Jesús Elorza: Sportswashing

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El campeonato mundial de fútbol «Qatar 2022» ha servido de escenario para dar a conocer todas las tropelías que se cometen en la búsqueda de lograr ser sede de este universal evento. El mundo entero ha podido conocer los actos deshonestos que rodearon la compra de votos, la explotación de los trabajadores que construyeron los estadios y el más grave suceso como fue, según la denuncia del periódico británico The Guardian, la muerte de 6.500 trabajadores. A ello hay que agregarle las acciones de un despótico régimen contra las mujeres, los homosexuales y la prohibición absoluta del movimiento LGBT+.

Cabría preguntarse entonces, como es posible que esto ocurra. Y la respuesta a ello vendría en primer lugar por la complicidad de los organismos encargados de autorizar la sede del evento. Y, en segundo lugar, el uso del deporte por parte de regímenes autoritarios o dictatoriales que buscan lavar su imagen.

El lavado deportivo o Sportswashing es un término utilizado para describir la práctica de individuos, grupos, corporaciones, gobiernos que usan los deportes para mejorar la reputación empañada por las malas acciones.

El lavado deportivo se puede lograr organizando eventos deportivos, comprando o patrocinando equipos deportivos o participando en un deporte. A nivel internacional, se cree que el lavado deportivo se ha utilizado para desviar la atención de los malos registros en materia de Derechos Humanos, los escándalos de corrupción, la criminalización y sangrienta represión de las protestas sociales, la explotación de los trabajadores y la ideologización expresada en términos de pensamiento único. A nivel individual y corporativo, se cree que el lavado deportivo se ha utilizado para encubrir vicios, crímenes y escándalos.

El deporte lleva décadas sirviendo para que regímenes violadores de los Derechos Humanos laven su imagen represiva, por solo citar algunos ejemplos, pensemos por un momento en los Juegos Olímpicos de 1936, organizados en Berlín, para ver las dimensiones que puede tomar este asunto. Lo de Berlín fue una gigantesca operación de propaganda nazi, y se diseñó hábilmente para distraer a eso que llamamos opinión internacional de las acusaciones que ya comenzaban a susurrarse tímidamente contra el régimen de Hitler; y todos llevamos en la retina el documental de Leni Riefensthal, esa especie de himno a la superioridad de la raza aria, así como recordamos la imagen de los deportistas negros cuya presencia en los podios le daba al nazismo –a su racismo inherente– la respuesta que no dieron las democracias del mundo.

Lo que es cierto de los juegos olímpicos lo es mucho más del fútbol de selecciones, que siempre ha sido una especie de termómetro social, de lugar de concentración de las emociones colectivas, de reflejo distorsionado, pero no impreciso del inconsciente de un país. Y por eso no puede sorprender a nadie que haya pasado también por la manipulación y la propaganda, a veces de manera abierta y otras, acaso las más, de manera soterrada.

Pero uno puede hablar, por ejemplo, del mundial de 1934, que organizó Italia y ganó su selección y que le sirvió a Mussolini como inapreciable golpe de propaganda para su régimen fascista. O de la dictadura de Videla en Argentina, que, con la celebración del mundial de 1978 pretendió lavar la cara de la sangrienta dictadura militar que con sus «vuelos de la muerte y los centros de tortura» asesinó a más de 30.000 personas. O del pasado mundial en Rusia, celebrado en un país sancionado por los organismos mundiales antidopaje por tener una política de estado para el dopaje de sus atletas o causante de invasiones a otros países generando masacres en la población civil.

Los gobiernos involucrados suelen apelar a la naturaleza unificadora del deporte. Sin embargo, el trato del gobierno mexicano a los manifestantes antes de los Juegos Olímpicos de 1968 mostró de lo que son capaces las dictaduras puestas en esta posición. Cuando estudiantes y trabajadores se reunieron en Tlatelolco días antes de la ceremonia de apertura para protestar por una serie de temas sociales y políticos, y para pedir que el dinero que se gasta en los juegos se destine a proyectos sociales, la respuesta fue una masacre.

Los grupos que abogan por una variedad de causas, desde preocupaciones ambientales hasta derechos LGBT+, presionaron contra los Juegos Olímpicos de Sochi 2014, mientras que los Juegos Olímpicos de Beijing 2022 proporcionaron el escenario perfecto para que los grupos de campaña publicaran informes ampliamente compartidos de gobiernos y ONG sobre el trato de China a sus musulmanes uigures. Informes creíbles de campos de trabajo forzado, esterilizaciones masivas para mujeres y ejecuciones arbitrarias llevaron a los críticos a etiquetar la política como genocida, y los grupos de derechos humanos han preguntado cómo tales políticas son compatibles con la marca del Comité Olímpico Internacional COI.

Desde Berlín hasta Catar, los regímenes autoritarios han utilizado durante mucho tiempo el deporte como una forma de tratar de demostrar que se puede confiar en ellos. Invertir en eventos deportivos, ya sea comprando clubes y competiciones u organizando mega eventos, es la manera perfecta para que dichos gobiernos promuevan una imagen de confiabilidad, respetabilidad e internacionalismo. Pero las realidades de sus acciones políticas de represión, corrupción y muerte nunca coincidirán con los supuestos valores de igualdad, amabilidad y juego limpio que se supone que encarna el deporte.

Licenciado en Educación, profesor en la UPEL – @jesuselorz

 

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