Dice Cornelius Castoriadis que “la filosofía nace en la pólis y no puede nacer más que en la pólis”. Y, en efecto, el pensamiento, o más simplemente el pensar, que es, como afirma el filósofo greco-francés, “la capacidad de penetrar las cosas, se haya en todas partes y, a la vez, es común a todos los hombres. La filosofía aparece así como una dimensión del movimiento democrático en las ciudades griegas y, más tarde, de un movimiento en las sociedades europeas que aspira quebrantar el orden establecido. Para que la filosofía nazca y, más generalmente, para que haya emergencia del proyecto de autonomía social e individual, es preciso romper la clausura de la institución”. El pensamiento, pues, el pensar propiamente dicho, es decir, el oficio de la filosofía, no puede no ser un asunto social y, por eso mismo, un asunto político. Un oficio -un ejercicio- que requiere del diálogo, de la discusión, del debate y la permanente creación, desarrollo y confrontación de las ideas. Esa es su conditio sine qua non. Una condición sin la cual no se podría ni ser ni existir, porque para la humanidad no es posible ser o existir sin pensar. Por eso mismo, la filosofía es, en sentido estricto, democrática, porque si es verdad que lo que define al ser humano es -al decir de Aristóteles- el hecho de ser un zoon politikón, un animal social, político, entonces, no es posible para él -para el ser humano- separar lo uno de lo otro, el pensamiento y la concreción de esa segunda naturaleza que es el mundo civil. Con ella, y mediante ella, se construyen -y se destruyen a objeto de ser reconstruidas y, en algunos casos, de ser perfeccionadas- las formas de organización política de la sociedad. La filosofía es el oxígeno que le permite al cuerpo social respirar. Y cuando carece de ella, al no poder respirar, muere.
Cuando, como resultado de la experiencia de la conciencia, las ideas -la materia prima del quehacer filosófico- se objetivan, entonces se constituyen sociedades, modos de ser y de pensar cuyo término deviene realidad de las costumbres, las normas, las leyes y los reglamentos, así como de sus respectivas instituciones. Gedanken Konkretum, denominaba Marx a este proceso. Como dice Castoriadis, “las sociedades se instituyen en la clausura”. Y el esfuerzo de denunciar el agotamiento institucional, al tiempo de propiciar su potencial reapertura -siempre a la luz de nuevas perspectivas-, es una tarea lógica, ontológica y ética, constitutiva de la filosofía misma. No cabe, en este sentido, la banal distinción, que el entendimiento abstracto se empeña en establecer, entre la historia de la filosofía y la historia de la política. La filosofía nace como exigencia democrática y en ella sobrevive hasta el momento en el cual la institucionalidad se cristaliza y deviene extraña al ser social. En ese momento, invoca, immerwieder, una y otra vez, sus orígenes, a objeto de alimentarse con “el capital de la libertad”. En una expresión, se trata del radical “rechazo a recibir de quien sea, sobre la Tierra o en el Cielo, lo que uno debe pensar”.
Así, pues, para que haya filosofía tiene necesariamente que haber diálogo, debate, discrepancia de ideas y, por supuesto, acuerdo. La filosofía es, sustancialmente, la potenciación de la convicción ciudadana, el fundamento del demos-krátos. El suyo es, a un tiempo, la exigencia del reconocimiento de lo que se es y el derecho de oponerse a la injusticia. Es -como dice Hegel- el sagrado derecho racional a decir que no. De las vagas presuposiciones iniciales -de las pasiones tristes- se pasa a la opinión y de esta a los razonamientos. Pero todo eso no es posible sino en una sociedad orgánica. Por eso mismo, el ser social no puede prescindir de la conciencia social y a la inversa. Como tampoco es posible concebir la verdad en ausencia de la falsedad. Sólo puede conquistarse el bien ante el semblante del mal, porque solo sobre la base de su existencia puede llegar a producirse su superación. Sólo porque existe la fealdad puede triunfar la belleza. Sólo la filosofía es capaz de cuestionar continua, explícita y efectivamente el resultado de su propia realización. Una sociedad y una institucionalidad que no son el resultado de las ideas sino, en todo caso, de las pasiones tristes, de prejuicios marcados por el odio y el resentimiento, no es una sociedad, y los fundamentos de su institucionalidad son una ficción. Tal vez esta sea la desgracia de los últimos años de historia venezolana. De la nada nada surge.
Quizá los jóvenes bachilleres que, por decisión de la tiranía de los gangsters, sustituirán a los maestros y profesores que, con admirable valentía, luchan por honrar su condición, no tengan la suficiente preparación para comprender que el mito de los solitarios sabios de la antigüedad es precisamente eso: un mito, por lo demás, propiciado por el entendimiento abstracto, la razón instrumental y la llamada industria cultural. En la versión Disney de La Sirenita de Andersen, Scuttle, una gaviota desgarbada y zopenca, le explica a Ariel, con el tono de la profundidad de un plato de sopa -en el mejor estilo del “profesor Rui-Ruá”, y para mayor vergüenza, adherido a las migajas de la barbarie gansteril-, poco más o menos, que en la antigüedad las personas vivían tan aburridas a la orilla de las playas que tuvieron que inventarse nada menos que el “boquiche humerfluo y curvilíneo” (en realidad, una pipa para el tabaco, confundida por Scuttle con un instrumento musical). Un poco en broma y un poco en serio, la fantochada -atribuida a la “prehisteria”- remite a la recreación que ha hecho el entendimiento abstracto del surgimiento, en Grecia, de la filosofía, primero con “los físicos” y luego con los “presocráticos”. Aburridos, sin nada qué hacer en las playas del Mediterráneo -”arenita y playita”- estos “físicos” comenzaron a preguntarse por el origen (por el Arché) de todas aquellas maravillas que los rodeaban. El agua, afirmaba Tales de Mileto; el Aire, decía Anaxímenes; el frío y el calor del ápeiron, insistía Anaximandro; el Fuego, advertía Heráclito. Y así, cada uno justificando su particular principio. Por otra parte, la mayoría de ellos no solo conoció a Sócrates sino que dialogó directamente con él. Más bien, habría que decir -como demostrara el maestro Pagallo en su momento- que Sócrates tuvo el honor de confrontar sus planteamientos con estos grandes pensadores, sus contemporáneos. Catalogarlos de presocráticos no solo es una imprecisión. Es, más bien, una manipulación.
Más allá de las torsiones y de las distorsiones de la historia, reducida por la cromada esfera de Epcot, el problema fundamental de aquellos filósofos de la antigüedad clásica era, en efecto, un problema esencialmente político. Los “físicos” se esforzaban por encontrar la razón de la progresiva pérdida de la eticidad en las ciudades-Estado, el desgarramiento que, cada vez con mayor intensidad, derrumbaba los cimientos de la democracia. El Arché, el principio objetivo que debe ser restituido, es un principio sobre el cual se hace necesario refundar el Ethos. La ciencia de los “primeros principios”, la filosofía, no tiene otro propósito que ese: dar cuenta de las razones por las cuales es menester reemprender el camino de la justicia y de libertad. Y si la política pierde esta orientación fundamental deja de serlo para corromperse y corromper.
@jrherreraucv