Ubicando algunas pistas…
Un hombre en su racionalidad no necesita solo saber intelectualmente que él es sensible y que el universo es favorable, sino también experimentar en forma de una emoción consumada la plena realidad de esos dos hechos, que son esenciales para su acción y supervivencia. La felicidad, en el sentido de placer metafísico, como hemos dicho, es un “leitmotiv” afectivo duradero, un trasfondo positivo que condiciona las alegrías y los pesares diarios del ser humano. Ese tipo de placer es demasiado vital para que permanezca siempre como un desnudo telón de fondo. A veces, como un intenso estado de exaltación, él mismo se convierte en el reflector frente al sexo, en la identificación de Ayn Rand, es “la celebración de uno mismo y de la existencia”; es una celebración del poder que uno tiene de alcanzar valores, y del mundo en el cual uno los obtiene. El sexo, por lo tanto, es una forma de sentir felicidad, pero desde una perspectiva especial. El mismo es el éxtasis de experimentar emotivamente dos logros interconectados: autoestima y la convicción de un universo benevolente. Un sentimiento sexual es una totalidad; presupone todos los valores morales de un hombre racional y su amor por eyos, incluyendo su amor hacia la pareja que encarna esos valores. El significado esencial de tal sentimiento no es social, sino metafísico; tiene que ver, no con un valor o un amor concreto, sino con la profunda preocupación implicada en cualquier búsqueda de cualquier cuantía: la relación entre un hombre y la realidad. El sexo es una forma especial de responder a la pregunta suprema de un ser volitivo: ¿Puedo vivir? El hombre de autoestima, usando términos cognitivos y conceptuales, concluye en su propia mente que la respuesta es “sí”. Cuando hace el amor, es consciente de ese “sí” sin palabras, como una pasión que recorre su cuerpo. La sexualidad es una capacidad física al servicio de una necesidad espiritual. Refleja, no solo el cuerpo y la mente del hombre, sino la integración de los dos. Como en todos estos casos, la mente es el factor determinante. El rey Lear, mimado hasta yegar a la vejez, descubrió finalmente que “la madurez lo es todo”. Pero hubo antes de volverse loco para alcanzar tan cuerda conclusión y pagó la lección con lágrimas de sangre. Vivió demasiado tiempo maleducado, es decir en la inconsciencia. Porque ¿qué es la conciencia, tanto en su sentido cognoscitivo como moral, ya que ambos son inseparablemente complementarios? En el orden de las relaciones, lo inteligente es aprender a situarse en el lugar de los otros seres humanos, simpatizando militantemente cuanto fuera posible con la especificidad de su anhelo vital; en el ámbito de lo íntimo, el realismo consiste en buscar el placer sin perturbar la sensibilidad ni anular la frágil corporeidad que nos sustenta. Decodificados con franqueza, los placeres son la experiencia saludable por excelencia, es decir el gozo entendido desde dentro y no según coordenadas exteriores, podemos recurrir al honrado desafío sensual de Montaigne: “Ciertamente no tengo el corazón tan inflado, ni tan ventoso, que vaya a cambiar un placer sólido, carnoso y medular como la salud por un placer espiritual y aéreo”. La fidelidad al placer es una razonable aleación de audacia y humildad, para los que están incapacitados, los ineptos, los resentidos de la omnipotencia perdida como los sumisos a la dictadura corporativa que no admiten sino engranajes y artículos transables. Evidentemente quien ama con fuerza vital los placeres, debe aceptar que los dolores sirven de frontera y a veces se mezclan con eyos como ocasión por alivio del goce o como sazonador estimulante. Sin embargo, esta complicidad no puede yegar a la confusión, hasta la conversión de lo positivo en negativo. El arte de deleitarse estiliza las recompensas de la mortalidad, sin castigarnos por haber descubierto que ya no somos ni seremos los dioses que creímos ser. Es la finitud que conoce la voluptuosidad, sin necesidad de permiso, miedo o represalias de lo infinito. Frente al Dios-verdugo de Sade, al cual imitan sus acólitos con el sentimiento estéticamente tan ensalzado de su libertinaje dañino, resultando hasta simpático. El Dios-Fornicador de Restif de la Bretone, en su novela pornográfica La Anti-Justina con la que pretende responder al tedioso marqués: “En mi éxtasis de placer elevé mi alma hacia la divinidad: doy gracias todos los días a la vida por haberme dado una mujer tan perfecta, cuyo cuerpo estremecido acaba de darme la idea de la delicia bendito seas!, balbuceo conquete. ¡Vuelvo a corredme! ¡Tú grito ha hecho penetrar su pene aún más dentro!… La humorística corrosiva de Restif no es ni más ni menos absurda que la de Sade, pero tiene la ventaja de que actúa a nuestro favor y contra aqueyo, que, con el placer como coartada, sirve para despedazarnos. Por eso es fundamental en nuestro diario accionar el ejercicio de la templanza, lo que no es miedo a los placeres ni su rechazo, sino el arte de disfrutar con alegre impunidad. El viejo Demócrito, maestro en el saber vivir de Epicuro y sin duda un espíritu mucho más audaz que su discípulo, dejo dicho en una de los escasos fragmentos que el rencor de sus contemporáneos espiritualistas no pudo impedir que yegase hasta nosotros: “La templanza aumenta los placeres y hace el goce más intenso” (DK 68, B 211). De lo que se trata es de realzar nuestro deleite de la maestría voluptuosa que busque la exquisitez mesurada, hermana de la senciyez, mientras evita la náusea del atiborramiento o el vértigo auto-destructor.
