Siempre vieron al pueblo como un montón de espaldas que corrían hacia allá. Roque Dalton.
El año y no debe sorprendernos, comenzó caliente en la calle. Maestros, obreros, profesores, pensionados, jubilados y deberían sumarse, entre otros, el sector salud y cual paradoja, el de los trabajadores al servicio del estado, han salido y hecho saber al mundo que ya no soportan el desastre que los aniquila.
Los agentes del denominado orden público y los rangos bajos de la FANB, por cierto, también adolecen de la misma precariedad existencial. El empobrecimiento y la crisis que nos hace frágiles y vulnerables no parece economizar sino a los enchufados y al especulativo sector comercial, dicho sea de paso.
Hasta ahora; la sociedad se ha mostrado resignada o inerme, por así reseñar la conducta de un sector que no hace mas que luchar a diario por la subsistencia; entiéndase, los que con no obstante más pena que gloria apenas pueden encarar el drama de las morbilidades del cuerpo y del espíritu que, se diría, se dieron cita a la misma hora para afligir en comparsa a la familia venezolana. Una ingente Venezuela vegeta y languidece, en lugar de vivir.
Las razones de ese patológico cuadro que apenas describo son diversas y van, desde el efecto despersonalizante que nos ha venido socavando antropológicamente, desciudadanizándonos, deshumanizándonos, cosificándonos, hasta llegar; al limite mismo en que la gravedad del reto vivencial y su insultante permanencia origina una paroxística indignación.
En cualquier democracia, en que el consecuente y gravoso contencioso social, político, institucional que nos asfixia termine por promover protestas; no solo las comprenderían sino que las saludarían pero, la pervertida clase político y militar que gobierna, esa misma que ostenta el poder y lo usurpa todo, además de exhibir sus cúpulas, un rostro impertérrito del que brota un impávido discurso que entremezcla la mentira, la posverdad y la amenaza cínica del ogro ahíto de irresponsable impunidad, recurre al expediente fascista de descalificar al ciudadano, criminalizarlo, judicializarlo, con el argumento de que la queja, el reclamo, la crítica no son sino odio.
¿Es que no hemos soportado bastante una revolución a la que solo se le pueden acreditar todos los fracasos posibles? De ser un país rico, admirado, reconocido, valorado y envidiado, en apenas 23 años, el difunto y sus epígonos nos han arruinado, lastrado, vaciado, material y espiritualmente. Nos han desarraigado y empujado a la peligrosa aventura de la migración. Contaminaron la institucionalidad, pudrieron la justicia y secuestraron la soberanía, la democracia, la constitucionalidad, la universidad, la fábrica, la escuela y la mismísima fuerza armada, antes nacional y ahora del psuv, e incluso, obscurecieron el crisol histórico del legado de Bolívar, arrogándoselo al tiempo que irrogaban la patria de todo género de estulticias, estolideces, torpezas y pegajosa, empalagosa, mediocridad.
Pusieron un cepo a la verdad, al periódico, a la radio para acallarnos y peor aún, nos llenaron de presos políticos civiles y militares porque en su intolerancia bruta, no aceptan ningún ejercicio de expresión crítica. No soportan ni una sátira, ni una diatriba en un sindicato de Guayana o en un cónclave de maestros.
La reacción inocentona de unos servidores públicos, sin armas, pacíficos, sobrios, manifestantes hartos de la incapacidad, cansados de las falacias de los dignatarios públicos, los ha asustado. ¿Por qué? El que la debe, la teme; y ellos saben que este pueblo tiene razones para arrostrarles que son artífices de una catástrofe, de una tragedia, de un atentado contra la nacionalidad.
La otra interrogante es, ¿cuánto esta ese ingenuo contingente del cuerpo político decidido a exponer, a comprometer? Y de esa respuesta dependerá todo.
La iglesia se la ha jugado también. Llamó a ciudadanizarse; a salir del ghetto de los indiferentes que gimen, pero, no hacen más que eso. Valiente gesto de los de sotana que, puede soliviantar favorablemente a los que hacen de automarginados, irresolutos, bucólicos y enajenados.
El odio no es del que demanda, exige, censura sino de los que sabiendo legítimo el cuestionamiento, no lo asumen como parte de la normalidad socio política, sino de osados y temerarios paisanos que se atreven a pedirle cuenta a los detentadores de poder, de un estado que, no por fallido, les priva de los gozos concupiscentes.
Hay que poner en práctica los derechos de la sociedad democrática, pero, persistiendo, insistiendo, repitiendo el largo memorial de los agravios y denuestos de los que hemos sido y somos víctimas. ¡Es hora de hacer y no dejar para después lo que debemos hacer!
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