A propósito de cumplirse los 100 años del fallecimiento de Marcel Proust, el maestro José Balza escribe acerca del soporte que significó para el gran escritor francés la enigmática Sonata de Vinteuil en la redacción de su obra inmortal: En busca del tiempo perdido.
Marcel Proust (1871-1922) construyó su singular novela En busca del tiempo perdido, apoyándose en la música de Vinteuil. Ambas, tan distintas, son una misma invención. Aparte de la importancia simbólica que tiene la sonata de Vinteuil, para definir y matizar los sentimientos de los personajes, ella trae también otra, más profunda y menos notable, como lo es el acompañamiento formal en el desarrollo de la novela.
Michel Butor se dedicó al estudio de la pieza de Vinteuil, de acuerdo con la transformación que Proust dio al proyecto inicial de la obra. En cuanto a la sonata, es necesario recalcar que su aparición en “Un amor de Swann” —primera parte del libro— corresponde a la partitura para un solo instrumento y que luego, cuando la música pasa del personaje Swann al narrador, porque éste ama a Gilberte, lo hace como pieza para violín y piano. Comenta Butor que, suprimida en los borradores del libro, se contaba con la idea de un quinteto para ejecución posterior. Sin embargo, lo notable es que, a partir del tomo La prisionera, obtenida ya la visión global de lo que sería su obra, Proust introduce el septeto, ejecutado en el concierto de la risible (y al comienzo, marginal) familia Verdurin. Queda así consignada la subterránea modulación que la sonata ha venido ocultando bajo la acción primordial de la novela.
Desde “Un amor de Swann”, la sonata reviste el profundo sentido de la obra de Proust: la seguridad de hallar en el arte la única forma de permanencia, ajena al desastre y a la destrucción de quienes lo forjan. Así nos hace comprender que el arte es el estrato humano interior ante el cual las fuerzas del desengaño o del dolor son débiles para horadar su invulnerable alegría, la eternidad.
La música de Vinteuil es el espectro de alguien que murió adolorido. El imaginario compositor del molino de Montjouvain ha muerto solo y traicionado por su propia hija. Desde luego, para el escucha, (el narrador de Proust), la primera noción de la sonata desencadena el clásico procedimiento, propuesto por el novelista, de prescindir del espíritu o del intelecto para percibir. De nuevo es el hombre desnudo y sensitivo quien puede recibir la melodía: “Quizá por no saber música le fue posible sentir una impresión tan confusa, una impresión de esas que acaso son las únicas puramente musicales, concentradas, absolutamente originales e irreductibles a otro orden cualquiera de impresiones.”
El contacto entre oyente y música transforma a aquél: se ha abierto su pensamiento —en seguida— a la comunicación con el universo de la permanencia, para permitirle considerar “los motivos musicales como verdaderas ideas de otro mundo, de otro orden, ideas veladas por tinieblas desconocidas, imposibles de penetrar por la inteligencia, pero perfectamente distintas unas de otras”.
Pero no es sólo la relación entre arte y hombre el contenido paralelo de la sonata. Este elemento arquitectónico recoge, además, dos de los motivos mejor estudiados y confrontados por Proust. La música de Vinteuil engloba de alguna manera la teoría del amor y, como consecuencia, su obsesionante dualidad con los celos y el sufrimiento. La pureza de la sonata —en tanto música— arranca de su especial carácter de sublimación: es el aire purificado que se origina de las mórbidas alcobas del molino de Montjouvain. Allí la hija de Vinteuil, en un último acto de sacrilegio, ha violado la memoria del creador muerto. En ese acto de horror está el germen del amor, tal como la música y el narrador deben hacerlo despertar en las criaturas del libro.
Se ha señalado que el amor para Proust consiste en una interminable obsesión física, en la búsqueda libidinosa de la posesión, que ese amor carece de la comprensión y la composición espirituales. Para nosotros, el amor proustiano se caracteriza, al contrario por una exagerada penetración espiritual en la conducta de la amada. Suspicacias, celos, hipótesis descabelladas: nada detiene la ambigua necesidad de posesión psíquica, y de esa manera se crea el infierno amoroso que, como todo infierno, es mental. El narrador mismo reconoce la inutilidad de la entrega física, “en la cual, por cierto, no se posee nada”. El amor, así, aguarda en aquellas vertientes áridas del otro ser, tan ocultas para este mismo, que ninguno de los esfuerzos de quien ama logrará arrancar de él sino sus destellos externos. “Y por no poder amar sino sucesivamente en el tiempo todo lo que aquella sonata me traía al ánimo, nunca llegué a poseerla por entero: se parecía a la vida.”
