Francisco Suniaga: Siempre es 27

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Los hechos han demostrado que en el calendario de fechas trágicas del país, el 27 de febrero de 1989 ocupa el primer lugar. La Venezuela moderna, próspera, pacífica y democrática que era posible, como ya mostraban todos los indicadores, fue herida de muerte. Ese día comenzó esta tragedia en el que todos los días son 27F, la expiación por los pecados cometidos en esa oportunidad ha sido interminable

Para los antiguos romanos, februarius, era el último mes del calendario, que entonces comenzaba en marzo (martius), el mes de la primavera. Por esa razón, nada más lógico, febrero era considerado el mes de purificar el alma, vía expiación de los pecados o faltas cometidas a lo largo del año. Los romanos, que el tonto lo tenían lejos, lo hacían sacrificando animales a sus dioses y, si de autoflagelaciones se trataba, designaban a un esclavo para recibirlas.

En Venezuela, hasta finales del siglo pasado, febrero fue de manera unánime el mes hermoso de la juventud y del amor. A partir de ese entonces, por los sucesos en los correspondientes a 1989 y 1992, pasó a ser el “febrero rebelde” para los ahora escuálidos chavistas, y el de las tragedias (candidato a dar respuesta a la famosa pregunta de Mario Vargas Llosa) para la inmensa mayoría de los venezolanos.

De las muchas explicaciones que se complementan para desentrañar la verdad, prefiero aquellas que se fundan en la multiplicidad de factores. Fueron muchos, casuales e intencionados. Con la arbitrariedad y licencia de especular que me concede la condición de narrador de ficciones, voy a centrarme en uno, creo que poco transitado como factor decisivo: Acción Democrática (AD). ¿Qué pasó en AD, antes, durante y después de aquel 27F nefasto?

La relación entre AD y el presidente Carlos Andrés Pérez (CAP) le dio razón al refrán que reza ‘termina mal lo que comienza mal’. Era lo lógico que ocurriera entre un Carlos Andrés, que se creía invulnerable, empeñado en reformar al país en lo económico y en lo político, y una dirección del partido gerontocrática que no quería cambios. El primer desencuentro ocurrió cuando, antes de las elecciones de diciembre, CAP había anunciado la elección de gobernadores y alcaldes, quitándole al partido una cuota de poder importante. Luego del triunfo, volvieron a chocar con la designación de un gabinete en el que, salvo Alejandro Izaguirre en Relaciones Interiores y Enrique Tejera París en Exteriores, no hacía concesiones a la ortodoxia del partido. El gabinete estaba dominado por técnicos y profesionales extrapartido, que fueron designados por sus méritos en sus respectivos campos.

Adicionalmente, Pérez no ocultaba su admiración y preferencia por sus “IESA boys” (Miguel Rodríguez et al) en detrimento de los compañeros de partido coetáneos de aquellos. De hecho, vox populi los aupaba para que se dedicaran a la política, preferiblemente en AD. Algo visto como una auténtica amenaza por la dirigencia adeca a todos los niveles y en todas las edades. El primer acto de retaliación por parte de la dirección de AD ocurrió cuando el candidato de Miraflores a presidir el Congreso de la República, David Morales Bello, fue derrotado en el CEN por Octavio Lepage, adversario de CAP en la amarguísima confrontación interna.

En el otro escenario de la absurda lucha entre AD y su Gobierno, la reforma económica, la conducta del partido fue aún peor. Formalmente se le apoyaba, pero en el plano real el divorcio con CAP era visible. Fue de AD de donde surgieron las primeras y más duras resistencias a las propuestas del equipo económico del Gobierno. Los debates eran asambleas de sordos, nadie escuchaba a nadie. Los viejos adecos, fue mi percepción de entonces, nunca entendieron ni quisieron entender a Miguel Rodríguez y demás directores del programa económico. Los adversaron con el denuedo que debieron reservar para los enemigos reales de la democracia.

