Rafael Rojas: La historia se repite en Perú

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Siempre que se produce un diferendo entre poderes, en algún gobierno de América Latina, se activa una cápsula narrativa que reduce el conflicto a la expresión “golpe de Estado”. El término carga, a su vez, con toda la historia del golpismo latinoamericano del siglo XX, desde el que derrocó a Francisco I. Madero en México, en 1913, hasta el que costó la vida al presidente chileno Salvador Allende, en 1973.

El colapso de democracias, en la América Latina del siglo XXI, es cada vez más frecuente y enrevesado y no encaja bien en esa cápsula narrativa. Las alianzas de empresarios, bancos, ejércitos, Iglesia católica, embajada de Estados Unidos y medios de comunicación, como tándems golpistas, no se reproducen de la misma forma en nuestros días.

Hay gobiernos de izquierda, como el mexicano, el chileno, el colombiano y, muy pronto, el brasileño, que sostienen buenas relaciones con el empresariado, Estados Unidos, las iglesias y los ejércitos. Sin embargo, algunos de esos gobiernos promueven la simplificación narrativa e interpretativa de fenómenos como la caída de la presidencia de Evo Morales en 2019, en Bolivia, o el intento de autogolpe y luego detención de Pedro Castillo, en Perú.

Lo que generalmente se llama “golpe contra Evo” fue, en sentido estricto, la renuncia del presidente en noviembre de 2019, luego de un intento de tercera reelección, que carecía de respaldo constitucional y fue rechazado en el referéndum de 2016. Un Tribunal Constitucional, leal al mandatario, facultó la tercera reelección del presidente, pero la propia contienda electoral estuvo llena de denuncias de irregularidades en el conteo, que obligaban a una segunda vuelta.

En medio de protestas populares y demandas de segunda vuelta, Morales, inicialmente, llamó a unas nuevas elecciones y luego renunció. Tras su exilio en México y Argentina, el gobierno sucesor, encabezado por Jeanine Áñez, adoptó una línea revanchista y, en efecto, golpista, pero el origen del colapso del gobierno de Morales está ligado a la falta de respaldo mayoritario a su reelección.

Ahora en Perú se produce una crisis constitucional de otro tipo. Allí el diseño de poderes es una mezcla explosiva de parlamentarismo y presidencialismo. El congreso puede inhabilitar al presidente y a su gabinete y, a la vez, el mandatario tiene incentivos para disolver el congreso y decretar el estado de excepción. Alberto Fujimori lo hizo en los 90, con éxito, y Martín Vizcarra lo intentó en 2019, provocando que unos meses después el congreso le adjudicara “permanente incapacidad moral” para gobernar.

Lo que le sucedió, entre 2019 y 2020, a Martín Vizcarra, se repitió con Pedro Castillo en unas horas. El presidente anunció la disolución del congreso y decretó el estado de sitio, pero el parlamento y el ejército, las dos instituciones que debían ejecutar esas órdenes, lo desobedecieron. Tras la detención del presidente, muchos de los cargos por corrupción y abusos de poder, que se acumulaban en su contra, empiezan a dar forma a un nuevo expediente de lawfare, como los que tanto abundan en América Latina.

En pocas horas, los gobiernos latinoamericanos debieron reaccionar, primero, al autogolpe, y, luego, al lawfare. En ambos casos predominó el rechazo, aunque ahora, especialmente en el bloque bolivariano y en el discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador –no en el de la cancillería mexicana-, la narrativa del “golpe blando” desplace aquella primera reacción contra el autogolpe de Castillo.

La simplificación de la historia comienza en el tiempo presente, inmediato, como señala Enzo Traverso. Encapsular lo que pasó en Perú dentro de la narrativa tradicional del golpe de Estado de derecha —aunque la actual presidenta Dina Boluarte también provenga del partido Perú Libre, que llevó a Castillo a la presidencia— permite a algunos actores de la región justificar el autogolpe como medida preventiva.

 

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