Las reflexiones del narrador acerca del amor poseen dos rasgos fundamentales, además de la incapacidad en el amante para la posesión de la amada; esas características son: el fatalismo de la elección amorosa y el desnivel (o abismo) entre los amantes. Cada enamorado lleva en sí el tipo de amor que habrá de vivir; puede transcurrir su vida gustando variaciones de un ser, pero al final detiene sus tentativas y rechaza las alusiones a otros seres para existir dependiendo de uno solo, inesperado o expectado, quien reúne sin embargo aquellas notas humanas que nunca él hubiera deseado amar. La estructuración del deseo es inconsciente y el fatalismo de la escogencia, inaplazable: “…esa naturaleza nuestra, que crea nuestros amores y casi las mujeres que amamos”.
Inútilmente Swann inicia un juego con Odette, del cual querrá desligarse más tarde. Charlus, el poderoso, abandona la corte de jóvenes y viejos de la cual dispone para degradarse jovialmente en el amor de Morel. El narrador concibe en Gilberte a Albertine, y su fallido intento por amar a la Duquesa de Guermantes sirve únicamente para destacar lo limitado de sus posibilidades amatorias. Pero veamos cómo se torna espeso el nudo de la evanescencia amorosa, que parecía dirigido hacia el otro: “Cuando uno está enamorado, el amor es tan grande que no cabe en nosotros: irradia hacia la persona amada, se encuentra allí con una superficie que le corta el paso y le hace volverse a su punto de partida; y esa ternura, es lo que llamamos sentimientos ajenos, y nos gusta más nuestro amor al tomar que al ir, porque no notamos que procede de nosotros mismos”.
La cualidad inmediata para el crecimiento del amor es de naturaleza cuantitativa: para amar se requiere que la diferencia entre el amante y la amada sea infrangible. Basta un signo de entrega por parte de la amada para que decaiga el deseo de quien aspira a él. Y en este detalle reside el secreto de la diabólica interpretación del amor con la cual el narrador hace arder a sus personajes. El infierno para ellos puede ser el coche de Swann, los Campos Elíseos o la alcoba solitaria en que un hombre espera a Albertine. En esos lugares, en el momento de sentirse abandonado, el amante toma consciencia de la incomprensión y de la distinta calidad espiritual de la amada: eso aumentará el amor a alucinantes torbellinos. Porque en este momento la costra que repelía los sentimientos del enamorado —desde ella— nada deja penetrar de la radiación afectiva: desencadena, por el contrario, el desprecio o la humillación.
La amada ha de ser inferior intelectualmente, ha de ser espontánea y sin complejidades psicológicas similares a las del amante pero también habrá de poseer hermosura y salud, todo cuanto el sol dispone de nutricio: “…las emociones que nos causa una muchacha mediocre acaso hagan salir a flote de nuestra conciencia partes de nosotros más íntimas y personales, más esenciales y remotas que el placer que se pueda sacar de la conversación de un hombre superior o hasta de la misma contemplación admirativa de sus obras”. En efecto, ya sabemos que la amada no guarda ninguna de las atribuciones que el amante ve en ella; eso despierta en éste su amor y lo obliga a emitirlo, como un vector; es sólo después, cuando quiera recibir idéntica interpretación de parte de ella, el momento en que descubrirá su vacío y su dolor. Sin embargo, de otra forma el amante no habría podido analizar y discernir las convexas alteraciones espirituales que sólo el amor (su amor) proyecta en esa pantalla vacía que es la amada.
La huidiza exploración psicológica que, en este sentido, deviene de la sonata, representa el tono abstracto del dolor o de la felicidad. Su lado mordiente se traduce en la abrasadora animalidad de los celos, punto que une la divina música con los abismos del molino de Vinteuil. Como la música, los celos emigran con el amante, tamizan los ambientes y nada diluye su efecto mortífero: “… los celos, asemejándose a esas enfermedades que parecen tener su localización y su foco de contagio no en determinadas personas, sino en determinados lugares y casas…”. Ubicuidad, dominio del enemigo: desde ella —es decir, desde el propio corazón del amante— sopla una oleada de fugacidad, la consciencia del estar enamorado, que acerca la idea de la muerte cuando los celos arrecian.