Esa dirección política de AD, envejecida, sin reflejos ni capacidad para aprehender la complejidad política del momento, reaccionó como un parapléjico cuando cayó la tormenta. Venezuela había cambiado, el Partido del Pueblo no pudo hacerlo. Era un lunes como tantos y la reunión del CEN, a la que asistía incluso el ministro del Interior, Alejandro Izaguirre, estaba en curso, como era rutina política. La noticia de “hay disturbios en Guarenas” fue tomada como la costumbre indicaba que debía ser tomada, no hay que olvidar que Venezuela es un cuero seco. No obstante, las alarmas comenzaron a sonar y la sesión se levantó alrededor del mediodía. Recuerdo la cara grave del “Policía” Izaguirre al abandonar el salón de sesiones, augurio indescifrable de su infausta (e inmerecida) debacle; aquel desmoronamiento frente a las cámaras en cadena nacional un par de días después, que provocó la contención del aliento a millones de venezolanos.

Sin embargo, algunos reflejos y el instinto de sobrevivencia del viejo partido se mantenían. El primer reclamo que se le hizo a Pérez, como si eso fuese entonces lo más importante, fue que sacara del aire a Ítalo del Valle Alliegro, ministro de la Defensa, quien, ante la ausencia del liderazgo civil adeco había asumido el rol de comunicador del Gobierno. El segundo fue pedirle que cambiara el programa económico y a sus operadores. Ante la ausencia de argumentos técnicos se recurrió a la casuística y un programa que ni siquiera había sido aprobado en el Gabinete, fue el responsable de los saqueos y muertes aquella fecha infame.

El 27F que comenzó una turba fue aprovechado y magnificado por un factor omnipresente en la historia moderna venezolana: La izquierda comemierda, que sueña con el caos como catalizador de la revolución que hará justicia a los pobres. La política es cuestión de percepciones, y la mía es que salvo pocos dirigentes del partido, la defensa del Gobierno fue tibia. No hubo una política para defender, con el cuchillo entre los dientes, a Carlos Andrés, su administración y sus reformas económicas y políticas. Ni siquiera se buscaron los respaldos más allá del partido. Hasta la CTV, dominada por el Buró Sindical de AD, se permitió convocar un paro general y asegurar su éxito (a los chamos de McDonald’s, que se atrevieron a abrir, los sindicalistas adecos les propinaron los “cabillazos” que no les dieron a los propiciadores del saqueo).

Por supuesto que el tumulto del 27F no fue lo suficiente para derrocar a Pérez-apenas tenía veinticinco días en el ejercicio de la presidencia y sus ejecutorias en nada habían causado las precarias condiciones económicas del país-,pero mostró que era posible derrotarlo. Fue el precursor de los ataques que, no obstante datos macroeconómicos envidiables, impidieron “El gran viraje”. Sirvió de base a los golpes de Hugo Chávez en 1992 y allanó el camino para que una conspiración antihistórica (que agrupó a enemigos personales, comenzando por Rafael Caldera, Ramón Escovar Salom y los llamados “notables”, con Arturo Uslar Pietri​ a la cabeza, pasando por empresarios descontentos con la modernización económica, dueños de medios que soñaban, y sueñan, con ser presidentes, los seguidores de Chávez, hasta los izquierdistas citados arriba) terminara derrocando a Carlos Andrés Pérez en 1993. Ah, y la ortodoxia de Acción Democrática, sin cuyos votos en el Congreso habría sido imposible defenestrarlo.

Los hechos han demostrado que en el calendario de fechas trágicas de Venezuela, el 27 de febrero de 1989 ocupa el primer lugar. La gran Venezuela moderna, próspera, pacífica y democrática que era posible, como ya mostraban todos los indicadores, fue herida de muerte. Ese día comenzó esta tragedia en el que todos los días son 27F, la expiación por los pecados cometidos en esa oportunidad ha sido interminable.

 

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