fabricación de semiconductores construidos en EEUU; y bloquear la producción china de sus propios equipos de fabricación de semiconductores impidiendo los suministros de componentes estadounidenses.

La estrategia está motivada por la visión de la administración Biden, que cuenta con un amplio consenso entre demócratas y republicanos, de que China plantea una amenaza para EEUU. ¿Pero una amenaza a qué? Así lo expresa Biden en el prefacio de su Estrategia de Seguridad Nacional divulgada recientemente: “La República Popular China tiene la intención –y cada vez más la capacidad– de reformular el orden internacional a favor de otro que incline el campo de juego global en beneficio propio”.

De este modo, se considera que China es una amenaza no porque socave los intereses de seguridad fundamentales de EEUU, sino porque querrá influir en las reglas del orden político y económico global en tanto se vuelva más rica y más poderosa. Mientras tanto, “EEUU sigue decidido a gestionar la competencia entre nuestros países de manera responsable”, lo que realmente significa que Washington quiere seguir siendo la fuerza indiscutible que traza las reglas globales en materia de tecnología, ciberseguridad, comercio y economía.

Al responder de esta manera, la administración Biden está redoblando la apuesta sobre la supremacía de EEUU en lugar de adaptarse a las realidades de un mundo que ha dejado de ser unipolar. Como dejan en claro los nuevos controles de exportaciones, EEUU ya no hace ninguna distinción entre las tecnologías que ayudan directamente al ejército chino (y, por tanto, que podrían plantear una amenaza a los aliados estadounidenses) y las tecnologías comerciales (que podrían generar beneficios económicos no solo para China sino también para otros, entre ellos empresas estadounidenses). Han triunfado quienes sostienen que es imposible separar las aplicaciones militares de las comerciales.

EEUU ha cruzado ahora una línea. Una estrategia generalista como esta plantea de por sí peligros importantes –aunque se la pueda justificar en parte debido a la naturaleza entrelazada de los sectores comercial y militar de China–. Pekín, que con razón considera que las nuevas restricciones de EEUU son una escalada agresiva, encontrará la manera de tomar represalias, aumentando las tensiones y agudizando aún más los temores mutuos.

Las grandes potencias (y, de hecho, todos los países) cuidan de sus intereses y protegen su seguridad nacional, tomando medidas en contra de otras potencias según sea necesario. Pero como hemos argumentado Stephen M. Walt y yo, un orden mundial seguro, próspero y estable requiere que estas respuestas estén bien calibradas. Eso significa que deben estar claramente vinculadas al daño infligido por las políticas de una de las partes y destinadas exclusivamente a mitigar los efectos negativos de esas políticas. Las respuestas no deberían tener el propósito expreso de castigar a la otra parte o debilitarla en el largo plazo. Los controles a las exportaciones anunciados por Biden a los productos de alta tecnología no pasan esta prueba.

La nueva estrategia de EEUU hacia China también crea otros puntos ciegos. La Estrategia de Seguridad Nacional enfatiza los “desafíos compartidos”, como el cambio climático y la salud pública global, donde la cooperación con China será crítica. Pero no reconoce que librar una guerra económica mina la confianza y las perspectivas de cooperación en esas otras áreas. También distorsiona la agenda económica doméstica al priorizar el objetivo de superar a China sobre otros objetivos más encomiables. Invertir en cadenas de suministro de semiconductores que requieren de una alta dosis de capital y de capacidades –en las que se concentra actualmente la política industrial de EEUU– es la manera más costosa de crear buenos empleos en la economía estadounidense para quienes más los necesitan.

Sin duda, el gobierno chino no es una víctima inocente. China se ha vuelto cada vez más agresiva a la hora de proteger su poder económico y militar, aunque sus acciones han estado esencialmente limitadas a su vecindario. A pesar de haber ofrecido garantías en el pasado, China ha militarizado algunas de las islas artificiales que construyó en el mar de la China Meridional. Impuso sanciones económicas a Australia cuando este país exigió una investigación de los orígenes del Covid-19. Y sus violaciones de los derechos humanos ciertamente merecen la condena de los países democráticos.

El problema de la híperglobalización fue que permitimos que los grandes bancos y las corporaciones internacionales redactaran las reglas de la economía mundial. Es bueno que ahora estemos abandonando esa estrategia, dado lo perjudicial que fue para nuestro tejido social. Tenemos la oportunidad de desarrollar una mejor globalización. Desafortunadamente, las grandes potencias parecen haber elegido un camino diferente, e incluso peor. Hoy les están entregando las llaves de la economía global a sus establishments de seguridad nacional, poniendo en peligro la paz y la prosperidad global.

 

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