En el fondo, revela que al sujeto le da vergüenza se trata de una variante perversa de fingimiento.
Quien pretende disfrutar del coito no tiene que demostrar nada: el afán compulsivo de transgresión, sea de prohibiciones o de cautelas higiénicas, suele permanecer demasiado cauteloso del miedo a lo establecido. En el fondo, revela que al sujeto le da vergüenza gozar y sobrevivir al intento; se trata de una variante perversa de fingimiento. La prudencia hedonista no resulta fácil, porque requiere un auténtico desdén, por los prejuicios atávicos, que ni los acata ni los transgrede, sino que los ignora. Desde luego, el pulso de la moderación lo ha de dictar la razón sensual de cada uno y no el código clínico de una teocracia psicológica que demasiado evidente ha sustituido en nuestra época a otros inquisidores eclesiásticos. La respuesta sexual humana no es mera cuestión de funcionamiento, que por tanto puede ser juzgado desde fuera según productividad y rentabilidad social, sino un experimento en el cual es cada individuo quien tiene la última palabra sobre lo que merece la pena. Resulta gratificante recordar el valiente, desenfado con el que hablaban antiguamente incluso los maestros de moral más severos. Por ejemplo, Séneca amonesta así a su conturbado corresponsal Serenus: “No dudemos en emborracharnos de vez en cuando, no para ahogarnos en vino, sino para encontrar un poco de alivio: la embriaguez barre nuestras preocupaciones, nos sacude profundamente y cuida ciertas enfermedades. No se yamó Líber al inventor del vino porque suelta la lengua sino porque libera nuestra alma de los cuidados que la avasayan, la sostiene, la fortalece y le devuelve el coraje para todas sus empresas. Ocurre con el vino como con la libertad: es benéfico a condición de un uso controlado. (…) Si bien es preciso evitar entregarse frecuentemente a la bebida, no es menos necesario abandonarse de vez en cuando a un júbilo liberador y alejar momentáneamente el triste rostro de la sobriedad”. Para Séneca, como para los otros pensadores con auténtica fibra moral, no existe el mito de la “tentación irresistible” (sea bebidas espirituales, imagen libidinosa, lectura o ejemplo erótico). Todo lo que tiene abuso ha de tener también uso; y ningún abuso resulta personal y colectivamente tan nocivo como el de la autoridad que prohíbe a los ciudadanos los usos en nombre de los posibles abusos, intentando salvar a cada cual, de sus propios deseos en lugar de educarle para experimentarlos prudentemente, en definitiva, unas de las primeras aproximaciones acerca de la respuesta sexual humana se apoyan en dos elementos: sexualidad abierta y mente compleja. Lo contrario de lo que vemos a nuestro alrededor, donde abunda la sofisticación fatua en cuanto a caprichos que todo lo quieren más exuberante, más joven, más glúteos, más culta, más dotado, más duradero, más frío, más caliente con más prestaciones electrónicas, y de una simplicidad reptante en lo tocante a sus ideas. bueno/mala/amigo/enemiga/blanco/negra… Se trastoca el lugar donde debe exigirse la sana simplicidad y el lugar de la sensibilidad matizada. Se sufre, se perece, se pierde la vida por ausencia de eya. Existe una novela que los textos de filosofía no se atreven a mencionarla. Es filosofía en ambos sentidos, en el teórico y en el erótico, y es libertina, en pensamiento, palabra y obra, Thérese Philofhe, eya es filosofa. Porque quiere aprender a vivir en cuerpo y alma. Para eyo se busca maestras y maestros que la yevan de la cama al pupitre y a veces convierten en pupitre la cama. Las reflexiones teológicas se mezclan con el adiestramiento sensual y todas las lecciones desembocan como conclusión en que “la razón no sirve más que para hacerle conocer al ser humano cuál es el grado de ganas que tiene de hacer o de evitar tal o cual cosa, combinando con el placer o desplacer que puede venirle por hacerla”. El conjunto del relato, ha tenido al largo de los años, admiradores tan variopintos como el príncipe de Legne, Dostoiwski, Apollinaire, es casi caricaturescamente