Rafael Fauquié: Universidades, univesitarios

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Propongo una definición de Universidad: espacio donde arte y ciencia se reúnen; lugar donde la labor intelectual se orienta a la comunicación, la investigación, el descubrimiento, la creación… Tras definirla, describo lo que me gustaría que ella fuese: lugar de límites trazados por sueños que son propósitos que son metas, reunión de saberes en los que siempre debería prevalecer la curiosidad y la inteligencia…

El saber es vivo y multiplicante: se nutre de sí y crece consigo. La universidad, más que un lugar, es un símbolo: de inteligencia, de conocimiento… Las frecuentes críticas a las universidades suelen ser cuestionamientos a la deformación de lo universitario más que un rechazo a la idea misma. Y es que el ideal universitario interpreta sueños tan viejos como el hombre: ocio creativo; reunión, en un mismo espacio, de saberes y aprendizajes; utopía del saber; jauja del conocimiento…

La Universidad fue siempre lugar de privilegio. La misma noción de aislamiento universitario, tan cercana a eso que la universidad siempre ha aspirado a ser, evoca prerrogativas, habla de adquiridos derechos. Las primeras universidades medievales lucharon por defender su independencia. Cada universidad se pretendía entidad autárquica autogobernable. Además de autónomas, las primeras universidades aspiraron a ser originales, diferentes entre sí. Cada universidad se asumía como mundo dentro del mundo: con sus propias leyes y su propio destino. Como otros espacios medievales, la universidad simbolizaba la esencial unidad del universo. La Edad Media fue tiempo de únicos que aspiraban al absoluto: feudos y provincias, monasterios y universidades, ciudades y castillos eran representaciones particulares de la totalidad del cosmos, pequeños cosmos a su vez.

El aislamiento de la universidad fue, tal vez, secuela de su proximidad temporal a conventos y monasterios. Los copistas de los conventos eran custodios de la sabiduría del tiempo pasado. Su misión era proteger el conocimiento del vaivén de las épocas, de la precariedad y los peligros de un mundo entregado a su propio azar. Las primeras universidades se parecieron a esos conventos. Rápidamente, sin embargo, se impondrían importantes diferencias. La universidad se acercaba a la ciudad, se aproximaba al mundo y al tiempo de los hombres. Su destino no era almacenar saber sino producirlo. Y ese saber necesitaba la comunicación. La sociedad sería el destinatario natural del conocimiento acrisolado por las universidades. El saber sin interlocutores de una Edad Media agonizante, dejaba paso al conocimiento de un tiempo renacentista de nuevos valores, de diferentes metas.

Desde su nacimiento, las universidades tuvieron clara conciencia de su designio: ser formadoras de las individualidades que preservarían la memoria y los valores de su tiempo. Sociedad y universidad evolucionaron paralelamente. La universidad simbolizaba el nuevo mérito de la inteligencia; intelecto como fuerza y herramienta de poder. Su espacio supone el encuentro de maestros y discípulos: unos guían y otros aprenden y obedecen. La dignidad del maestro reposa en su sabiduría. El saber se apoya en la inteligencia y en la experiencia. Ambas, afirman el “derecho” natural del sabio: su autoritas. La autoritas académica es la fuerza del prestigio, la potestad del hombre que conoce, que ha visto, que ha vivido, que ha reflexionado; del hombre que sabe. De esa inteligencia dominante y carismática, emana una autoridad que es natural e incuestionable.

La Universidad deforma sus objetivos y hasta la misma razón de su existencia en la reiteración de algunos errores: la vinculación a un sentido estrecho de lo político, por ejemplo; la identificación demasiado cercana a la avidez industrial. El reto de las universidades, hoy, es definir rumbos nuevos que disientan de dos inercias: una, la de un revolucionarismo torpe, ritualizador de envejecidas contraseñas políticas; la otra, tal vez deformada respuesta a lo anterior, es la inercia del cientificismo: limitada letanía de catecismos tecnocráticos. (Analogizar universidades con institutos de investigación tecnológica puede ser, a fin de cuentas, tan aberrante como destinarlas a ser fábricas de guerrilleros o depósitos de políticos).

El ideal universitario aspira a la amplitud de la creatividad, de la inteligencia y de la imaginación. No deberían ser concebibles universidades excrecencias de otros espacios, altas casas de estudios contaminadas desde fuera y desde dentro por la política, los prejuicios y la medianía. Para mantenerse vivos, los sueños dependen de su cercanía a lo real. El viejo sueño universitario de una comunidad humana entregada a la libertad creadora de la inteligencia y la búsqueda vivificante del conocimiento, termina dramáticamente en el momento en que esa comunidad deja de estar a la altura de su sueño. El ideal desaparece, muere, porque se ha dejado de merecerlo.

 

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