Cuando César recibió su diploma de técnico en mecánica se lo ofreció a su padre, este se lo merecía: ya eran cinco hijos graduados. El progenitor lo instó a que buscara trabajo en algunas de las petroleras en el Zulia. Aceptó la sugerencia y la acondicionó a que se casaría tan pronto recibiera su primer sueldo, tal era la fama que tenían los salarios petroleros. Su novia de apenas 19 años ya llevaba con él cinco de noviazgo.
Y consiguió empleo en el servicio de mantenimiento naval de la Creole, en un muelle surto en la Costa Oriental del Lago. Y él cumplió su promesa, se casó. La boda tuvo la simpleza que dan las inexperiencias y sencillez de la vida. Alquilaron una casita cerca del muelle, esperaba que le asignaran una vivienda de la compañía cuando subiera en el escalafón de la empresa. Su vida matrimonial era normal, casi cuatro días a la semana visitaban los restaurantes locales, para su esposa era un alivio, su arte culinario era bastante insípido y crudo.
Y Cézar era tan bueno que en apenas tres meses le llegó la oportunidad, una promoción con un cambio sustancial en el trabajo, ahora trabajaría por guardias en los turnos de noche, ocho horas (de 10:30 pm a 6:30 am), tarde (2:30 a 10:30 pm) y día (6:30 am a 2:30 pm) en una plataforma en el medio del lago. Luego de un turno, tenía varios días de descanso. A él le tocó estrenarse con el de la noche. En esta semana aprendió que para cuando le tocase la guardia de día debía llevar su vianda.
Y en su primer turno diurno se consiguió una grata sorpresa. Ninguno de los obreros se convertía en una isla para comer lo preparado por la esposa, concubina o madre; por el contrario, los platos eran puestos sobre un mesón para ser compartidos entre todos. De ellos emanaba una sinfonía de olores y al empezar la degustación, un concierto de sabores. Tarkarí de chivo, asado negro, chivo en coco, arroces de diferentes maneras, arepas peladas, patacones, bollos pelones, espaguetis, albóndigas, carne desmechada y unas alitas de pollos, con pan de trigo, no arepa; esta también era llamada pan, de ahí que aquel fuera pan de trigo. Cézar quedo impresionado por la comunión que había en el comer, todos tenían la libertad de escoger lo que quisieran, y casi nunca quedaba nada. Nunca pensó que en medio del lago se pudiera comer tan sabrosa comida casera.
Luego del primer día, ya en su casa, le comentó a su esposa, que se había levantado casi a las tres de la mañana para prepararle su vianda y que lucía visiblemente ansiosa, que la comida fue de lo mejor que había probado en su vida. Ella simplemente se alegró y le preguntó si el pan de trigo le había alcanzado
–Sí, sí, todo alcanzó, contestó él.
En el segundo día, nuevamente el mesón fue impresionante, pero se fijó en la profusión de comidas de caza: lapa guisada, armadillo asado. Él eligió chigüire y de postre, chocho de vaca (una especie de quesillo de limonsón).
En el quinto día, Cézar, aunque no estaba seguro, percibió un cuchicheo entre varios de los comensales y le dio el pálpito de que estaban hablando de él; sin embargo, no les paró mucho y degustó su comida.
Transcurrido su primer turno completo, tuvo sus días de descanso. Se reincorporó en el de la noche, siguió el de la tarde; y nuevamente el diurno, y ya salivaba de solo pensar en el banquete que se daría.
Él llegó a la plataforma, empezó su labor y sonó la sirena de la hora de comer. Él puso su avío, igual que los demás, a disposición de todos y se entretuvo devorando con la vista lo que ponían los otros. Se sirvió una porción de asado negro, acompañado de arroz con guarnición de pimentón rojo y cebollín. A la mitad de la comida, sintió nuevamente como una especie de murmullo. Cuando terminó de comer, el más senior del grupo lo llamó aparte y le dijo: “Cézar, que comas con nosotros no es ningún problema, pero podrías decirle a tu esposa que no envíe más alas de pollo hervido… bueno, perdón, si tienen que hacerlo, que al menos le eche sal”.
Ingeniero y escritor – @marcialfonseca