Rossana Podestà y Jacques Sernas como Helena y Paris en Helen of Troy (1956)
Siempre me he quejado de la “hollywoodización” de nuestra visión de los antiguos. En las películas como en las series los personajes son representados según arquetipos que tienen que ver menos con la verdad histórica que con la continuación de ciertos clichés. Un rubísimo y musculado Brad Pitt en el papel de Aquiles o la hermosa alemana Diane Kruger como Helena en Troya (2004) son ejemplos de lo que digo. También podríamos hablar del ¿pelirrojo? Hércules de Walt Disney (1997). A medida que retrocedemos en el tiempo la tendencia se acentúa. Pensemos en Helen of Troy (1956), protagonizada por Rossana Podestà y Jacques Sernas, con Brigitte Bardot en el minúsculo papel de Adraste, una supuesta esclava de Helena: todos rubios. O la espectacular Katharine Hepburn como Hécuba en TrojanWomen(1971). Es verdad, no todo es tan malo. Quizás hubo algún asesoramiento a la hora de asignar el papel de Alejandro a Colin Farrell en Alexander (2004) y a Gerard Butler como el mítico Leonidas en 300 (2006). Ambos se asemejan bastante a las abundantes descripciones y representaciones antiguas, pero también hay que decir aquellas no hacían más que repetir, a su vez, otros clichés.
No solo pasa con los griegos. En la serie de Netflix RomanEmpire(2016-2019), a más del ya gastado lugar común de presentar a todos los romanos como corruptos y depravados, si nos atenemos a la apariencia de los personajes, la serie parece más bien sobre la historia de Escandinavia. Qué decir de Cleopatra (1963), protagonizada nada menos que por Elizabeth Taylor y Richard Burton. Ya lo ha dicho gente tan seria como Mary Beard, el imperio romano era, como debía ser un imperio que se extendía por tres continentes, étnicamente diverso. Claro que se trata de películas y no de documentales. Lo sabemos, los clichés funcionan como potenciadores de prejuicios y lugares comunes: los reciben y los actualizan, los vigorizan, los magnifican para después proyectarlos, relanzarlos, hasta que poco a poco se desgastan y caen en desuso. En el caso de los antiguos griegos, su perfección física, su belleza legendaria, se trata de una idealización que comienza con el mismo Homero, quien no cesaba de enaltecer la hermosura de sus héroes. Es verdad, Hollywood lo que hizo fue recibir y reelaborar, en todo caso reactualizar su propio ideal de belleza a través de los personajes antiguos, de Richard Burton a Brad Pitt.
Diane Kruger como Helena en Troy (2004)
Pero, ¿cómo lucían verdaderamente los antiguos griegos? La respuesta es: no muy diferentes que los de ahora. Un estudio publicado por la revista Natureen 2017, en el que participó un grupo de genetistas de Europa, Turquía y Norteamérica, llegó a la conclusión de que el código genético de los actuales griegos es casi idéntico al de los antiguos micénicos que habitaron el sur de Grecia continental, y al de los minoicos que habitaron la isla de Creta y otras del Egeo en el segundo milenio a.C. Los científicos analizaron el ADN presente en los dientes de 19 osamentas humanas, de las cuales diez eran de origen minoico (fechados entre el 2.900 y 1.700 a.C.), cuatro de origen micénico extraídos de Micenas y otros yacimientos arqueológico de la Grecia continental (entre 1.700 y 1.200 a.C.) y cinco de otros yacimientos en Grecia continental y Turquía que se remontan a la Edad de Bronce (entre el 5.400 y el 1.340 a.C.). Al comparar 1.2 millones de letras del código genético de estos genomas con las de 334 restos antiguos de otras partes del mundo y las de treinta griegos modernos, se llegó a la conclusión de que los antiguos minoicos y micénicos comparten ¾ partes de su código genético. Este ADN es semejante al de los habitantes de la Anatolia suroccidental (en la actual Turquía), y este a su vez al de los habitantes de los territorios al este del Cáucaso, cerca de la actual Irán. Estos primeros griegos “prehelénicos” llegados del Cáucaso se caracterizaban por tener la piel bronceada y cabellos y ojos castaños, tal y como se representan en el arte de la época.
