China vive momentos de agitación social debido al impacto de las medidas oficiales de control del COVID. Hace meses ya que la severidad de los confinamientos había provocado malestar social y un perjuicio económico palpable. El rigor se había convertido en rigidez, según la estimación de los segmentos sociales más afectados o más sensibles a la privación del libre albedrio. Las protestas públicas y callejeras del último fin de semana constituyen la cresta de una insatisfacción que de momento parece contenida y limitada pero que puede derivar en una crisis mayor si la respuesta oficial es demasiado brutal.
Contrariamente a lo que se piensa, en China las protestas no son tan escasas. Pero suelen estar canalizadas o restringidas a ámbitos locales o sectoriales. El poder incluso las ha alentado para justificar correcciones internas, legitimar ajustes de cuentas o encubrir luchas de poder. Esto no es nuevo; por el contrario, la “presión de las masas” es un clásico en el manual político chino. En esta ocasión, sin embargo, parece que el sobresalto es espontáneo y no obedece al interés de un grupo o facción concreta (1).
El detonante, como se sabe, fue la muerte de al menos una decena de personas (muchas más, según fuentes no oficiales) en Urumqi, como consecuencia de un incendio. Al parecer, las víctimas no pudieron salir del edificio donde se encontraban debido a las restricciones de movilidad decretadas por las autoridades. Las versiones sobre lo ocurrido difieren. En todo caso, el lugar de los hechos es significativo: la ciudad es la capital de la región de Xinjiang, donde habita una mayoría de uigures, la etnia de confesión musulmana que es objeto de acoso por parte de las autoridades, en forma de internamientos en campos de reeducación y otras formas de represión, generalmente bajo la acusación de terrorismo en diferentes grados.
La protesta local que siguió a la tragedia se extendió muy pronto a los principales núcleos de población (no menos de 30 o 40 ciudades) hasta convertirse en el movimiento social más destacado desde la emblemática contestación de Tiananmen, en 1989. Lo relevante es que los participantes en las manifestaciones no se limitaron a protestar por la rigidez de las medidas de confinamiento, sino que vocalizaron su rechazo al Partido Comunista y, en algunos casos, exigieron la dimisión de su máximo dirigente, Xi Jinping, recientemente confirmado en el poder, más allá de los tradicionales dos mandatos y entronizado como líder a la altura de Mao y Deng. En el pináculo de su autoridad política, Xi ha sido desafiado desde la base social (2).
No obstante, conviene no exagerar la dimensión y el alcance de las protestas. La mayoría de los participantes son estudiantes o población joven, más reacia a aceptar las instrucciones oficiales y, por lo general, más celosas de adoptar decisiones sobre su vida privada. Por lo general, están más influenciados por las pautas occidentales sobre la libertad individual. Ciertamente, en otras protestas menos ideologizadas de los últimos meses también se han dejado escuchar segmentos sociales más afectados por las consecuencias económicas de la suspensión de actividades económicas, pero sin derivar en reclamaciones de orden político.
El mandato oficial de “cero COVID” ha sido un empeño personal de Xi Jinping, y eso es lo que confiere a este estallido contestario una significación de especial importancia. El liderazgo chino consideró en su momento que los confinamientos estrictos eran el mejor método para contener cuanto antes la pandemia y facilitar el regreso a la normalidad económica y social. Además, se pretendía ofrecer al mundo un ejemplo de disciplina y eficacia. Al principio, el método pareció funcionar. Pero a medida que se desplegaron las mutaciones del virus y se manifestaron los fallos del sistema sanitario, se perdió el control. ¿Qué es lo que ha ocurrido? La respuesta es compleja, debido a la inmensidad del país y a la escasa transparencia oficial.
Antes de las protestas, el experto chino en políticas sanitarias Yanzhong Huang analizaba la respuesta china al COVID y señalaba cinco razones para explicar la obstinación oficial en los confinamientos:
1) Al existir un alto porcentaje de población no expuesta al virus, la relajación de las medidas de control social podría provocar una infección masiva y desencadenar una crisis sanitaria. Pese a la propaganda, la vacunación había resultado poco eficaz, debido a los defectos de los antivirales nacionales, que no son del tipo mrn-mensajero. La fragilidad del sistema sanitario en las áreas rurales ha hecho que menos de siete de cada diez personas de la tercera edad hayan recibido la tercera dosis, lo que les hace vulnerables a las variantes del virus.
2) Las autoridades no han percibido resistencia social al confinamiento en las poblaciones más tradicionales y aisladas del interior y creían poder controlar la inquietud creciente en las regiones costeras más dinámicas.
