Rafael Fauquié: Mitad inspiración, mitad oficio

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Escribir es mitad inspiración y mitad oficio. Implica, ante todo, disciplina; escoger cada palabra: su ubicación, su tonalidad, su ritmo; que todas las voces, juntas, vivan en la oportunidad de sus argumentos y sus imágenes. Disciplina necesaria, también, para escoger el silencio y los énfasis; qué decir, qué callar: precisión de la escritura. Lo que escribimos es tachado y retachado una y mil veces. Escribir es, en realidad, reescribir. Es un lento y paciente palimpsesto que supone sustituciones y reconstrucciones interminables. Blanchot llama a los escritores “insomnes diurnos”. Insomnio, vigilia: términos semejantes para expresar el estado del escritor que precede a la lucidez del descubrimiento literario. Pero, de alguna manera también, la lucidez se prepara, se aprende. Cito a Blanchot: “el pensamiento parece ser inmediato … y, sin embargo, está relacionado con el estudio, hay que levantarse temprano para pensar … hay que desvelarse más: velar más allá de la vigilia”.

Entre la palabra escrita y el momento que la desencadenó, media la reflexión o la fantasía del escritor. La voz acompaña a la acción. Es o puede ser simultánea al instante que la genera. La escritura es siempre posterior a la circunstancia que la hizo nacer y se asocia con lo perdurable. La escritura trasciende y se proyecta, definitiva y en hilvanado signo, sobre la perennidad del tiempo de los hombres.

Compañeros de la escritura son la imaginación y la pasión estética. Por la primera, el escritor vuelca cuanto pasa por su mente: inventa mundos, construye universos, define atmósferas. La pasión estética lo sostendrá en su larguísima tarea de perfeccionista minuciosamente entregado a la hechura de frases y palabras, siempre en busca de una expresión final que llegue a satisfacerlo.

En la escritura, lo literario y lo no literario se diferencian tajantemente. El sentido de la rápida comunicabilidad o el de la urgente comprensión de una instrucción cualquiera, no se relacionan para nada con nociones como las de belleza, trascendencia, perfección, envergadura o estilo. La escritura cotidiana en cualquier espacio que no sea el literario, muy poco o nada tiene que ver con una escritura convertida en finalidad ella misma; superficie donde forma y fondo, lo que se dice y la forma de decirlo, resultan igualmente importantes.

Nadie es constantemente, escritor. En general, tampoco se escribe siempre de una misma manera. Escribir, como todos los actos humanos, suele ser algo variable, circunstancialmente cambiante; distintos textos imponen diferentes tipos de escritura; cada objetivo establece un decir. Comenta Barthes: “tengo tres escrituras, según que escriba textos o tome notas o haga la correspondencia … mi deseo no responde a un código que me han enseñado o que me he impuesto, sino a la imagen que supongo del lector: neutra en el caso de las notas; personalizada en el caso de la correspondencia; eidética en el caso de un texto”. Sin embargo, hay casos en que los escritores parecieran proponerse escribir, en toda circunstancia, de la misma manera; identificarse siempre en torno a un modo de decir y a una palabra que sea reflejo de lo que son y de lo que quieren expresar, casi como un ideal de presencia.

 

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