El estudio arrojó también una pequeña aunque importante diferencia. Entre el 4 y el 16% del ADN de los micénicos, en la Grecia continental, tenía su origen en ancestros provenientes de Europa oriental y de Siberia. Este componente no fue hallado en el ADN de los minoicos de Creta y el Egeo. Así se pudo trazar el mapa genético de las distintas invasiones que conformaron el pueblo griego a lo largo de los siglos. Se trata de un dato que confirma científicamente la teoría de las oleadas migratorias que ya había sido formulada por la lingüística (F. Rodríguez Adrados, Historia de la lengua griega, Madrid, 2000). Las invasiones provenientes de Europa del este y las estepas de Eurasia estarían asociadas a las llamadas tribus dorias que invadieron la Grecia continental a finales del segundo milenio a.C. Estos pueblos tenían una cultura guerrera y un aspecto similar al de los actuales pueblos eslavos: rubios de ojos azules. Durante los siglos posteriores diversas invasiones e influencias sobre un territorio situado en la frontera entre Europa, Asia y África dejaron sin duda su huella genética, pero sigue siendo dominante la configuración inicial. También la lingüística histórica da cuenta de esta influencia ejercida sobre la conformación de la lengua griega moderna.
Katherine Hepburn y Geneviève Bujold como Hécuba y Casandra en The Trojan Women (1971)
Puede decirse, pues, que desde su propia formación el pueblo griego ha sido étnicamente diverso. Es más, que su conformación étnica no puede entenderse sino a través del mestizaje, seguramente el secreto de su proverbial belleza. Durante siglos, historiadores, artistas, arqueólogos y poetas han estado interesados por la configuración étnica de las ciudades griegas en el período clásico, sobre todo a partir de la instrumentalización política de la retórica etnocéntrica y el fortalecimiento de los nacionalismos durante los dos últimos siglos. El Discurso fúnebre de Pericles nos habla de una Atenas abierta al intercambio comercial, pero también humano, con todos los pueblos del mundo. En efecto, estamos hablando de extensas redes que se extendían a través del Mar Negro y el Mediterráneo por tres continentes, desde el Cáucaso y la costa fenicia hasta el litoral marroquí y Gibraltar, las llamadas Columnas de Hércules. Sin embargo, la diversidad étnica de los griegos es muy anterior. En los frescos de Creta y Acrotiri (en Santorini), que se remontan al 1.700-1.400 a.C., aparecen claramente diferenciados hombres y mujeres. Los hombres altos, esbeltos y morenos, con largas melenas oscuras y rizadas. Las mujeres siempre muy blancas, pero es posible que se maquillaran con una base de plomo o carbonato a la usanza egipcia, algo que también hicieron las damas de la aristocracia europea entre los siglos XVI y XVIII. Ya en esas primeras representaciones están presentes los rasgos propios del canon de belleza clásica: nariz recta, ojos profundos y serenos, labios carnosos y delineados.
Ditch Davey como Julio César en Roman Empire (2016 – 2019)
Tampoco Homero escatima en epítetos para la descripción física de sus dioses y héroes. Xanthós, “rubio”, o khryseos, “dorado”, son adjetivos por igual para Afrodita, Demeter, Helena, Aquiles o Menelao. Helena también es theîa, “divina”, “semejante a una diosa”, mientras que Atenea es glaukôpis, “de ojos claros”. Son epítetos que nos hablan del origen étnico de la aristocracia micénica, así como de la representación de dioses y héroes en el imaginario popular, pero también de una temprana diversidad. Por el contrario, otros héroes y dioses como Héctor, Odiseo, Patroclo o el mismo Zeus eran morenos, según dice Homero y confirma Filóstrato el sofista en su Acerca de los héroes, en el siglo III. Sobre el cabello de los griegos, su contemporáneo Galeno dijo que era “fuerte, bastante oscuro, ni completamente rizado ni completamente liso”, y un siglo después Adamancio, médico judío que vivió en Alejandría y Constantinopla, escribirá que los griegos tenían una “estatura moderadamente alta, el cabello rizado, la cara cuadrada, la nariz recta y los ojos llenos de luz”.
Unas fuentes que los libretistas de Hollywood seguramente no consultaron.
Mariano Nava Contreras – Prodavinci