Cuando éramos adolescentes y nos entreteníamos con el béisbol de sabana, si el partido se tornaba aplastante a favor de un equipo, los del bando atropellado “echaban tierrita y no jugaban más”. Pedían “otra partida”.
En la política latinoamericana este enfoque utilizado por años en el béisbol sabanero se ha utilizado con alguna frecuencia con la excusa de “refundar” el país, lo que en inglés se llamaría un “reset”, mediante la instalación de una Asamblea Constituyente dotada de poderes supraconstitucionales, a fin de elaborar una nueva Constitución, que sería la base de una nueva sociedad, libre de las horribles verrugas del pasado.
Este enfoque, conceptualmente válido, ha sido utilizado con mala intención por el populismo que invade nuestra región. La premisa es que la nueva Constitución limpiaría todas las imperfecciones de la Constitución anterior, dándole al país una sólida base para comenzar de nuevo por el camino de la luz, de la decencia, de la justicia y de la equidad. Quizás el mejor ejemplo realmente legítimo de este enfoque fue la Asamblea Constituyente de Venezuela en 1947, la cual produjo una constitución adecuada a la nueva Venezuela democrática. Seguramente habrá otros ejemplos de asambleas constituyentes en nuestra región que hayan generado productos dirigidos a mejorar la calidad de las instituciones del estado.
Pero, qué sucede cuando la figura de la Asamblea Constituyente es utilizada como arma para terminar el existente sistema político democrático, a fin de reemplazarlo con un sistema político autocrático, eventualmente, represivo y cruel?
Esto es precisamente lo que sucedió en Venezuela a partir de 1999, gracias a la combinación de un evento electoral genuino y limpio que llevó a la presidencia del país a Hugo Chávez Frías y a la puesta en marcha de un plan generado por su nuevo gobierno para terminar con la democracia venezolana, mediante una estrategia que tuvo como pilar central la convocatoria ilegal a una Asamblea Constituyente, cuyo objetivo era –al decir del nuevo presidente- refundar el Estado venezolano. No hay espacio en este escrito para describir en detalle cómo ello se llevó a cabo, basta leer a nuestros juristas más calificados como Brewer Carías, Duque Corredor, Ayala Corao y otros. Lo que sí podemos decir es que ese crimen se llevó a cabo en pleno día, gracias a la cobardía cívica del liderazgo político, social y militar del momento, el cual se arrodilló frente a Chávez y le permitió –en breves meses– crear el monstruo que terminaría con la democracia venezolana. Este proceso de traición está plenamente documentado.
Ello llevó a una nueva Constitución, donde la autoridad presidencial se robustecía y, eventualmente, sería “indefinida”, convirtiendo la democracia alternativa en una presidencia de por vida. El éxito político de Hugo Chávez en Venezuela y la manera como había logrado en breve tiempo la transformación de una democracia sólida en una autocracia llenó de admiración a líderes de la izquierda latinoamericana, quienes comenzaron a pensar que esa vía de una constituyente para “refundar” el país era la vía rápida para aferrarse al poder. De allí que surgieran intentos de imitar el proceso venezolano en otros países latinoamericanos, a fin de lograr ese objetivo. En Bolivia, en Ecuador, en Honduras, en Perú, bastante después en Chile, los líderes del izquierdismo regional trataron de llevar a cabo esta estrategia constituyente.
En Bolivia se promulgó en 2006 la Ley Especial de Convocatoria a la Asamblea Constituyente. En 2008 el candidato a la presidencia de Ecuador Rafael Correa convocó a una Asamblea Constituyente, lo cual fue factor importante de su triunfo. Luego vendrían los intentos de Zelaya en Honduras (por lo cual fue expulsado de la presidencia por el Congreso), de Humala en Perú, de Gabriel Boric en Chile y de Pedro Castillo en Perú. Esfuerzos similares se han llevado a cabo en El Salvador, donde Bukele dice haber encontrado una vía más rápida para ser presidente eterno al someter a la Corte Suprema.
Una constante de esos esfuerzos es la búsqueda de permanencia indefinida en el poder por parte del líder populista de turno. Eso fue lo que hizo Chávez logrando su estadía en el poder por doce años, antes de ser vencido por una enfermedad que les mereció a sus médicos cubanos una condecoración de parte de Nicolás Maduro. En Bolivia, Evo Morales se hizo reelegir con base en estas maniobras, pero en el resto de los países ese ardid no funcionó.
¿Y por qué no funcionó, cuando en Venezuela sí lo hizo? Tres fueron las razones principales: una, el carisma de Chávez, quien logró captar el apoyo de una población cansada de la mediocridad AD-Copei y pensó que cualquier cambio radical sería preferible a lo que existía; dos, la cobardía ciudadana exhibida por el liderazgo político venezolano del momento, civil y militar, la cual se le arrodilló a Chávez, permitiéndole las arbitrariedades y violaciones de las leyes que apenas un solitario Olavarría denunció con firmeza, muy temprano, en julio de 1999, por lo cual fuera criticado por el alto mando militar y por el joven líder del congreso, Henrique Capriles; y tres, la montaña de dinero petrolero que Chávez tuvo en sus manos para pagar, sobornar, prostituir, endulzar, amarrar seguidores de todas los estratos sociales, desde el 23 de Enero hasta el Country Club, así como en toda la región y hasta en otras partes del planeta, lo cual le dio un apoyo que lo hizo políticamente inexpugnable.
A su muerte Chávez nos dejó dos legados igualmente macabros e inútiles: uno, Nicolás Maduro; el otro, una Constitución de 350 artículos, un mamotreto exageradamente prescriptivo, regulatorio, obsesionado en otorgar derechos sin estipular deberes; llena de un lenguaje meloso, cursi y populista, hipócrita e imposible de cumplir.
Las Constituciones derivadas de estos procesos prostituyentes tienen multitud de artículos y pretenden regularlo todo, sin pensar que una constitución no es un reglamento sino una guía general para establecer los fundamentos de la vida en sociedad. Como resultado se tornan en letra muerta y nadie les hace caso. La Constitución de Bolivia muestra 411 artículos y 10 disposiciones transitorias. El proyecto rechazado en Chile en 2022 tenía 388 artículos y un cerro de disposiciones transitorias.
¿Recetas para todo tipo de aflicciones? ¿Chaquetas ideológicas de fuerza? ¿Ofertas demagógicas? De todo eso abunda en las constituciones latinoamericanas derivadas de procesos constituyentes que nunca tuvieron otro objetivo que el de atornillar a los líderes de turno en el poder. La realidad nos muestra que lo realmente poderoso como agente transformador de una sociedad no es la proliferación de reglamentos, leyes y constituciones, sino la existencia de una masa crítica de ciudadanos dignos y ello solo es posible mediante una perseverante educación en valores.
Educación en valores
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