El 28 de julio de 2021 fue el día de las primeras veces en Perú. La primera vez que Pedro Castillo pisaba el Congreso de Perú, la primera vez que un maestro de escuela tomaba posesión como presidente y la primera vez que un político ajeno a las élites alcanzaba el poder aupado por un discurso antiestablishment de tintes populistas. El exlíder sindical prometió entonces, tocado con su sombrero de palma y la mano en la Biblia, transformar un país fracturado y profundamente polarizado tras unas elecciones que le habían enfrentado a la derechista Keiko Fujimori. Desde ese día, sin embargo, no solo se agravó la espiral de inestabilidad sino que Perú entró en una etapa política sin rumbo que acabó este miércoles en la destitución y detención del gobernante. Un déjà vu.
La caída de Castillo, en un primer momento paulatina, empezó a las pocas semanas. En menos de un año y medio el mandatario nombró cinco gabinetes, con decenas de renuncias y destituciones. Y el pasado verano rompió también con el hombre que le llevó a la presidencia, Vladimir Cerrón. El líder de la formación Perú Libre, un dirigente de la izquierda ortodoxa y más radical, está inhabilitado para ejercer cargos públicos por una sentencia de corrupción y construyó la candidatura del maestro rural para formar un Gobierno de ruptura total con el pasado reciente del país. No obstante, pronto empezaron los desencuentros entre los dos hasta consumarse el divorcio, una fractura que fue más allá de lo simbólico y le costó a Castillo el respaldo parlamentario de sus legisladores. Y este miércoles esa bancada calificó sin medias tintas de “golpe de Estado” la decisión de disolver el Congreso.
La pérdida de apoyos incluso de las fuerzas afines llevó al ya expresidente a tejer acuerdos con la oposición y aparcó así la agenda de cambios y las promesas de campaña con las que ganó las elecciones. En definitiva, se atrincheró, y si en los últimos meses salvó dos mociones de vacancia, una figura parecida a la censura del gobernante, decidió decretar un Gobierno de excepción justo horas antes del debate de una tercera moción, que, de todos modos, finalmente se celebró y se saldó con su destitución y posterior detención.
A eso se suma una compleja trama de corrupción que involucra al político y a su entorno. Todos los expresidentes vivos del país andino desde 1990 han sido investigados por casos de corrupción o están presos, procesados, en arresto domiciliario o en proceso de extradición. Uno de ellos, Alan García, se suicidó en 2019 cuando iba a ser detenido por una pieza de la investigación de la red de sobornos de la constructora brasileña Odebrecht. Y Castillo, que ya está vinculado a la instrucción de seis casos de presunta corrupción, ha entrado en el club de sus antecesores.
Las acusaciones dieron un giro de tuerca hace dos meses, cuando la Fiscalía de la Nación señaló al mandatario por liderar una presunta “organización criminal” con el objetivo de amañar contratos y así lograr ganancias ilícitas. El tipo de denuncia presentado por la fiscal Patricia Benavides tenía que pasar precisamente por el Congreso de la República al ser un procedimiento dirigido a los altos cargos acusados de delitos graves cometidos en el ejercicio de sus funciones. Era una suerte de antejuicio político que partía de unas investigaciones que restaban credibilidad a todo su proyecto. El ministerio público habló entonces de una trama criminal “enquistada en el Palacio de Gobierno” y de “la obtención de beneficios económicos por nombramientos en puestos clave, en el cobro de porcentajes de las licitaciones ilícitamente obtenidas y el uso ilícito de las facultades presidenciales”. Además, la fiscal denunció “amedrentamiento en su contra y su familia”.
El camino que ha recorrido Castillo desde julio de 2021 supone otra caída de un presidente peruano tras meses de inestabilidad e incertidumbre con un Gobierno a la deriva. Pese a una relativa resistencia del tejido económico del país en un contexto de crisis internacional, este mandato no solo no ha concretado el cambio que prometió a los votantes, sino que, en la práctica, se dejó de gobernar, tanto por la debilidad del gabinete como por los escándalos que acorralan al político.
En su momento, el maestro rural se presentó ante América Latina y el mundo como un nuevo representante del eje de Gobiernos de izquierdas y progresistas. El simbolismo de su historia particular le ayudaba a construir un relato. “Es la primera vez que el país será gobernado por un campesino”, enfatizó el día en que asumió el poder. Sin embargo, la gestión de Castillo no ha reflejado su declaración de intenciones y mucho menos puede compararse con la de otros mandatarios progresistas que gobiernan en América Latina. Las diferencias con el colombiano Gustavo Petro, el chileno Gabriel Boric, el argentino Alberto Fernández y el boliviano Luis Arce son enormes.
Hace meses, el antiguo sindicalista recibió el apoyo explícito del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que se volcó con él para “prevenir un derrocamiento”. Este le ofreció apoyo político, vacunas y combustible contra, dijo, “la rabia conservadora”. Y más recientemente la ausencia de Castillo, que no puede salir de Perú por orden judicial, en la Cumbre de la Alianza del Pacífico que iba a celebrarse en Oaxaca motivó la suspensión del cónclave. La semana pasada acordó con Boric convocar la cita regional en Lima. La deriva del presidente, que decidió unilateralmente alterar el orden constitucional, y su detención cierran por ahora la puerta al futuro político del maestro de escuela.
Estudió Filosofía y Letras y en 2006 empezó a trabajar en EL PAÍS tras cursar el Máster de Periodismo del diario. En Madrid se ha ocupado principalmente de información política y, como corresponsal en la Región Andina, se ha centrado en el posconflicto colombiano y en la crisis venezolana. Actualmente trabaja en la redacción de Ciudad de México.