Jean Maninat: ¿Puede un dictador amar la música?

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En el imaginario instruido sobre la Ciudad Eterna, Roma, reina la imagen de un emperador en piyamas, con una corona de olivos en la cabeza, pulsando la lira indiferente, mientras, colina abajo, la capital del pecado arde por instrucciones del déspota ilustrado. Nerón, asesino de su madre Agripina y de su hermanastro Británico, feroz represor de cristianos, inclemente aplacador de sublevaciones, sería un ser sensible a la música, un espíritu capaz de volar extasiado entre las notas de un pentagrama.

Se dice de Hitler que amaba la música y que sus adláteres se desvivían por mostrarse como cultivados melómanos. Es moneda manida que la obra de Richard Wagner fue adoptada por los jerarcas nazis (sentían especial afición por la ópera Los Maestros Cantores de Nuremberg, que consideraban “la más alemana de las óperas”) a pesar de la rocambolesca y nada virtuosa vida del fundador del Festival de Bayreuth. Karl Boehm, Wilhem Furtwängler, y otros conductores menores, serían entusiastas partidarios del nacionalsocialismo, y el mundialmente renombrado y mediático Herbert von Karajan viviría toda su exitosísima carrera con el sambenito de haberse inscrito en el partido nazi en su juventud.

Un sicópata asesino, Iósif Stalin, liquidó el círculo íntimo de los fundadores del partido bolchevique, causó la muerte de millones de ciudadanos soviéticos, derrotó a los nazis en la llamada batalla de Stalingrado y cultivó un peculiar gusto por la música a la que quiso hacer militante de la causa de la revolución proletaria mundial. Los músicos soviéticos fueron especialmente castigados por la supuesta afición musical del tirano: los que no se decidieron a huir a Occidente, vivieron aterrorizados, seguidos de cerca personalmente por Stalin, temerosos primero de perder los privilegios y luego la vida. Mal oficio el que escogieron los pobres en ese entonces…

Es harto conocida la terrible anécdota del pobre de Dimitri Shostakóvich cuando estrenó su ópera Lady Macbeth del distrito Mtsensk, en el teatro Boshói y, allí, en su palco privado se encontraba el mismísimo Stalin y su temible bigote, quien enfurecido habría vociferado: “Es caos y ruido, no es música”, sumiendo al atribulado compositor en un estado de terror que lo acompañaría el resto de sus días. El dictador la había agarrado con él y lo marcaba personalmente, mientras el dócil de Prokófiev se paseaba por Moscú en su auto particular de manufactura gringa. ¡Hay que estar salado, caballero!

Viene de aparecer en español, Sinfonía para la ciudad de los muertos. Dimitri Shostakóvich y el Asedio de Leningrado (Symphony for the City of the Dead. Dmitri Shostakovich and the Siege of Leningrad) de M.T. Anderson sobre la composición y destino final de la Sinfonía No. 7 (Leningrado) que compusiera Shostakóvich en pleno asedio y destrucción por el ejercito nazi de su ciudad natal. La Sinfonía de Leningrado sería copiada en un microfilm, sacada clandestinamente de la Unión Soviética, y luego de pasar por el Oriente Medio y África del Norte, llegar a los Estados Unidos y ser transcrita para ser utilizada como un poderoso himno a la resistencia del alma humana y símbolo del poder de la música.

El libro, escrito en modo de thriller, vuelve sobre el tema de la relación entre arte y poder, la pretensión de manipular la creatividad artística para ponerla al servicio de una ideología totalitaria, la fragilidad de los creadores ante el poder totalitario y la inmensa capacidad de destrucción que genera la fuerza ciega de las ideologías totalitarias del signo que sean. Es también un homenaje a la capacidad creadora de hombres y mujeres bajo circunstancias extremas que tienden a erradicar todo rastro de humanidad y civilización. Es una lectura pertinente en los tiempos que corren.

¡No, fíjese que no, un dictador no puede amar la música, sólo puede manipularla!

@jeanmaninat

 

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