Dentro del cuerpo de la novela, la sonata de Vinteuil delata y consuma la aparición del amor en varias escenas perfectamente engranadas al mismo tema. Swann escucha la sonata por primera vez en casa de los Verdurin; ella le proporcionará el hallazgo de Odette y de la clase de amor que agotará su vida. Más tarde, el narrador adolescente oye la pieza tocada por la madre de la muchacha en casa de Gilberte. También allí le acompaña el comentario de Swann, quien compara la música con “ese momento de noche oscura bajo los árboles”, en el instante de transmitirla al joven. La aparición de Albertine está signada por una frase de la sonata. En el esfuerzo que hace el narrador por ubicar el lunar (¿sobre la barbilla o el labio?) de la muchacha, asocia a aquél con la música. A ésta corresponde un lugar de expresión desolada mientras el amante espera a la prisionera infiel (y ahora es él mismo quien la toca, sorprendido de un compás “que sin embargo conocía mucho, pero a veces la atención ilumina preferentemente cosas conocidas desde hace mucho tiempo y en las que notamos lo que nunca habíamos visto”).
La música de Vinteuil, asimismo, ya bajo la forma de septeto, contribuye a forjar para siempre, ondívaga, la destrucción de Charlus. Hemos seguido, así, las complejas variaciones que Proust introduce en el diseño estético de la sonata y las disímiles aplicaciones emotivas que recorre. Pero tal vez la más hermosa ejecución de la melodía esté guardada en la fulguración verbal con la cual el novelista crea la escena de Albertine dormida. Lenguaje rítmico, undosa cadencia imitadora del sueño, lenguaje del amante que se detiene ante la impenetrable indiferencia de la amada dormida, textura de la música expuesta con imágenes, ese trozo de En busca del tiempo perdido es la correspondencia en palabras de la sonata:
A veces, en efecto, cuando me levantaba para ir a buscar un libro del escritorio de mi padre, como mi amiga me había solicitado permiso para recostarse mientras tanto, estaba tan cansada por el largo paseo de la mañana y la tarde al aire libre, que aunque sólo hubiese quedado un momento fuera del cuarto, al regresar encontraba a Albertine dormida y no la despertaba.
Tendida de la cabeza a los pies en mi cama, en una actitud cuya naturalidad no hubiera podido inventarse, me parecía un largo tallo florecido que ahí se hubiera depositado y así era en efecto: el poder de soñar que sólo tenía en su ausencia, lo volvía a encontrar en esos instantes junto a ella, como si al dormir se convirtiera en planta. Por lo que su sueño realizaba en cierto modo la posibilidad del amor; sólo yo podía pensar en ella, pero me hacía falta y no la poseía. Presente, yo le hablaba pero estaba demasiado ausente de mí mismo para poder pensar. Cuando ella se dormía, ya no tenía que hablar, ya sabía que ella no me miraba, ya no necesitaba vivir en la superficie de mí mismo.
Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertine se había despojado, unos tras otros, de sus distintos caracteres de humanidad que me habían desilusionado desde el día en que la conociera. Sólo la animaba ahora la vida inconsciente de los vegetales y los árboles, vida más distinta de la mía, más extraña y que sin embargo me pertenecía más […].
Escuchaba esa murmurante emanación misteriosa, suave como un céfiro marino, mágica como ese claro de luna que era su sueño. Mientras persistía, podía soñar con ella y sin embargo mirarla, y cuando ese sueño se hacía más profundo, tocarla y besarla. Lo que experimentaba entonces era un amor frente a algo tan puro, tan escasamente material, en su sensibilidad tan misterioso como si estuviera frente a las criaturas inanimadas que son las bellezas de la naturaleza. Y en efecto, en cuanto dormía algo profundamente, dejaba de ser sólo la planta que había sido; su sueño, al borde del cual yo soñaba con una fresca voluptuosidad que no me cansara nunca y que hubiese podido gustar indefinidamente, era todo un paisaje.
“En busca del tiempo perdido”: la sonata/septeto de Vinteuil: desde hace un siglo los especialistas creen hallar en ella la verdad de su clave sonora: esa música corresponde a la sonata en La de César Franck, a la de su discípulo Guillaume Lekeu, a una de Brahms, a una pieza de Saint-Saens, a una de Fauré, ¿a otra de Debussy, de Hahn…? Cada oyente de Proust o de Vinteuil puede elegir o inventar la suya.
José Balza – Prodavinci