Los días finales del año y el ambiente navideño nos llevan a la reflexión y balance de nuestras vidas personales y la de nuestra sociedad. Estamos asistiendo al final de un año difícil, como buena parte de los que hemos vivido en este siglo de ignominia. Venezuela vuelve a repetir una especie de ciclo histórico, al comenzar un siglo anclado en atavismos y complejos del pasado.
Ya nos ocurrió en el siglo XX. Sus primeros años fueron de una dictadura típica de aquellos tiempos. Los aires de libertad y democracia, heredados luego de la revolución francesa, llegaron con retardo a nuestra vida de nación. Tan es así, que Mariano Picón Salas, el insigne escritor merideño del pasado siglo, sentenció “Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista, comienza el siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retardo.”
Por fortuna los rigores de la guerra vívida por Europa en esa centuria, no tuvo entre nosotros las dimensiones demoledoras y deshumanizantes del viejo mundo. Lo cual no quiere decir que no hayamos recibido los coletazos de aquella barbarie.
Lo triste y angustiante de estos tiempos es que sigamos atados a ideas y comportamientos, ya superados en el mundo civilizado. Mientras la democracia es un bien y un derecho incuestionable en occidente, aquí nosotros estamos luchando para rescatarla.
La tragedia venezolana, ante el colapso democrático, incluye una faceta en el orden cultural y espiritual que esta subyacente en la base causal de la misma. Ciertamente, el ciudadano común lo primero que percibe en su cotidianidad es la faceta económica de su vida personal, familiar y social.
En el debate diario junto a la problemática económica, surge de inmediato su dimensión política. Buena parte de las personas conocen o perciben la estrecha relación de la política con su precariedad económica y con su pésima calidad de vida.
A pesar del grotesco cinismo de la cúpula gobernante y de su manipulador sistema de propaganda, la inmensa mayoría de los ciudadanos saben que la ineficiencia y corrupción del sistema político está en la base de su angustiosa situación. Pocos apuntan a una causa subyacente que marca claramente la globalidad de la tragedia. Se trata de la cultura y la ética de nuestra sociedad.
Los factores del autoritarismo y del relativismo moral han penetrado de forma creciente a nuestro cuerpo social. Podríamos afirmar que cada dimensión se alimenta la una de la otra. Y ciertamente existe una correlación entre la crisis moral, cultural, política y económica. La una impacta a la otra, y está a la primera.
Lo cierto es que debemos colocar en el centro del debate la dimensión cultural de la tragedia, que incluye cómo un elemento esencial la crisis moral de nuestra sociedad. Vivimos tiempos de una gran carencia de autenticidad. Desde la sociedad democrática exigimos para el país democracia, elecciones libres, respeto a la opinión diferente, garantía para los derechos de las personas, pero sus organizaciones no practican esos derechos.
Nuestros partidos, gremios, universidades y demás organizaciones de la sociedad civil no practican lo que pregonan. Sus voceros tienen décadas que no aceptan una verdadera democracia en el seno de las mismas. Cuestionamos, con razón, el saqueo perpetrado por la revolución a nuestras riquezas, pero las prácticas evidenciadas en el manejo de los recursos financieros, en las modestas instancias de poder alcanzadas, dejan mucho que pensar respecto de la ética de quienes se presentan como alternativa.
El gen de la corrupción está presente en buena parte de nuestra sociedad. Cada día avanza más un modo de vida fundado en la ilegalidad y la inmoralidad. No la combatimos con determinación, solo buscamos adecuarnos a ella, convivir con ella. “La colaboración”, “la vuelta”, “el rebusque” se han convertido en algo aceptado en buena parte de nuestra sociedad. Ciertamente el hambre mueve a mucha gente a caer en la tentación.
Pero el tema es más profundo. Vivimos en una sociedad opaca. Una sociedad empobrecida donde aparecen señales de opulencia y derroche no compatibles con una economía de sobre vivencia. Hay quienes sostienen que, al no existir esa correlación entre el trabajo productivo, la generación de riqueza auténtica y el nivel de consumo, calidad de vida y capacidad económica de la población, estamos es en una economía mafiosa que crea esas instancias para legitimar y legalizar recursos financieros provenientes de actividades ilegales. Es lo que llaman “lavado del dinero” mal habido.
La ausencia de un estado democrático eficiente, la instauración de una dictadura corrompida y corruptora, el relativismo moral de la sociedad y la precariedad económica de la mayoría de la población, no cabe duda, facilitan este tipo de comportamiento.
De modo que en la agenda para reconstruir a Venezuela tenemos que colocar, en el mismo nivel y urgencia del cambio del modelo de estado y de economía, el cambio cultural. Entendido como la promoción de una nueva cultura de valoración del trabajo honesto, del respeto y promoción de los derechos ciudadanos y de instauración de una ética privada y pública que nos fortalezca como una nación moderna y civilizada. Todo ese proceso cultural debe ser impulsado desde los diversos sectores dirigentes de la sociedad, teniendo en cuenta a la familia como el pilar desde donde se edificará la nueva Venezuela democrática.