El azar ha querido que en apenas unas horas hayan tenido lugar en Brasil dos eventos de solemnidad: la despedida de Pelé y la toma de posesión de Lula como Presidente de la República por tercera vez. Nuevamente, fútbol y deporte convergen. O mejor dicho: se vuelve a visibilizar una convergencia permanente, pese a lo que a veces se sostiene con descuido.
La agonía y muerte de Pelé han constituido un fenómeno de identificación nacional, en un país atravesado por la incertidumbre, que afronta una nueva etapa de su trayectoria colectiva, encomendado a Lula, un político que surge del Brasil profundamente pobre y representa la ambición de lo improbable: la superación, o al menos la reducción de la fractura social.
Pelé y Lula no son lo mismo, precisamente. Ni por condición, ni por vocación. Pero, pese a ello, sus designios coinciden. Durante las exequias fúnebres, el mejor futbolista de la historia brasileña ha sido elevado a categoría divina ahora que ya no es de esta tierra. En vida, ya fue investido con el tratamiento real. ‘O Rei’ no era sólo un apelativo futbolístico: indicaba la necesidad de amplios sectores sociales de crear una autoridad indiscutible, solemnemente respetada, venerada sin conflictos. Una sublimación, una ilusión, como tantas otras con las que se construye el ideario nacional.
Lula representó originariamente lo opuesto: la emergencia del Brasil sometido, marginado, explotado y escondido a los ojos del mundo. La carrera política de este trabajador metalúrgico procedente de las oscuridades marginales del paupérrimo nordeste nacional es un trasunto de la aplastante estructura clasista del país. Una tenacidad envidiable le permitió superar dos fracasos consecutivos antes de conquistar la cúspide formal del poder. El Lula que llega a Planalto en 2003 no era un revolucionario, ni siquiera un disruptor. Su proyecto fue siempre más mesiánico que subversivo. Lula se postuló como sanador, no como cirujano. El objetivo conductor de sus primeros mandatos fue reducir la pobreza con programas paliativos, no extirpar las causas profundas que la originan y perpetúan. Los programas sociales en los que se apoya su legado fueron rectificativos, pero también fácilmente reversibles, como la realidad se ha encargado de demostrar: hoy la desigualdad en Brasil es mayor que hace veinte años.
No todo debe imputarse al villano Bolsonaro. Al no abordar las causas estructurales de la fractura social, los gobiernos del PT dejaron indefensas las mejoras aparentes. Esta debilidad es un rasgo que se replica en los mandatos reformistas de la primera década de siglo en la región. En realidad, fue la alta demanda de materias primas nacionales por parte de las potencias emergentes, singularmente China, lo que propició la eclosión de algo parecido al Estado de Bienestar en una zona que nunca había conocido algo semejante, si exceptuamos el periodo del primer peronismo (asimismo bendecido por un fenómeno similar durante la posguerra mundial).
Lula vuelve a un Brasil que es básicamente el mismo con que se encontró al acceder por primera vez al poder, no al que él dejó. Si acaso, las condiciones son peores que entonces. Los efectos de la COVID y la crisis internacional derivada de la guerra de Ucrania han dejado las arcas del Estado en situación exangüe. Las cifras oficiales de crecimiento son engañosas: están dopadas por las medidas electoralistas del presidente saliente, en un esfuerzo oportunista pero inútil por impedir su derrota. El crecimiento real este año no se prevé mayor del 1%, a la espera de lo que haga el ejecutivo entrante, sobre lo que hay más dudas que certezas, debido a la incertidumbre reinante (1).
Los observadores esperan un arranque prudente de Lula, similar a lo que ocurrido en su segundo mandato. Medidas más mediáticas como el refuerzo de la protección ecológica (freno de la deforestación de la Amazonía) y promulgaciones de derechos sociales ayudarán a visibilizar la superación del oscuro periodo ultraderechista.
