Entramos en Cuaresma, tiempo litúrgico que nos recuerda que toda nuestra existencia es un camino de conversión; que los seres humanos “no somos”, “vamos siendo”; que nuestra vida está tejida de decisiones que nos humanizan o deshumanizan; que lo que fuimos, somos y seremos tiene que ver, en gran medida, con el ejercicio responsable de nuestra libertad, y que esta libertad es un don, en cuanto nacemos llenos de posibilidades para que ocurra y se exprese existencialmente en cada uno de nosotros, y que, al mismo tiempo, es una tarea, porque la libertad es una permanente conquista personal, social y política, históricamente situada. La libertad es, pues, un arduo camino de liberaciones constantes, inacabadas.
Para los cristianos, el paradigma del ser humano plenamente libre es Jesús de Nazaret quien, fundado en el amor al Padre, ungido y conducido por el Espíritu fraternal, se hace hermano, solidario de la humanidad y de la creación; y este modo responsable de asumir su existencia le lleva a serias contradicciones y conflictos con los poderes del mundo, a tal punto que, siendo él un judío de las periferias, su vida y su palabra se hacen incómodas para quienes se creían los dueños de la vida y de la historia.
Este conflicto se hace insoportable para Jesús de Nazaret y, en Getsemaní, desde la fe, pide al Padre que aparte el cáliz amargo del trance por el que está pasando, del que presiente un trágico desenlace; ahí, en ese borde existencial, siente el impulso libre del Espíritu, su humanidad se abre a la confianza plena del Padre y, desgarradoramente, se entrega a Él para afrontar, desde la fe, el conflicto con los poderes del mundo que le han abierto un juicio injusto: “Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya”, dice, luego de lo cual, libre, vence el miedo a la muerte y sigue con dignidad su proyecto fraternal hasta las últimas consecuencias; así, rechazado y excluido, abandonado por sus fieles amigos y seguidores –quienes sienten miedo y se retiran–, traicionado y vendido por uno de ellos –quien se deja comprar por los poderosos–, y acompañado, sí, hasta el final, por las mujeres y su madre, en la Cruz, Jesús de Nazaret se nos revela como el Cristo, Hijo de Dios, Hermano de la humanidad, que vence el pecado del mundo. Tal como lo reconoce el centurión romano: “En verdad este hombre es el Hijo de Dios”. (Mc 15, 39)
A Jesús el Padre lo resucita y nos confirma que aquel hombre “que pasó por la vida haciendo el bien” (Hch 10,34-38), liberando, sanando, exorcizando, perdonando, reconciliando, llamando a la conversión y anunciando la construcción de un mundo más justo y fraterno (Lc 4, 18), por un camino que lo llevó a aquella decisión libre en Getsemaní donde reveló su entrega total era, sin duda alguna, “el camino que conduce a la vida” (Jn 14, 6) porque “si el grano de trigo no muere queda infecundo”. (Jn 12, 24)
Cuaresma, pues, nos llama a la conversión, a tomar conciencia de que nuestra vida está tejida de decisiones, que nuestras decisiones nos liberan, nos conducen a la libertad o nos atan, reducen y esclavizan; que Dios nos ama y nos quiere libres, pero para serlo debemos trascender los miedos, superarlos; que todos sentimos miedo, que el mismo Jesús lo experimentó y sintió la tentación de dejarse arrastrar por él, pero lo superó desde la fe y se entregó, movido por el amor fraterno a la humanidad y la confianza en su Padre-Dios.
Los poderes del mundo, en cualquier circunstancia histórica, buscarán paralizarnos y esclavizarnos por la vía del miedo, porque saben que en nuestra condición humana anidan dos fuerzas contradictorias: el miedo y el anhelo de libertad.
Cuaresma es un llamado a la conversión, a superar desde nuestra fe los miedos que nos desmovilizan y paralizan, y salir a construir, junto a otros, la libertad que soñamos. Por eso, el miércoles de Ceniza, al imponer la cruz, el celebrante nos recuerda: “conviértete y cree en el Evangelio”. (Mc 1, 15)