3) La presión de las compañías que han florecido en la gestión del COVID (productoras de mascarillas, test, etc.), hasta lograr unos beneficios superiores a los 2 mil millones de euros.
4) El calendario político, con la cercanía del XX Congreso del Partido Comunista, desaconsejaba adoptar medidas de flexibilidad que podrían haber generado riesgos de masivos contagios (3).
Una normalización frenada
Tras la confirmación ceremonial del poder supremo de Xi Jinping, se esperaba una relajación gradual de los confinamientos. Pero las cifras de infección de las últimas semanas activaron de nuevo las alarmas. Con 40.000 casos nuevos al día, la pandemia volvió a situarse en su pico de mayor impacto. La vuelta a la normalidad se hizo esperar, y luego ocurrió la tragedia ya citada.
En un trabajo sobre la metodología del embridaje social durante la gestión de la pandemia, la politóloga china Lynette H. Ong, profesora de Ciencia Política en la Universidad de Toronto, ha detallado los mecanismos de control político y los motivos de su fracaso. El sistema, conocido como weiwen tizhi, se basó inicialmente en la utilización masiva de voluntarios civiles en las tareas de toma de temperatura, rastreo de movimientos, suministro de mascarillas y reparto de productos básicos a domicilio. No se trató de una novedad. Mao ya ensayó mecanismos similares de movilización social durante sus campañas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Pero, a medida que se prolongaban las restricciones y se endurecían las condiciones de resistencia, el abordaje civil de la pandemia se reforzó con la contratación temporal de agentes y guardias de seguridad, cada vez más impopulares. Hasta que el entramado inicial de consentimiento se convirtió en malestar y precipitó el rechazo en algunos núcleos sociales (4).
¿Y ahora qué?
Tanto o más que la dimensión política de la protesta, al liderazgo chino le preocupan las consecuencias económicas. Las cifras son elocuentes (5). Los confinamientos han impactado de lleno en regiones que generan la cuarta parte del producto nacional bruto. Las previsiones de crecimiento de este año apenas superan el 3%, dos puntos menos del objetivo oficial inicial. Los mercados bursátiles han caído a niveles no conocidos en los últimos tres lustros. El paro aumenta y afecta ya a casi el 20% de la población joven. Por tanto, se impone una rectificación.
Las autoridades chinas confían en que se agote el ciclo contestatario por una combinación de presión policial y de aislamiento de los sectores más activos de la protesta. A las detenciones y sanciones de los primeros días se sumarán las que se deriven de la inspección de teléfonos móviles y otras diligencias de la investigación. En el mandato de Xi Jinping se ha incrementado la inversión en dispositivos de vigilancia y control policial, hasta superar incluso el presupuesto de las Fuerzas Armadas. Mientras se desarrolla esta fase represiva, las autoridades esperan que se contenga el actual brote de infección y se pueda recuperar el calendario de desescalada de las restricciones (6). De otra forma, el poder se internaría en un territorio desconocido que podría extender el malestar social y, muy probablemente, obligar a endurecer la represión. Las corrientes internas de oposición al régimen, ahora sofocadas bajo el dominio incontestable del líder supremo, encontrarían nuevos espacios para prosperar.
Desde Occidente se contempla el escenario con enorme cautela. Por mucha simpatía que haya ante las protestas, el silencio oficial es muy elocuente. Washington ha intentado por enésima vez un acercamiento interesado a Pekín, escenificado en la reciente cumbre Biden-Xi, ante las urgencias de la guerra en Ucrania y la necesidad de solapar las dos confrontaciones con Rusia y China (7). Occidente sigue confiando en erosionar la aparente alianza entre Pekín y Moscú para fragilizar el régimen de Putin y encuadrar la rivalidad con China en escenarios previsibles.
Notas
(1) “What you need to know about China Covid protests” CHRISTIAN SHEPHERD.
(2) “En China, le pouvoir absolu de Xi Jinping défié”. FRÉDÉRIC LEMAÎTRE. LE MONDE, 29 de noviembre.
(3) “Can Xi Jinping reopen China? YANZHONG HUANG. FOREIGN AFFAIRS, 7 de octubre.
(4) “China’s massive protests are the end of a once-trusted governance model”. LYNETTE H. ONG. FOREIGN POLICY, 28 de noviembre.
(5) “Ending China’s Cero Covid policy coul unleash chaos. But keeping it ensures a grim economic outlook for 2023”. THE ECONOMIST, 28 de noviembre.
(6) “Will China’s protests survive”. JAMES PALMER (Editor de China Brief). FOREIGN POLICY, 28 de noviembre.
(7) “White House weights how forcefully to support protesters in China”. NEW YORK TIMES, 28 de noviembre.