Las políticas de nivelación social serán más dificultosas. El equipo de Lula está negociando con la miríada de partidos de centro y derecha que dominarán el Parlamento una modificación de la enmienda constitucional que estableció un techo de gasto público indexado a la inflación del ejercicio anterior. Esta medida fue impuesta durante el golpe blando que acabó con el mandato de Dilma Rousseff, sucesora y correligionaria de Lula tras la pavorosa crisis financiera de mediados de la década anterior. La suerte de Lula III se moverá entre el pacto y el chantaje. La aparente bonanza de estos tres meses, desde la elección presidencial, no deber ser interpretada como un signo de cooperación razonable, al menos de momento, sino como una ambigua velada de armas.
La ambigüedad es un estilo muy propio de las élites brasileñas. Bolsonaro ha sido un ejemplo de lo contrario y por eso ha fracasado en gran medida. Frente a la violencia brutal de las estructuras sociales, el poder real ha sólido imponer una representación engañosa de la realidad. Eso lo interpretó muy bien Lula, después de sus primeros fracasos políticos, y todo indica que se atendrá a ese libreto también ahora.
Lo hizo también Pelé, cuando ya empezaba a perfilarse su estatura de héroe nacional. En las vísperas del Mundial de México de 1970, la dictadura militar brasileña vivía momentos de zozobra, con revueltas sindicales y sociales. El gobierno del general Medici necesitaba un éxito deportivo de gran calibre para anestesiar el malestar, o para desviarlo hacia la sublimación nacional. Sin embargo, el previsible equipo brasileño no parecía dotado para esa tarea. Y, además, el régimen militar tenía un enemigo interior que derrotar: el seleccionador, Joao Saldanha, era un militante público del Partido Comunista. Tres meses antes del Campeonato fue destituido y reemplazado por el más acomodaticio Mario Zagalo.
Pero las esperanzas de los militares brasileños estaban puestas en Pelé, ya campeón mundial en 1958 y 1962. La coronación definitiva e incontestable del astro brasileño pasaba por ganar en México. Se confiaba en que la suerte deportiva ayudaría a superar, al menos durante un tiempo, las dificultades del régimen (como ocurriría años después en Argentina).
Pelé no se desmarcó de esta utilización grosera del fútbol como palanca política. No lo tenía fácil, pero otros compañeros de éxitos deportivos, como Garrincha, tuvieron una actitud mucho más comprometida y combativa. El número 10 se abonó a la ambigüedad brasileña. O más bien se plegó a la utilización discreta del triunfo, compareciendo con los generales en actos masivos de celebración. Arrepentido o avergonzado, Pelé se fue alejando del régimen militar, hasta el punto de ser considerado un “traidor” por no querer participar en el Mundial de 1974, en el que Brasil fracasó. Más tarde confesaría que “mentiría si dijera que en 1970 yo ignoraba que entonces se torturaba en Brasil”. El corresponsal de LE MONDE en Brasil recoge éstos y otros testimonios en una crónica espléndida sobre el doble juego del futbolista, que contrasta con los tontorrones excesos elogiosos propios de las despedidas acríticas (2).
Después de su etapa como jugador en activo (con etapa final en el Cosmos, el primer intento de Estados Unidos por introducirse en el mercado futbolístico mundial), Pelé insistió en esa conducta indefinida o contradictoria, que consistía en evadirse de los pronunciamientos más comprometidos y apuntarse a fáciles denuncias del racismo (sin señalar a los responsables de quienes lo propician). Aceptó el Ministerio de Deportes que le ofreció el Presidente Fernando Henrique Cardoso, un centrista que acabó escorado claramente a la derecha.
Al cabo, Pelé ha sido despedido en el fervor popular, reflejo de la memoria volátil de las masas fácilmente manejables, y Lula ha sido saludado con más entusiasmo fuera que dentro, no tanto como exponente de un cambio social profundo sino como héroe de una restauración democrática, que importa más a los medios y académicos occidentales que a los millones de brasileños atrapados en la pobreza y la desesperación. La banalidad de los éxitos deportivos sigue movilizando más que las promesas racionales de una lenta mejora de las condiciones de vida. Lo primero es efímero pero palpable. Lo segundo suele ser resuelto en la decepción.
Notas:
(1) “Brazil’s new President faces a fiscal crunch and a fickle Congress”. THE ECONOMIST, 31 de diciembre.
(2) “Mort de Pelé: les ambigüetés politiques du ‘roi’ du football, loin des terrains”. BRUNO MEYERFELD. LE MONDE, 31 de diciembre.