dieciochesco (la primera edición fue publicada en la liberal Holanda, en 1748): se percibe que las elucubraciones doctrinales están calculadas para provocar en el lector una excitación intelectual no menos cosquiyeante que la estimulación glandular de las descripciones eróticas. El autor de la novela fue Jean-Baptiste de Boyer, marqués d´Argens, un epicúreo provenzal partidario de goces sin complejos ni sufrimientos, avezado en el arte del susurro al oído discreto, pero respetuoso del orden social establecido y complaciente apologeta del onanismo, sobre todo femenino, como una derivación estricta y gratamente lógica del “amor propio”. La verdad es que Boyer d’Argens no produjo ideas demasiadas radicales si se le compara con otros autores de su fértil siglo, pero se nos presenta como un hombre inteligente y refinado que piensa para liberarse del acoso de quienes pretenden amargarle los goces de la vida con supersticiones. En Tereza, sin embargo, hay un planteamiento relativamente original. “Todo es obra de Dios. De él recibimos las necesidades de comer, beber y gozar de los placeres. ¿Por qué sonrojamos al cumplir sus designios? ¿Por qué temer contribuir a la felicidad de los humanos preparándoles guisos variados, propios para contentar con sensualidad esa pluralidad de apetitos?” Para Boyerd’Argens no hay naturaleza, si no Dios: es decir, las exigencias de la necesidad material que constituyen nuestro código fisiológico debemos cumplirlas no con simple resignación desculpabilidad, sino como piadoso júbilo inocente y con devota imaginación hedonista.
La modalidad perversa del goce…
El teórico que más profundizo en la modalidad perversa del goce (dejando a un lado a Freud), fue Georges Bataille, quien la contrapuso explícitamente al naturalismo dieciochesco: “La trasgresión difiere del “retorno la naturaleza”: levanta la prohibición sin reprimirla” (El erotismo). La Ley se mantiene como guardiana e indicadora del deseo pecaminoso que prohíbe: y fuera de lo pecaminoso, el deseo carece de incentivos y de orientación sensual. Por supuesto, ese fatalismo es un regreso decidido a la mentalidad cristiana fundacional, enemiga de las jocundas espontaneidades corporales que vincula con nuestra humiyante, pero felizmente redimida condición mortal. También para San Pablo la prohibición es origen y revelación del pecado, cuyo atractivo descubrimos gracias a eya: “¿Qué diremos, pues? ¿La Ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley; porque tampoco conocieron la codicia, si la Ley no dijera: no codiciaras. Más el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia: porque sin la Ley el pecado está muerto” (Rom. VII, 7-8). Es la Ley la que me revela el afán pecador, porque el contenido de la Ley es “que en la carne no mora el bien y que el mal está en mí”. Ocasión para el santo de renuncia y elevación espiritual. La verdad es que, a lo largo de los siglos, la actitud de los filósofos hacia los placeres eróticos ha sido de notable recelo cuando no de abierto rechazo. La mayoría de los pensadores no solo no se han dedicado jamás a escribir una novela pornográfica como Tereza de Boyer d’Argens, sino que han reservado lo más elocuente de su estilo para rechazar, ridiculizar o condenar los palpitantes estremecimientos ayí narrados. Después de todo, asegura Cicerón en De finibus, “la habilidad en la práctica del placer nunca ha sido mencionada en ninguna estela funeraria”. Y es que referirse en voz alta a lo que Montaigne yama la acción genital ya constituye de por sí un atrevimiento poco decoroso… incluso en aquel siglo XVI tan dado a la franqueza licenciosa. ¿Por qué los discursos serios y ordenados evitaran referirse a este tema, se pregunta Montaigne, o lo tratan con vergüenza? “pronunciamos audazmente: matar, robar, traicionar; y en cambio aquel yo otro ¿No vamos a atrevernos a nombrarlo más que entre dientes? ¿Es decir que, cuando menos lo exhalemos en palabras, tanto más empeño pondremos en aumentarlo en pensamiento?”