Rusia ocupa un lugar central en cuestiones de seguridad internacional y regional y es, tal vez con Oriente Medio, una de las partes del mundo que más polariza actores políticos y opinión pública internacional. La división habitual no se aplica aquí: extrema derecha y extrema izquierda occidentales convergen en la defensa de la Rusia de Putin. Al contrario de la mayoría de otras problemáticas en las que esta línea divisoria se manifiesta casi siempre según una misma pauta que todos reconocen por los valores que la subyacen, en el caso de la Rusia actual polarización y politización van de la mano de forma totalmente transversal desde cierta izquierda, y no solo la radical, hasta cierta derecha, y no solo la radical.
Los vínculos del Kremlin con partidos y grupos de ultraderecha se han ido estrechando y consolidando a través de la Unión Europea.
Desde su regreso a la presidencia en 2012, Vladímir Putin se ha convertido en icono del pensamiento y de los políticos ultraconservadores en el mundo. La ideología de Estado que ha promovido recuerda al eslogan del mariscal Pétain en la Francia ocupada “Familia, Trabajo, Patria”. Los vínculos del Kremlin con partidos y grupos de ultraderecha se han ido estrechando y consolidando a través de la Unión Europea. La Rusia de Putin es ahora un referente de la oleada iliberal global. Un Trump avant la lettre ha levantado a una Rusia que ya no está de rodillas y la ha hecho, supuestamente, grande otra vez.
Ley de 2012 sobre los “agentes extranjeros”, ley de 2013 contra la “propaganda gay”, ley de 2017 tipificando el nivel de violencia doméstica aceptable; decreto de Putin de 2015 instituyendo el “Movimiento Ruso de Escolares” para garantizar a los padres que sus niños recibirán una “educación patriótica” según el “sistema de valores ruso” y creación en 2016 de la rama militarizada de éste, el movimiento patriótico-militar de jóvenes Yunarmia (Joven Ejército, en ruso); Doctrina de Seguridad de la Información de la Federación Rusa de 2016, según la cual “existe una creciente presión informativa dirigida a la población de Rusia, principalmente a la juventud rusa, con el objetivo de erosionar los valores espirituales y morales tradicionales de Rusia.”
La lógica de estas medidas legislativas ha sido explicada por la conocida senadora y jurista rusa, Yelena Mizulina, vicepresidenta del Comité del Consejo de la Federación para la legislación constitucional y la construcción del Estado; el 22 de abril de 2019, en el marco de un foro de discusión sobre el sistema de prohibición de sitios de internet en Rusia, Mizulina declara que: “es precisamente la prohibición la que hace libre a una persona, porque dice: esto no es posible pero todo lo demás, como quieras. […] Les puedo decir que cuantos más derechos tengamos, menos libres seremos”. El mismísimo mariscal Pétain, ya citado, reconocería un eco de las ideas que expresó en 1940: “diremos [a los jóvenes] que es hermoso ser libre, pero que la verdadera “Libertad” solo puede ser ejercida bajo la protección de una autoridad tutelar, que deben respetar, a la que deben obedecer.”
La clara paradoja aquí es ¿cómo puede ser que esta Rusia –oscurantista, imperialista y militarista- sea apoyada y justificada por la izquierda radical que, en su país y en el resto del mundo, defiende los valores contrarios? Las explicaciones son seguramente varias, pero dos ideas conforman, sin duda, la base de esta convergencia: antiimperialismo y soberanismo, entendido como lucha contra la “Europa del capital”.
¿Cómo puede ser que esta Rusia –oscurantista, imperialista y militarista- sea apoyada y justificada por la izquierda radical que, en su país y en el resto del mundo, defiende los valores contrarios?
El antiimperialismo constituye el eje en torno al cual se articula la simpatía de aquella izquierda que defiende sistemáticamente a Rusia, en general, y a la Rusia de Putin, en particular. Y ser antiimperialista equivale a ser antiamericano y a sospechar siempre de Estados Unidos sean cuales sean las circunstancias. Por esa misma razón a contrario, Moscú ha de ser apoyado contra críticas que solo pueden ser interesadas porque Rusia es la única potencia que siempre planta cara a Washington.
Pero a este sector de la izquierda no parece preocuparle las políticas neocoloniales del Kremlin con sus vecinos ex soviéticos y le resulta más cómodo conformarse con lo que la Rusia de Putin dice de los demás y de sí misma -pensamiento acrítico que Marx reprochaba a los filósofos de su tiempo en La ideología alemana-. Así el Euromaidán se convierte en golpe de Estado, encabezado por fascistas y teledirigido por las potencias occidentales. En cuanto a Crimea, el argumento más extendido para justificar la anexión de la península es que ha sido rusa tanto tiempo… Pero ¿cuánto es “tanto”, un siglo, dos? ¿Qué pensaría un argelino, por ejemplo, si se aplicara este razonamiento a su país?
Como Rusia ahora es capitalista, ya no se menciona tanto las bondades de su sistema social sino la relevancia de su papel internacional para impedir que el mundo caiga en el unipolarismo liderado por Washington. Por ello, los críticos con Rusia -aquellos que se aplican a “ demonizar a Rusia ”- tienen una “estrategia en contra de la participación de Rusia en los asuntos regionales y globales”. Es una opinión que Putin comparte totalmente cuando, refiriéndose a las críticas recibidas por el intento de envenenamiento del ex espía ruso Serguéi Skripal, contesta en 2018: “es un enfoque rusófobo. […] Su único objetivo es contener a Rusia e impedir que se convierta en un competidor potencial. […] Tiene que ver con el creciente poder de Rusia y su mayor competitividad. Está surgiendo un actor poderoso, con el que hay que contar, incluso si unos prefieren no hacerlo.”
Soberanía es el otro concepto que nutre el corazón del argumentario a favor de la Rusia de Putin y que despierta simpatía tanto en la derecha como en la izquierda. En el caso de Rusia, se llama “democracia soberana”, noción acuñada en 2006 por Vladislav Surkov, durante muchos años ideólogo del putinismo. El razonamiento es simple: Rusia es un Estado democrático y soberano. Y, como tal, su democracia es genuinamente rusa y no tiene por qué parecerse a la occidental, y criticarla es interferir en su soberanía. Un proyecto supranacional como el europeo no puede sino levantar el recelo más profundo en Moscú y sus divisiones internas no solo son bienvenidas sino también fomentadas.
La gente de izquierda –extrema o no- que apoya a la Rusia de Putin comete el error de confundir la crítica a un determinado régimen con la crítica al país en general y a su gente. La contradicción profunda de la que no parece ser consciente es que, con ello, niega a unos casi 300 millones de personas -ciudadanos de Rusia (rusos y no rusos) y de los demás países de la ex Unión Soviética- los mismos derechos que considera lo mínimo aceptable para nuestra parte del mundo.