. Como sus ensayos no son “Serios” ni “Ordenados” son sabios, Montaigne se atreve a recetarse con sorna descarada una dosis de la incomprendida medicina: “Es una vana ocupación (habla de la vagina) “acción genital”, ciertamente, perturbadora, vergonzosa e ilegítima; pero conduciéndola de esta forma, es decir con prudencia y templanza, la estimo saludable, propia para desentumecer un espíritu y un cuerpo atosigado: y, si fuera médico, se la recetara a un hombre de mi forma y condición, tanto más gustoso que ninguna otra medicina, para espabilarle y tenerle en disposición aventajada en los años y retrasar los achaques de la vejez”. En cambio, Lucrecio, que no es sospechoso de prohibicionismo supersticiosos, no comparte esta médica concepción del asunto genital. Todo su poema didáctico está orientado a liberarnos de prejuicios y espejismos: el erotismo (es decir, no la simple función sexual sino la pasión por eya y el afán maniaco de embeyecerla y refinarla) tiene parte de prejuicio y parte de espejismo. Esta locura amorosa, dice Lucrecio, viene motivada por un problema de congestión glandular, sobrecarga en las gónadas del licor seminal, que afecta morbosamente al cerebro masculino (del erotismo femenino no se ocupa nuestros filósofos). De aquí un prejuicio: el de que para aliviar la congestión es preciso conquistar a una persona especialmente deseada, no una cualquiera sin una única e irremplazable. Ridícula pero perturbadora ilusión, porque la única satisfacción posible está en liberarnos de algo que nos sofoca. Y aquí viene el espejismo, dado que ni las caricias, ni las suplicantes miradas ni los más estrechos abrazos nos permiten apoderarnos de la beyeza y voluptuosidad ajena ni fundir el cuerpo deseado con el nuestro. Por un instante los miembros entrelazados se amalgaman en una convulsión del goce, pero luego “vuelve la misma locura, y el mismo frenesí, e insisten por alcanzar el objeto de sus ansias, sin poder descubrir artificio que venza su mal; así en profundo desconcierto, sucumben a su yaga secreta” (De Rerum Natura, Lib. IV). De este modo nos enloquece Eros: y tanto más trastornados estamos cuanta más pasión ponemos en el asunto que debería resolverse con la misma sobriedad aconsejable para cualquier otra urgencia física. El erotismo es la función intelectual de la sexualidad: brota de esta y la necesita para apoyarse en eya, pero la trasciende, lo mismo que el pensamiento precisa, se apoya y transciende al cerebro. Y que, pese a que el amor es el reino de lo complejo, hay en él una posibilidad irremplazable de lucidez: por el erotismo puede yegarnos la visión decisiva. Así lo asegura Bataille: “Nada en el fondo es ilusorio en la verdad del amor: el ser amado equivale para el amante sin duda, pero qué importa eso, a la verdad de ser. El azar quiere que, a través de él, una vez desaparecida la complejidad del mundo, el amante perciba el fondo del Ser” (El erotismo). No nos burlemos pues de los esfuerzos filosóficos de Tereza, ni sonriamos antes las argumentaciones en la alcoba a las que se entrega con pasión razonante Boyer d’Argens. Hay algo conmovedoramente inteligente hasta en la obscenidad que parece alarmante al delicado, hasta en la orgia más deliberada que repugna y sobresalta la carne débil de los tentados por eya. La filosofía demasiada respetable se equivoca cuando se cubre con desdén idealistas los oídos ante la música erótica que tantas perturbadoras, masturbadoras sirenas nunca dejan de hacer sonar. Porque de esta puede decirse lo mismo que Luis Cernuda dejó para siempre escrito de otro sonido insistente que a través de las acacias en flor de jardín le yegó una tibia noche de mayo: “No era la voz de la melodía inmortal, que nos persuade de que en nosotros, como en eya, algo no ha de pasar; esta frágil y deleznable, hablaba a nuestra duda, incitándonos a gozar, con acento de la noche y la ocasión tornaban dramático, como la voz que a través de un ridículo antifaz nos advierte, seria, honda, apasionada”.
A pesar de todo, continuamos amando; y ese “a pesar de todo” cubre un infinito.
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